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Opinión Editorial


Culpar a otros: exceso de felicidad


Publicación:08-02-2023
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La cuestión es que al culpar a otros también se está, al mismo tiempo, cediendo, en cierta forma, el control de la propia existencia

De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables

Jacques Lacan

Culpar a otros de la desgracia padecida es una costumbre y estrategia neurótica con la cual se pretende deshacer la responsabilidad por la propia existencia y decisiones que se toman. Al tiempo que establecer como la causa de nuestros males lo más alejado posible de nosotros mismos. Esperando que con ello se mantenga un halo de pureza e inocencia, si algo funciona mal en la vida no es culpa nuestra, sino de los demás. 

Se puede culpar a Dios, a los padres, maestros, pareja, hijos, al gobierno, a la luna, a la lluvia, a la playa, a los genes, a la infancia, al inconsciente… ¡la lista es interminable! cuando de lo que se trata es de buscar culpables a modo, los humanos nos ponemos muy creativos. La cuestión es que al culpar a otros también se está, al mismo tiempo, cediendo, en cierta forma, el control de la propia existencia, reiterando, sea con la esperanza o con la nostalgia, la propia impotencia, “yo no tengo nada que ver con lo que sucede en mi vida”.  Gracias a lo cual la felicidad nunca es aquí ni ahora, siempre está allá –sea en el pasado o en el futuro—. Y para que algo cambie depende de que esa persona (o cosa) fuente de las desgracias y responsabilidades, cambie y sea garante. Sólo así se cree que se puede ser feliz. Y como eso es imposible, en cada queja se reitera tanto la esperanza frustrada como la impotencia ante la propia vida. Por tal motivo al culpar a otros de los propios males no solo se desembarazan de la responsabilidad sino al mismo tiempo se pierde acción, la decisión viene a menos. 

“Estamos solos y sin escusas” (Sartre) Nuestra vida depende de las decisiones que tomamos tanto individual como colectivamente. Pues como lo mostró Freud, no hay una sin la otra. Pero existe una paradoja: por más que se declare a los cuatro vientos el deseo de ser libres, se reitera la esclavitud deseada bajo la forma de la queja y el imperioso deseo que sea alguien o algo lo que se haga cargo de la vida, que sea esa persona o cosa quien asuma la responsabilidad de las decisiones, que pague el precio de aquello que se rechaza: el ejercicio de la libertad. De ahí la adicción a la queja y a la indignación por la vida de los demás: operación con la cual se coloca sobre algo o alguien más el peso de la libertad, para que sea eso lo que se culpe si algo termina saliendo mal. Y como la propia vida y responsabilidad no se pueden, por principio, delegar, quien lo hace –sabiéndolo o no—se consagra a reiterar la insatisfacción e impotencia (lo que el otro hace nunca es lo que se desea) pero esa es justamente la trampa: colocar al otro en el lugar de la propia responsabilidad por la vida y la felicidad nunca cumplirá con la encomienda. Eso no importa, porque lo que verdaderamente importa no es que cumpla o no, sino que se le adjudique la culpa, gracias a lo cual quien culpa se mantiene aparentemente sin mancha, limpio e inocente. Ya que la función de “chivo expiatorio” sólo era cumplir con una burocracia irresponsable: adjudicarle al otro la causa y responsabilidad del mal padecido, reafirmando con ello la propia inocencia, que, si no fuera por esa persona, uno sería inmensamente feliz. Con ello se aprecia que la función de culpar al otro es la de crear la ilusión de la supuesta propia felicidad excesivamente perfecta, que, curiosamente, siempre se escapa… ¡Ah, si no fuera por…entonces sería inmensamente feliz!



« Camilo E. Ramírez »