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Opinión Editorial


Ser Revolucionario


Publicación:04-11-2024
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Iniciamos el undécimo y penúltimo mes del año, dentro de un par de semanas conmemoraremos el 20 de noviembre.

Iniciamos el undécimo y penúltimo mes del año, dentro de un par de semanas conmemoraremos el 20 de noviembre, con el 114º aniversario de la Revolución Mexicana, un evento social significativo que representó la entrada de la nación mexicana al siglo XX. Fue, como sabemos, la primera gran revolución de esa época, con grandes repercusiones en el desarrollo social, político y económico.

La definición clásica sobre este concepto hace referencia, según el diccionario de la Real Academia Española, a un “cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional”, habría que añadir que esta transformación deberá generarse en un período de tiempo acotado.

En el caso de la Revolución Mexicana fue un proceso de una década (1910 a 1920). La Revolución Rusa, contemporánea, tuvo un período de seis años (1917-1923).  La Revolución Cubana, la primera de orientación comunista en el continente latinoamericano, transcurrió durante seis años (1953-1959).  La Revolución Francesa, que derrocó la monarquía e instituyó los principios de la ilustración, tuvo lugar a lo largo de una década (1789-1799). La Revolución de las Trece Colonias tomó ocho años (1775-1783), logrando la independencia de los norteamericanos respecto al gobierno monárquico inglés.  La Revolución Sandinista se llevó a cabo en Nicaragua, a lo largo de 11 años (1979-1990), cuando el Frente Sandinista de Liberación Nacional, logró derrocar la dictadura de la familia Somoza.

Lo anterior refleja lo circunscrito en el tiempo y espacio en el desarrollo de una revolución social, pero hay que recordar que existen diferentes tipos de cambios revolucionarios, estos pueden ser políticos y sociales, como los ya mencionados, pero también de carácter científico, tecnológico o industrial.

La revolución neolítica, la revolución del arado, la revolución de la pólvora con las armas de fuego, la revolución industrial, la revolución de internet, la revolución de la inteligencia artificial. En la ciencia también tenemos diferentes revoluciones, la de Copérnico, la de Galileo, la de Einstein, la de Marx, la de Freud, la de Darwin.

La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, fue un texto significativo en el ámbito académico científico, y lo que el autor detallaba allí es que los científicos se agrupan en comunidades con afinidad ideológica, donde comparten una serie de valores en torno a su trabajo científico. Poseen un conjunto de valores que les permiten definir qué es, cómo funciona y qué se puede esperar de la ciencia normal. Llega un momento en la historia de que algún científico se aparta de estos cánones axiológicos, y plantea una postura distinta que contraviene los dogmas científicos. Esto genera una crisis y abre la posibilidad a una revolución científica.

En el campo de las ciencias sociales, donde me desempeñé como profesor y académico, teníamos como aspiración aplicar el método científico para abordar las problemáticas sociales y políticas. El marco de referencia teórico que respaldaba este trabajo era el materialismo histórico, basado en una perspectiva dialéctica de la sociedad y la historia.

Este enfoque nos cautivó en un inicio, y luego nos volvimos acólitos recalcitrantes en su defensa ideológica y política. La intolerancia ante la pluralidad de ideas y posturas ideológicas se volvió una forma de ser cotidiana. El idealismo filosófico, el empirismo, el existencialismo, el racionalismo cualquier otra propuesta filosófica divergente a nuestra postura materialista dialéctica, era inadmisible.

El comunismo se convirtió en un sistema de fe, era nuestro credo, sin proponérmelo había transitado de un marco de referencia crítico de la sociedad, a un sistema de creencia sagrado. En pocas palabras, el vacío religioso que habíamos perdido con el ateísmo comunista fue sustituido por los dogmas marxistas leninistas. El comunismo se había convertido en nuestra nueva religión, y ahora éramos fanáticos extremistas capaces de todo por hacer valer nuestras convicciones.

En la lucha política universitaria esto se traducía en el derrocamiento continuo y permanente de directores impuestos por la rectoría de la Universidad, que representaran a filósofos de derecha, conservadores, idealistas y otros especímenes. Tomábamos las instalaciones de la Facultad, y le prendíamos fuego a los pupitres, secuestrábamos camiones y los dejábamos atravesados en medio de la avenida Universidad, y así hasta que las autoridades universitarias doblaban las manos, y daban respuesta a nuestras peticiones.

Ser revolucionario en esa época de la Guerra Fría era riesgoso; en realidad serlo en cualquier momento de la historia lo ha sido. En el caso personal, como revolucionario del siglo XX, no se trataba de una condición de vida donde las circunstancias habían emergido y la crisis vigente nos había empujado a un liderazgo en un contexto de lucha política y militar, que nos conllevara a una revolución social.

Así fueron los revolucionarios anteriores al siglo XX, emergían espontáneamente ante los acontecimientos sociales; pero después de los bolcheviques, ser revolucionario implicó dedicarse a un oficio de naturaleza política. Nos preparábamos como cuadros del Partido Comunista Mexicano, para abanderar las causas sociales de los grupos oprimidos por el régimen político.

Durante este período de la Guerra Fría el régimen presidencial mexicano era autoritario y perseguía a los comunistas. No fui la excepción, a pesar de haber optado por la lucha política y no la armada. Los gobernantes tenían una paranoia anticomunista que justificaba la persecución y desaparición de los militantes de izquierda. Además, los miembros de las organizaciones comunistas armadas desconfiaban de los comunistas no guerrilleros. Había amenaza por todos lados.

Afortunadamente, mi frater mayor, Héctor, había egresado de la Academia de Policía Estatal, la primera generación, y tenía mucha vocación para ese oficio, se había ganado la buena voluntad de sus colegas ya que era un hombre cabal, de palabra, valiente y con gran sentido de solidaridad con los compañeros, especialmente en situaciones de peligro.

Un amigo de Héctor, también policía, pero del área secreta, le decía una y otra vez: “Dile a tu hermano que tenga cuidado, lo están siguiendo”. Efectivamente, por las mañanas salía de mi casa ubicada en calle Nilo, colonia Mitras Norte, subía a mi vocho, para llevar a mi linda esposa María Luisa y a mi figlio, aún en brazos, Arturo, y apenas doblaba por la avenida Simón Bolívar, un carro negro Ford, me seguía todo el trayecto hasta que llegaba a la secundaria donde trabajaba.

Sabían todos mis pasos, qué hacía durante el día, dónde trabajaba, dónde vivían mis padres, dónde me reunía para encuentros con políticos, dónde estudiaba en la universidad…

Iniciando el mes de enero de 1973, el amigo del frater Héctor, le avisó de manera lacónica: “ya van por él”. Sin pensarlo dos veces, Héctor llegó a la secundaria donde trabajaba, me explicó la situación, me subí a su carro, nos detuvimos en un teléfono público donde me comuniqué con mi cuñado Javier para que trasladara a mi familia fuera de la ciudad.

Héctor condujo esa noche hacia el sur del estado, allí, en un camino de terracería de la comunidad Los Tamez, llegamos al pie de la montaña, bajamos del vehículo y nos internamos en la sierra. Después de varias horas llegamos a una cabaña sumamente rústica, pero era mejor que nada. Allí permanecí durante semanas, incomunicado y escondido de mis persecutores.

Dormir en la profundo de la sierra es distinto de lo que había vivenciado como niño en los Arroyos, en Montemorelos. Aunque era una comunidad pequeña y lejos de la cabecera municipal, había gente, las luces de las lámparas de petróleo, brillaban tenuemente. Pero ahora era diferente, el ruido de la fauna de la montaña no me permitía conciliar el sueño, además, en el techo de la cabaña había una víbora que se escondía y me observaba sigilosamente, era una serpiente arroyera de cola negra.

El frater Héctor me traía víveres cada semana, cuando le comenté lo de la culebra, me dijo, “mejor tenle miedo a las víboras que te están buscando allá en la ciudad”. Me dejó algo de frutas, pan, café, azúcar, miel, pan y unos trozos de carne para asar. Antes de irse me advirtió que preparara el bistec lejos de la cabaña y dejara los sobrantes en un lugar apartado.

Desoí sus consejos, hice una fogata afuera de la cabaña y metí la comida restante cerca de donde dormía. Pronto escuché pasos alrededor, me asomé por la pequeña ventana, pero estaba muy oscuro. Los gruñidos de un animal se volvieron más intensos y comenzó a intentar derribar la puerta. Había una mesa de madera y la atravesé para que contuviera la fuerza de la bestia. Al ver infructuosos sus intentos, la fiera se acercó a la ventana de la cocina, era pequeña, y la quebró de un manotazo, observé la garra peluda con enormes y puntiagudas uñas, arañando el lugar y tratando de entrar a mi refugio.

Miré por una rendija de las tablas que fungían como pared, y logré contemplar la silueta erguida de un animal de aproximadamente 9 pies de alto, muy musculoso, la espalda era enorme. Seguramente es un oso pensé nuevamente, aunque me sorprendía la habilidad para desplazarse, de manera continua, erguido en dos patas.

Como pude logré deshacerme de la comida, la arrojé por la ventanilla, y la enorme bestia se esfumó en lo profundo del bosque, llevándose consigo todo el botín. Lo vi disiparse caminando alzado, “debe ser un oso en dos patas” pensaba una y otra vez, tratando de convencerme, los había visto en algún circo, o cuando los cazaban en el área del Álamo, en Santiago, pero este era enorme y tenía mucha facilidad para desplazarse de esa manera tan excepcional.

Con el transcurrir de los días, me encontraba cada vez más desesperado y con ganas de huir de ese lugar, temía que la creatura salvaje volviera a visitarme. Semanas después, el frater Héctor logró contactar con el secretario de Gobierno, un hermano masón del grado 33, a quien yo le tenía gran estima, era mi maestro y él sabía del aprecio y respeto que me inspiraba. Me ayudó, intervino a través del gobernador del Estado, para que la policía federal se olvidara de mí, al menos momentáneamente, y me quitara de su lista negra.



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