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Opinión Editorial


Halloween


Publicación:28-10-2024
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Cuando trabajé como profesor en el nivel de secundaria, las autoridades escolares nos insistían en que debíamos fomentar las costumbres.

Cuando trabajé como profesor en el nivel de secundaria, las autoridades escolares nos insistían en que debíamos fomentar las costumbres, valores y tradiciones nacionales, y no las norteamericanas; esto en alusión al Día de Halloween y al Día de los Muertos, ambas tradiciones distintas, por supuesto, pero me llamaba la atención la proximidad de ambas en cuanto a las fechas.

A nivel familiar, la única tradición que sobrevive es, por parte de mis hermanas, acudir al panteón a remozar la tumba donde yacen los restos mortales de mis papás y un par de hijos de la familia Delgado Santos (Martincito y Columba), que en paz descansen. Digo una tradición que sobrevive a medias porque se ha vuelto peligroso acudir al panteón.

Recientemente un sobrino fue a visitar la tumba de su papá (mi hermano José), y desafortunadamente, al lado del camposanto se instaló tiempo ha un grupo de posesionarios que allí se arraigaron. Pero ahora atemorizan a los visitantes; a este sobrino querían robarle la camioneta de lujo, considerando que la tumba se encuentra a escasos metros de las viviendas de estas personas y solo la divide una barda endeble que permite el paso de un lado al otro sin dificultad.

Cuando vivíamos en la colonia Country, mis figlios acostumbraban, en la fecha del 31 de octubre, salir y recorrer las calles cargando una canasta en forma de calabaza naranja; los vecinos les entregaban dulces, naranjas o cacahuates, que acumulaban a lo largo del recorrido.

En una ocasión llegaron a la casa de una vecinita de nombre L., y el lugar se encontraba en penumbra; creyeron que no había nadie en casa, pero aun así procedieron con la cantaleta colectiva de ¡Halloween, noche de brujas, dulce o travesura! En ese momento abrió la puerta principal el papá de L., y con ojos llenos de rabia y la boca con espuma, jadeando y sujetando un garrote en la mano, salió al porche y gritó: "Aquí no harán ninguna travesura, ¡fuera de aquí!"

En realidad, la cantaleta respondía al equivalente en inglés de "trick or treat", pero el vecino, además de tacaño (por eso tenía apagadas las luces, no quería dar dulces ni nada por el estilo), resultó ser un verdadero orate. Luego nos enteramos de que había quedado desempleado y manejaba un taxi, con tan mala suerte que unos asaltantes intentaron robarle el automóvil, pero obviamente se resistió, lo mataron y lo aventaron dentro de la cajuela. Días después la policía encontró el vehículo en una brecha de García con el cuerpo en estado de putrefacción.

Siempre los hijos idealizan a los padres en algún momento de la vida y quieren seguir sus pasos; no fui la excepción a esa regla no escrita del destino. Así que siempre quise ser un líder social y un masón del grado 33, como lo fue mi padre. Lo intenté especialmente en este último aspecto, pero mi mente era demasiado racional y lógica, tenía una tendencia natural al materialismo, era en esencia una mente atea. Los masones tenían dudas bien fundamentadas respecto a mis posibilidades de ascender en esta gran hermandad. Eso del Gran Arquitecto, el Creador, el Eterno, el Todopoderoso, entre otros términos espirituales, mi mente no podía asimilarlos sin dudar de ellos.

Los hermanos masones, de manera diplomática, no pudieron negarme la entrada a la orden; el nombre de mi padre aún pesaba en la logia, así que idearon una prueba que consideraron difícil que pudiera superar; otros aspirantes no la habían tolerado y habían abortado su entrada y salieron huyendo de allí.

Un martes 31 de octubre del año 1978, me citaron en el antiguo edificio de la logia; allí me condujeron por las escaleras al sótano, donde había un calabozo totalmente oscuro, sin luz, ni agua, ni nada, solamente un extraño bulto al fondo en una esquina. Una vez adentro, echaron luz con sus linternas y pude observar de qué se trataba: un cadáver humano. El proceso de cadaverización se encontraba avanzado, así que el esqueleto era perfectamente visible. Cerraron la puerta de un golpe y quedé a oscuras allí adentro con el muerto.

Recordé que mi papá me había alertado sobre las pruebas que funcionaban como ritos de iniciación a la gran hermandad, pero no puse suficiente atención. En ese momento me arrepentía, pero seguramente tenía que ver con algunos de los valores de la organización, como reconocer las limitaciones humanas, la transitoriedad de la vida y la vulnerabilidad del ser humano. El muerto olía a humus, como a tierra mojada o algo así; la verdad, era un hedor desagradable, pero tenía que soportarlo. Pronto cerré los ojos y me quedé profundamente dormido. En mi sueño no bajé al Hades ni nada por el estilo, simplemente quedé desconectado, como inconsciente por horas, hasta que escuché los pasos y voces de los hermanos que regresaban. Abrieron la chillante puerta y se sorprendieron de encontrarme tan campante y con el muerto como almohada.

Un poco desconcertado, al no poder dejar a un lado mi mente atea y comunista, decidí apegarme al ejercicio del liderazgo político, donde podía avanzar con mayor facilidad. Realmente hubiera deseado que mi mente fuera más apegada a Platón, Descartes o Spinoza, pero no era así; era más rudimentaria, solo podía seguir las enseñanzas de Demócrito, Marx o Nietzsche. Era tan marcada esta tendencia que no pude evitar admirar a Oparin, con su concepción materialista de la vida.

Años después, viajé lejos, fuera de México; atravesamos con la familia el océano Atlántico y arribamos a Inglaterra, donde realicé mis estudios de doctorado en la Universidad de Sussex. Tan pronto llegué, me integré al comité de estudiantes, donde había algunos comunistas que hablaban español; pronto me hice amigo de ellos.

También tuve excelente relación con mis maestros, que eran profesores de gran renombre internacional. István Mészáros acudía frecuentemente con su distinguida esposa a mi departamento, donde cenábamos en familia. Igualmente, con Ernesto Laclau, con quien formé una profunda identidad y amistad a lo largo de los años venideros.

Un buen amigo, B. Arditi, estudiante de la universidad, me invitó a conocer a un grupo de amigos; pensé que se trataba de alguna célula clandestina del partido comunista inglés, o en el peor de los casos, terroristas separatistas de Irlanda del Norte. Para mi sorpresa, era una hermandad que no conocía, es decir, nunca había escuchado de ellos.

Arditi les comentó que era masón, así que tuvieron interés en entrevistarme. Acudí a las reuniones semanales que tenían en un bello departamento ubicado en la calle Dike Road, al sureste de la ciudad de Brighton. Eran individuos pudientes y con posiciones de poder en la localidad, inclusive a nivel del Reino Unido.

Se trataba de una célula de la Ordo Hermeticus Aurorae Aureae, hermandad de gran calado en cuanto a sus aportaciones escritas en temas esotéricos. Eran personas muy cultas, que habían abrevado no solo de los masones y rosacruces, además de los teósofos rusos y espiritistas franceses.

Después de meses de acudir a sus reuniones secretas, me citaron en un lugar en la campiña inglesa, en los alrededores de la ciudad de Hove. La cita me sorprendió, pero acudí decidido a continuar con mi aprendizaje en estos interesantes temas. Bajé de la estación del tren y avancé según las indicaciones que me dieron. Llegué a algo que parecía un cementerio; las tumbas estaban en el piso, cubiertas de losas, bastante austeras a mi parecer.

Allí encontré a un nutrido grupo de hermanos y hermanas; inmediatamente identifiqué a B. Arditi, con su alta estatura, medía un pie más que yo, tenía su pelo rizado y rojizo alborotado por el frío viento que corría en aquel lugar. Entendí que era mi prueba de iniciación; acercaron un cajón de madera, entré y me recosté. Arditi me dio una cantimplora de piel, la coloqué sobre mi pecho. Los hermanos con cuerdas procedieron a bajarme en aquel ataúd tres metros bajo tierra. Luego sellaron con una losa, quedando completamente a oscuras.

Este acto de iniciación tuvo lugar un domingo 31 de octubre del año 1982. Allí permanecí mucho tiempo, varios días supongo, al menos tres. En un inicio la cantimplora me sirvió como almohada, pero me despertó el sonido continuo de una respiración, como si alguien más estuviera allí; era un fuerte sonido que me impedía dormir: inhalaba fuertemente por la nariz y aparentaba exhalar por la boca. Comencé a sentirme incómodo.

La humedad del lugar me generó frío y volví a despertarme; toqué las paredes, la tierra parecía como lodo congelado. Traté de conciliar el sueño, pero había muchos susurros, como voces que siseaban, pensé que eran los difuntos que hablaban entre ellos. En esa tumba fácilmente había tres gavetas abiertas, con un par de muertos cadavéricos en cada una.

Un sueño profundo se apropió de mi alma, y comencé un viaje al lado del recuerdo de mi mamá María Luisa, que de la mano me llevaba recorriendo cada segundo de mi existencia, desde el momento en que residía placenteramente en su vientre, pasando por el parto, la lactancia, mis primeros pasos en aquel campirano lugar de Los Arroyos, en Montemorelos, mi primer día en la escuela, y así sucesivamente hasta que un fuerte ruido me despertó.

Escuché con claridad que algo o alguien estaba arriba de la losa; pensé que los hermanos habían regresado, pero no fue así, más bien era algún tipo de animal o bestia, porque gruñía y arañaba la lápida tratando de abrirla. Su olfato me había identificado y jadeaba desesperado. Sus gruñidos aumentaron de tono al no lograr mover la tapa del sepulcro, y la bestia aulló con todas sus fuerzas.

Cuando pensé que ya se había ido, tomé un sorbo de agua de la cantimplora, y el animal volvió con sus intentos de abrir la cubierta superior; allí comprendí que no se había retirado, sino que se había echado sobre la losa esperando que tratara de salir de allí.

El sueño me venció, y luego desperté cuando escuché que la losa se abría lentamente; pensé que era mi final, pero afortunadamente eran los hermanos que habían regresado. Cuando les platiqué lo que había vivido allí abajo se asombraron. La presencia de la bestia lobo, según ellos, antiguamente conocido como La Bête du Gévaudan, no era algo usual; al contrario, ocurría contadas veces cuando las fuerzas oscuras deseaban detener a algún aspirante a adepto en su desarrollo espiritual.

Después de este rito de iniciación comprendí que había recorrido los senderos del Yesod y había salido victorioso. Ahora era un nuevo y orgulloso miembro de la Hermetic Order of the Golden Dawn.



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