Opinión Editorial
Otro cuento de Navidad
Publicación:26-12-2023
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Pero cada vez que mi mano tocaba la cabeza de la mascota acudían a mi mente ideas horribles de odio a la Navidad
Cuando llegué a Monterrey junto con mi familia, hace más de medio siglo, una de las cosas más interesantes que descubrí es que existía algo denominado: fiestas decembrinas; una de ellas era desconocida para mí: la Navidad. Allá en San Agustín de los Arroyos nadie tenía el concepto actual de decorar un pino canadiense con luces centelleantes, y rodearlo con un nacimiento que simbolizaba la llegada de Jesús a la ciudad de Belén. Tampoco se preparaba pavo relleno, bañado con gravy. El intercambio de regalos navideños nunca lo conocimos.
En la época en que viví en San Agustín de los Arroyos no teníamos las influencias actuales de este tipo de costumbres y fiestas, no había electricidad, después llegó la radio y el teléfono, pero era difícil acceder a estos medios, la tecnología apenas se avizoraba a la distancia.
Mi asimilación a la cultura regia fue muy rápida, así que la familia fue apropiándose de las tradiciones y costumbres de la ciudad; la celebración de la Navidad, el Año Nuevo y el Día de Reyes, se instalaron de manera natural en las actividades familiares de fin de año.
Mi mamá María Luisa, católica y montemorelense, llevaba en su corazón el sentido religioso de esta fiesta litúrgica. Era una mujer de tez blanca, pelo ondulado delgado, de baja estatura, muy aprensiva, protegía fervientemente a sus vástagos, era sumamente apegada a los vínculos familiares, no toleraba que los hijos estuvieran lejos de casa, los hermanos mayores ya casados vivían cerca y ella esperaba puntualmente su visita para estar tranquila.
En este contexto de unidad familiar, las fiestas decembrinas representaban para ella un sentido de gratitud con la vida, acudía a la misa de Nochebuena, y después a la misa de los Santos Inocentes, también a la misa de Gallo, que era la primera misa del Año Nuevo, y luego a la misa de Reyes, y a la de la Virgen de la Candelaria. Era ella, junto con mis hermanas, fieles católicas que asistían asiduamente a la iglesia de San Pedro Apóstol.
Mi papá no era católico, tenía desconfianza de los charlatanes que acudían con frecuencia a San Agustín de los Arroyos, y que declaraban el milagro de una aparición religiosa católica, y comenzaban a lucrar con este suceso que atraía mucho a los habitantes. Mi papá era masón y eso influyó en que me identificara más con esta fraternidad hermética.
Durante mi estancia con esta comunidad esotérica, comprendí algunos temas que generaron disonancia cognitiva en mi mente. La fecha de nacimiento de Jesús de Nazareth en diciembre era poco probable, considerando que en Belén hace mucho frío en esa temporada, imposible para que pudiera nacer en un establo con esas condiciones adversas. Me enseñaron que la fecha real de nacimiento fue el 21 de agosto, en pleno verano, lo cual me parece más lógico.
También me explicaron que el nacimiento ocurrió cuatro años antes, debido a las diferencias del calendario gregoriano y el juliano. Esto nos hace considerar que cuando fue crucificado, Jesús tenía 37 años, lo cual también me parece verosímil, considerando que era una persona más madura desde el punto de vista psicológico que una de 33.
Aprendí que se ajustó la fecha en diciembre para que coincidiera con las fiestas paganas romanas del solsticio de invierno, un sincretismo necesario que también me parece comprensible, considerando que el cristianismo requería abrirse paso en la mentalidad religiosa romana de la época.
Otro aspecto sobre el que reflexioné fue cómo los magos de Persia que llegaron con el rey Herodes seguían a un astro, denominado Estrella de Belén, que se desplazaba para guiarlos, lo que significa de entrada que, si se movilizaba ágilmente en el cielo, entonces no era propiamente una estrella. ¿Entonces qué era?
En estas divagaciones me encontraba en la víspera de Navidad, cuando apareció la figlia Carolina. Observé que traía consigo un misterioso paquete, se acercó al sillón mohíno donde acostumbro a sentarme enfrente del pino de navidad. Debo confesar que me reconforta observar cómo se prenden y apagan las luces que lo rodean, además de que las figuras del Nacimiento me recuerdan vivencias familiares significativas que ya anoté aquí.
"Se trata seguramente de un regalo sorpresa", pensé, así que esperé a que ella me sorprendiera y vaya si lo hizo. De la misteriosa caja emergieron las patas de un animal. "Es un perrito, abuelito, mejor dicho, una perrita" aclaró la figlia. Vi aparecer esas patas peludas de color gris con tonalidades blancas y negras, luego el cuerpo completamente rojo, esto a que lo cubría un suetercito de ese color, luego sale la cabeza de la mascota cubierta con un gorrito de navidad, con un mechón blanco en la punta.
La figlia Carolina me explicó que no era un regalo, más bien un compromiso; una amiga tuvo que salir de la ciudad por motivo de las fiestas decembrinas, y le encargó que cuidara del animalito, pero a su vez, la figlia tenía hoy, por motivo de la Nochebuena, que acudir a un compromiso social y le era imposible encargarse de esta responsabilidad, así que pensó que su Nonno (o sea yo) podría ayudarla para resolver esta situación.
Me lo entregó y se fue a su fiesta. Me dijo que la perrita respondía (es un decir, porque nunca me hizo caso) al nombre de Romel, Romelia o Romelina, la verdad es que no le entendí muy bien. Ya en mis brazos y de cerca, pude observar el rostro de aquel animalito, cuando lo vi con detenimiento me estremecí, parecía como un horripilante duende, inevitablemente me recordaba la cara del Grinch del Dr. Seuss.
Nunca había visto una perrita tan horripilante. Según la figlia se trataba de una raza muy fina, que costaba miles de dólares, Shih Tzu o Shnauzer o algo así, pero su cara era verdaderamente desproporcionada, su hocico torcido y su pelaje desordenado, lo único que me daba la certeza de que se trataba de una perrita, es que le hablaba y el animalito meneaba la colita.
Decidí olvidar el asunto de la estética y me concentré en acariciarla para que permaneciera en mi regazo. Pero cada vez que mi mano tocaba la cabeza de la mascota acudían a mi mente ideas horribles de odio a la Navidad. Lo único que se me ocurría era que todo aquel que pensara en estar feliz durante la Nochebuena y el día de la Navidad, se viera frustrado en este propósito. Imaginé a las familias pelando enfrente del pinito, criticando los regalos recibidos, vomitando el pavo y escupiendo los buñuelos, veía como se incendiaba el pinito canadiense por un cortocircuito y ardía la casa y, todos los allí congregados, salían despavoridos a la calle viendo la sala en llamas con todo y Nacimiento...
Observé que cuando la Romel se alejaba de mí, los pensamientos negativos se iban de mi mente, pero cuando la perrita volvía a mi regazo y la acariciaba, mi mente se trastornaba peor que la de un Grinch viviente.
Desesperado cogí el celular y llamé a la figlia, pero no contestó. Quería decirle que "la Romel está a mi lado en el sillón, y no paro de pensar en que algo malo sucederá esta Navidad, la amargura me invade, estoy a punto de destruir los regalos..."
¡Ring, ring, ring", o una onomatopeya similar me indicó que había una llamada entrando a mi celular. Le explico a la figlia Carolina lo que me ocurría, y ella me responde que no me preocupara, eso se debe a que solo he visto la fealdad de la Romel, pero que ahora pruebe lo contrario, que la imagine hermosa y bella como es, tierna y cariñosa, entonces mi visión de la Navidad cambiará inmediatametne para bien...
Me tranquilicé y pensé: "Bueno, al menos ya tengo una posible solución al asunto, o a lo mejor la cosa está más enredada que antes... pero con intentarlo no pierdo nada...¿O sí?"
« Arturo Delgado Moya »