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Opinión Editorial


Escribir desde el subsuelo


Publicación:17-11-2021
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La vigencia de un creador está en su capacidad para seguir diciéndonos cosas nuevas a lo largo del tiempo, y no en la cantidad de homenajes y reportajes

Tengo, lo confieso, cierta reticencia a las efemérides literarias. Mi desconfianza no es gratuita ni arbitraria: han sido una estrategia que el periodismo, los medios de comunicación y las industrias culturales han explotado desde hace casi dos siglos para vender periódicos o libros (y ahora para conseguir visitas y visualizaciones en las publicaciones digitales). En 1917, Alfonso Reyes reparaba, desde la prensa madrileña, en ese “volver los ojos al pasado con un sentimiento casi religioso”, y explicaba que había sido Auguste Comte quien, al idear su Calendario positivista en 1844, había inaugurado esta estrategia de la memoria pública que consistía en honrar cada mes a un personaje que hubiera contribuido al desarrollo de la humanidad. Pero una cosa es honrar el recuerdo y otra celebrarlo. La primera acción es una muestra de respeto y admiración; la segunda, un pretexto para el boato. No generalizo, por supuesto. Me parece, sin embargo, que ahora el recurso de la efeméride se ha prestado más al espectáculo que a la reflexión. Y tal vez no haya nada malo en ello, aunque no deja de provocarme inquietud. 

Hace unos días se cumplieron doscientos años del natalicio de Fiódor Dostoievski y, al ver la cantidad de notas y artículos publicados en torno a este acontecimiento, dudé si debía agregar más leña al fuego.  La tentación es grande: cómo no decir nada de un autor como él, que le dio una vuelta de tuerca a la narrativa moderna. La monumentalidad puede ser también un problema crítico: aceptar sin más la “universalidad” de un escritor o de un artista implica también cerrar la puerta al cuestionamiento y el diálogo. La vigencia de un creador está en su capacidad para seguir diciéndonos cosas nuevas a lo largo del tiempo, y no en la cantidad de homenajes y reportajes que reciba tras su fallecimiento. Nadie como Dostoievski encarnó mejor ese dilema: Pobres gentes (1846), su primera novela, le valió el reconocimiento del gremio cultural (recibió, incluso, la “bendición” de Visarión Belinski, el principal crítico literario ruso e impulsor de la renovación artística en aquel imperio). Él se asumió entonces como escritor y se aventuró a la experimentación formal con El doble, su siguiente trabajo. Eran años de revoluciones sociales (la famosa revuelta de 1848 en Francia) y no tardó en abordar esa locomotora de carbón y acero. El resto de la historia es conocido: fue apresado, se le montó un falso fusilamiento y se le exilió en Siberia durante cuatro años. Luego ingreso al ejército, y pasó diez años sin publicar (transitó de la vanguardia política a la retaguardia conservadora). La conversión se había cristalizado. Dostoievski dejó los cenáculos y las poses de artista y comenzó a escribir desde las profundidades de la contradicción humana: “Soy un hombre enfermo... Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. De todos modos, nada entiendo de mi enfermedad y no sé con certeza lo que me duele. No me cuido y jamás me he cuidado…”, así comenzaba el narrador de memorias del subsuelo (1864). No hace falta añadir nada más.

La crítica no ha terminado de ponerse de acuerdo con respecto a su legado literario. Eso, creo yo, es un gran aliciente: cada cual encuentra en sus obras algo diferente. Para Joseph Frank, su biógrafo, la pérdida de su reputación literaria, tras su encierro, lo llevó a plantearse el peligro de llevar a la práctica las ideas radicales (Iván Karamazov, entre muchos de sus personajes, encarnaría este dilema magistralmente).  Vladimir Nabokov, por el contrario, le restaba grandeza. Para él, el autor de El jugador no era “un gran escritor, sino un escritor bastante mediocre; con destellos de excelente humor, separados, desgraciadamente, por desiertos de vulgaridad literaria”. Nabokov llegaba incluso a censurar la elaboración de sus personajes: les faltaba trazos y profundidad, sentenciaba. El gran crítico ruso, Mijaíl Bajtín, sostenía lo opuesto: “Dostoievski, igual que el Prometeo de Goethe, no crea esclavos carentes de voz propia (como lo hace Zeus), sino personas libres, capaces de enfrentarse a su creador, de no estar de acuerdo con él y hasta de oponérsele”.  De esta aguda lectura heredamos un concepto que se volvería característico de la narrativa moderna: la polifonía. 

Todo este océano de lecturas y opiniones heterogéneas me animan a honrar la memoria de Dostoievski a través de la lectura y no de la celebración de su efeméride, después de todo él nos enseño a escribir desde el subsuelo: un refugio ante un mundo que no ha parado de volverse espectáculo y simulacro. 



« Víctor Barrera Enderle »