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Opinión Editorial


Un clavo en la pared


Publicación:19-01-2023
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A veces, la mejor escritura posible es la lectura: contemplar ese clavo desnudo en la pared, mientras llega el momento de colgarle algo

No sé porque últimamente me ha dado por evocar la figura de Julio Torri, supongo que la relectura de sus ensayos breves ha tenido mucho que ver. Esa escritura precisa y estilizada sigue deslumbrando y muchos de sus lacónicos juicios críticos sorprenden hasta el día de hoy. Pero la imagen que se impone en mi mente es la del espigado lector y sus conductas públicas. Torri había llegado a la ciudad de México en 1908, con casi veinte años a cuestas, dejando atrás su natal Saltillo para asistir a la Escuela Nacional de Jurisprudencia. Muy pronto se unió al grupo que sería conocido un poco después como Ateneo de la Juventud. En esos días, él y sus compañeros vestían de oscuro y se colgaban capas españolas y organizaban rebuscados planes de lecturas que iban de Platón y Plotino a Nietzsche y Bergson.  Querían ser, al mismo tiempo, clásicos y modernos, y dedicar la vida al arte y la cultura. Al poco tiempo estalló la revolución y vino la diáspora. Los amigos se fueron, la ciudad se llenó de bayonetas y Torri se quedó.

            Trabajaba en oscuras oficinas de gobierno, timbrando documentos y archivando papeles; por las tardes visitaba las librerías de viejo; y por las noches dictaba sus clases de literatura en la preparatoria. Así, fue formando paulatinamente su primera biblioteca (bautizada por sus amigos como la “Biblioteca del Estudiante Pobre”), y definiendo sus procedimientos creativos: “Mi esterilidad se ocupa en coleccionar epígrafes”, le confesaba, en una carta, a su amigo Alfonso Reyes (autoexiliado en París) el 24 de diciembre de 1913, y un mes después reafirmaba: “Yo, trabajo ahora géneros de esterilidad, como poemas en prosa…”  Su manera de escribir resultaba a todas luces singular: “tomo un buen epígrafe de mi rica colección, lo estampo en el papel, y a continuación escribo lo que me parece, casi siempre un desarrollo musical del epígrafe mismo. Es como si antes de comprar un vestido, adquirieras el clavo del que lo has de colgar”.  De ese clavo desnudo en la pared de su habitación, Torri fue colgando pacientemente fragmentos y párrafos insuperables hasta completar, en 1917,  su primer libro: Ensayos y poemas: pieza única de la literatura mexicana. En las primeras páginas de ese pequeño volumen  el autor  advertía a la hechicera Circe: “Mi destino es cruel. Como iba dispuesto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.

            La lectura desordenada de los ensayistas ingleses (Charles Lamb y Thomas de Quincey), de los clásicos españoles (toda la colección de la Biblioteca Rivadeneyra), de la literatura francesa moderna (Marcel Schwob y Francis Jammes), y de los rusos (Gogol, Tolstoi y Dostoievski) temperó su escritura y lo hizo vivir de manera libresca, provocándole frecuentemente el temor de dejar de ser un míster Hyde para convertirse en un doctor Jekill. Y un poco lo fue. El crítico Emmanuel Carballo lo describía, en los años cincuenta, como producto del artificio y resaltaba su carácter crepuscular y nocturno: “Encerrado de sí mismo, dueño de un mundo lúcido y autosuficiente, Julio Torri ve pasar la vida y no le acongoja permanecer inmóvil ante los honores y la fama”.

            En 1940, tras un largo silencio de más de veinte años, publicó: De fusilamientos: otra rara avis de nuestras letras (que por aquellos días experimentaban el auge de la narrativa de la revolución). Una de sus piezas, “El descubridor”, contine la poética de Torri: “A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la ruda faena, pues la veta no es profunda…” El secreto radica en saber cuándo detenerse, en no escribir por inercia ni seguir o repetir fórmulas: “¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos de un manto que se acabó hace mucho!” Sabio consejo para los días que corren. A veces, la mejor escritura posible es la lectura: contemplar ese clavo desnudo en la pared, mientras llega el momento de colgarle algo. 



« Víctor Barrera Enderle »