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Opinión Editorial


Detonaciones


Publicación:24-08-2021
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Rescatar historias perdidas ayuda a la memoria colectiva; y nos enseña, de paso, que detrás de los hechos concretos y materiales, hay ensoñaciones y pasiones

Para mi amiga Azalea

Esta historia no está registrada en los anales de la literatura nacional, sencillamente porque no pasó en la ciudad de México; tampoco su consecuencia, un poema, forma parte del canon literario. Un mañana del agónico año de 1899, dos estudiantes del Colegio Civil de Nuevo León organizaron una excursión al Cerro del Obispado, al poniente de Monterrey. A los amigos los unía el amor a la literatura, aunque a uno le interesaban más los misterios de la creación y ya se había aventurado a visitar los paraísos artificiales, descritos por uno de sus dioses tutelares: Charles Baudelaire (“Todo libertinaje perfecto requiere un ocio perfecto”, aconsejaba el poeta del Spleen). Se llamaba Felipe Guerra Castro y, por aquellos días, se enfrascaba en la redacción de su poema “Delirio”, que se publicaría en 1901, causando conmoción (más por su temática, que por su forma) en la sociedad regiomontana del cambio de siglo. El otro amigo era Héctor González, periodista en ciernes y futuro historiador cultural, entre otros muchos oficios. Escapar de la ciudad y mirarla desde la lejanía no era sólo un paseo sino una manera de reafirmar vocaciones. Desde la cima de esa pequeña montaña, a la sombra del antiguo Palacio de Nuestra Señora de Guadalupe (conocido popularmente como el Obispado), los amigos confirmaban la complicidad y el gusto estético: sabían que tendrían, eventualmente, que estudiar la carrera de Derecho y tratar de llevar una vida organizada y productiva, pero desde esa cima disfrutaban la evasión y aventuraban posibles tramas y formas para poemas y novelas.

            La única referencia que tengo de este episodio la encontré en la paginas amarillas de la primera edición de Siglo  y medio de cultura nuevoleonesa, del propio Héctor González (un ajado libro de pastas duras  publicado por la editorial Botas en 1946), y dice así: “Muchas veces, cuando en nuestros inocentes paseos de estudiantes, escalamos la cima del Cerro del Obispado, nos divertíamos contemplando el paisaje y Felipe se extasiaba mirando los trenes o las locomotoras […] que cruzaban el valle por el camino que va de Monterrey a Saltillo”. El silbato de una de esas locomotoras detonó  en el joven escritor la idea de un poema pasional y desequilibrado, con un ritmo vertiginoso: “… y crecía el espanto, y la angustia crecía, / y humeaba en mi diestra el puñal todavía…” La detonación como el engarce entre la vida cotidiana y la vida imaginada.

            Casi noventa años después yo solía escalar ese mismo cerro (cuando me tomaba alguna mañana libre de mis clases preparatorianas), buscando escapar también del peso de la realidad. Miraba a la ciudad crecer desordenadamente mientras contemplaba la vieja edificación que corona la montaña como una cápsula de tiempo: esas paredes de sillar, pensaba entonces, vieron la llegada de las tropas norteamericanas en 1846, el arribo (y la salida) de Juárez en 1864, la inundación de 1909.  Y me preguntaba: ¿seguirán esos muros aquí cuando la ciudad sea una ruina? ¿Cuántas batallas y catástrofes tendrá todavía por delante? Hasta ahora han sido varias: la violencia de la actual necropolítica, la pandemia, sumo y sigo…

            Rescatar historias perdidas ayuda a la memoria colectiva; y nos enseña, de paso, que detrás de los hechos concretos y materiales, hay ensoñaciones y pasiones (y también pesadillas). Tal vez por eso me entretengo rastreando las detonaciones de poemas y obras hoy olvidadas. Pienso en la excursión de esos amigos y aspirantes a literatos mientras contemplo la cima del Obispado, escondida entre rascacielos y nubes de esmog. ¿Hacia dónde podemos escapar ahora? La ciudad nos persigue a todas partes, con su ritmo desquiciante y su bombardeo de sobreinformación.  Tendremos que buscar (o inventar) nuestras propias detonaciones.



« Víctor Barrera Enderle »