banner edicion impresa

Opinión Editorial


Censura


Publicación:06-04-2022
version androidversion iphone

++--

De cuando en cuando regresa a la esfera pública el tema de la censura en materia de producción y consumo culturales

De cuando en cuando regresa a la esfera pública el tema de la censura en materia de producción y consumo culturales. Es un zarpazo que rasguña tanto al acto creativo como a la lectura. ¿Qué se puede decir y qué no? ¿Cuál obra es aceptable y cuál es perjudicial? Ese sería el cuestionamiento que resumiría al máximo el debate. Sin embargo, el mismo hecho de formularlo nos obliga a hacer otras inquisiciones: ¿quién decide qué se debe censurar?, y ¿cuáles serían los criterios para legitimar tal acción coercitiva? (O algo más grave aún, ¿por qué alguien ajeno a mí debe legislar sobre lo que puedo o no puedo leer, ver o escuchar?) No hace falta decir que el detonante de estas líneas es la noticia (inflada, tergiversada, como toda información destilada en el alambique de las redes sociales) sobre algunas universidades e instituciones públicas occidentales que han cancelado cursos y lecturas de autores y obras rusos. Ese caso, sin embargo, no es el único ni tampoco será el último. La prohibición, lo sabemos, puede ser contraproducente, y a menudo lo es, pues termina por convertirse en aliciente para la lectura a escondidas. Una de las primeras imágenes que se me viene a la mente cuando se habla de expurgar libros y autores es la del cura y el barbero en el Quijote, fiscalizando los volúmenes en la pequeña biblioteca particular de Alonso Quijano, a petición del ama y la sobrina del caballero de la triste figura: “-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo”. 

J. M. Coetzee ve en el acto de la censura una actividad “olfativa”: detectar el “mal olor” de las obras y retirarlas del mercado y el espacio público, como si fueran propagadoras de la peste. Actividad canina y aduanera. Sin embargo, mantiene una postura “ambigua” sobre el asunto: “No me gusta la censura; donde existe, me gustaría que se aboliera; creo que ser censor es una ocupación innoble. Al mismo tiempo, sospecho que sería una pena que todos los límites desaparecieran: de manera abstracta creo que debería haber límites para lo que es lícito, aunque sólo fuera como una forma de hacer posible la transgresión”. ¿Hasta dónde llega el imperio de la ley? ¿Posee jurisdicción en el campo de las artes? La reciente e infame bofetada, propinada por un actor a un comediante, muestra gráficamente la acuosa e informe demarcación de este dilema y nos hace cuestionarnos también por los límites del humor.  

Entre más se agranda el poder de la censura (¿o quizá debería decir ahora “el poder de la cancelación”?), se hace más evidente, tal como lo advierte Coetzee, el rol de la atribución de la culpa. No sólo es imperativo retirar obras y autores, sino además señalarlos, inculparlos. Son célebres algunos casos, como los juicios a Flaubert y Baudelaire, acusados de obscenidad por sus obras Madame Bovary y Las flores del mal. Celebrados en enero y en agosto de 1857, los juicios tuvieron como abogado imperial a Ernest Pinard, quien esgrimió como justificación para argumentar sus acusaciones las ofensas a la moral religiosa y a la moral pública. La lectura de las actas, dejando de lado la añeja moralina decimonónica, nos coloca ante el inicio del dilema (que pervive hasta hoy) de la relación entre el autor y su obra. Casi cien años después, se montó un juicio parecido a Lawrence Ferlinghetti por editar (en 1956) el poema Aullido de Allen Ginsberg. El cargo: venta de material obsceno. ¿Sumo y sigo?  Ahora, es importante señalarlo, no hace falta solicitar el ejercicio de la ley, es suficiente la convención mediática para asestar el golpe. 

No parece existir una salida al dilema de la censura, y tal vez ése sea el laberinto que más estimule la creación artística: luchar día a día para salir de él. Sólo me resta advertir, a guisa de consejo y confesión, que la lectura clandestina es una forma secreta de felicidad.



« Víctor Barrera Enderle »