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Relato de la cuarentena: Allá en el fondo, un recuerdo

Relato de la cuarentena: Allá en el fondo, un recuerdo
Escupir furtivamente los huesitos de las ciruelas, saltar sobre las camas, negarse a hacer la tarea lo suficiente, solo lo suficiente, para conseguir de mamá un regaño cargado de cariño latente.

Publicación:07-07-2020

TEMA: #UANL  

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Como parte de la serie Relatos e imágenes de la cuarentena, publicamos un relato de César Alejandro Valdés González, con fotografía de Luis Díaz Flores.

Como parte de la serie Relatos e imágenes de la cuarentena, proyecto coordinado por la Editorial Universitaria de la UANL y Tresnubes Ediciones, publicamos un relato de César Alejandro Valdés González, con fotografía de Luis Díaz Flores.

El idilio de la infancia se desvanece ante un mundo dominado por la presencia de la muerte. En el relato Allá en el fondo, un recuerdo, el autor César Alejandro Valdés González dirige su relato entre los pasillos de su pasado infantil, el patio de juegos en compañía de su hermano, la visita a casa de su abuela, ese encuentro cara a cara con la muerte.

Ubicada al fondo de la casa, la habitación de la abuela era el umbral hacia otra dimensión, esa donde convivían los recuerdos, entes que se adhieren a los moribundos.

Y es así, a través de las ciruelas, los pasillos, las estancias familiares, las visitas a la casa paterna, que el narrador utiliza los recuerdos para aminorar la inminente llegada del ocaso.

Sin embargo, ya adulto, repara en sus posturas infantiles. Al regresar a casa de sus padres, muchos años después de que la bisabuela hubiera muerto, el autor confiesa que algo de aquella casa ha perdido su brillo.

Acompañada de un fotomontaje de Luis Díaz Flores, Allá en el fondo, un recuerdo forma parte del ciclo Relatos e Imágenes de la Cuarentena.

Allá en el fondo, un recuerdo

César Alejandro Valdés González

De casa recuerdo cosas luminosas, cosas bellas, cosas inmaculadas. Amplias estancias, una sala beige que parecía no ensuciarse nunca. Jugábamos en el amplio jardín –al menos me parecía amplio en esos días– y nos correteábamos alrededor del delgado árbol de ciruelas.

Éramos niños felices, creo. Rogelio y yo pasábamos la mayor parte del tiempo jugando en el patio. A veces, cuando las hojas se acumulaban un poco o el pasto se veía algo crecido, una fugaz sonrisa homicida se asomaba en mi cara y empujaba bélicamente a mi hermanito. Caía sobre las hojas, rodaba, sangraba su rodilla, pero nunca pasó nada más.

En esos días no existía la muerte, todo era eterno. Pasamos una infancia feliz sin presentir por aquellos días el inminente divorcio, ni los problemas económicos que vendrían después, ni nada de eso. Para nosotros todo era ciruelas y correr alrededor de los muebles y ver partículas de polvo danzar a través de la blanca luz que atravesaba las marmóreas cortinas.

Visitábamos a la abuela muy de vez en cuando. El terror se asomaba en el estómago desde que llegábamos a la colonia. La calle estaba llena para mí de mil presagios de lo más funestos: un tenue pero interminable olor a carne quemada que venía de quién sabe dónde, una vagabunda sucia y con dientes carcomidos que nos espantaba cuando íbamos a la tienda. De inmediato me llegaban a la mente vagos relatos familiares.

Mi madre narrando historias de brujas, de luces inexplicables que presenció en aquella casa, sentada en el techo, fumando a hurtadillas. En las fiestas familiares juraba empecinadamente –ante las risas poco disimuladas de los demás– que “El caníbal de la Guerrero” había sido su vecino.

Que cierta vez, movida por un impulso inefable, se levantó a media noche y caminó entre los autos. Miró por entre las rejas de la tercera casa y vio cómo se cometía un asesinato; cómo un hombre removía la piel de una jovencita, dejando al desnudo la carne rojiza. Mitologías familiares que me llenaban de terror y de curiosidad.

Para mis padres la travesía parecía siempre estar cargada de remordimiento. Iban a regañadientes y llevaban canastitas con frutas o bolsas del supermercado, como un tributo, como una penitencia. Seguramente el otro precio era más alto: preocuparse genuinamente por aquellas viejas mujeres y no relegarlas al olvido.

Al entrar a la casa de inmediato llegaba el olor a viejo, las manos arrugadas que buscaban desesperadamente unas mejillas qué pellizcar y que se asían vampíricamente a nuestra piel infantil.

Rogelio y yo, como disimulándolo pobremente, dábamos un pasito atrás, girábamos la cabeza, evadíamos las caricias elogiosas e incómodas. Saludábamos a mi abuela con cierta distancia, desconfiados. Después, escondidos detrás del fregadero, nos limpiándonos las marcas de los besos y las babas centenarias.

Los adultos se sentaban en la diminuta mesita de mi abuela. Discutían temas que poco nos importaban a Rogelio y a mí, forzando la convivencia de todos. A nosotros, los pequeños, no se nos escapaba lo incómodo de la situación. ¿Por qué los adultos iban a donde no querían ir y hablaban de cosas que no parecían importarles? Era un misterio.

A veces, cuando el calor de la casa subía por el amotinamiento de los cuerpos y las bebidas calientes, una suave sensación de comodidad se colaba hasta los huesos. Aquello llegaba a sentirse casi agradable, como el cálido abrazo de una madre o como cuando uno se cobija de más y uno se queda plácidamente dormido. O como cuando uno espera en el auto en un día veraniego.

Primero el bochorno es incómodo, casi mórbido; luego se trepa en el cuerpo, se mete por los poros. Los adultos nos daban dulces o chocolate caliente y nos perdíamos en esa aparente calma. Pero entonces ella chillaba, o se retorcía en su camita, y los resortes rechinaban. Cobrábamos consciencia de que ella ahí estaba, al fondo, respirando, viva. Entonces, la calidez se esfumaba.

Los chillidos venían del cuarto del fondo. Ahí habitaba ella.

Me aterraba el lugar, me aterraba el olor, la pronta sensación de claustrofobia: la casa era zigzagueante, tenía una consistencia de entraña. Para llegar se tenía que caminar por el viejo patio (era largo, pero estrecho, y dos perros amarrados recordaban la paradoja a la cual se enfrentó Odiseo con Escila y Caribdis).

El caminito estaba poblado de árboles tupidos y descuidados. Brotaban del diminuto patio como el agua de una fuente. Las toscas ramas incluso se escurrían sobre las paredes de la casa, lanzándose aventuradamente hacia lugares vecinos. Aquello poco se parecía a nuestro ecuánime patio, tan alumbrado y terso.

Más bien, las grandes hojas superpuestas bloqueaban la luz. Era algo tenebroso. Las ramas frías, largas como esqueléticos dedos, tenían que ser movidas para pasar por la angosta puerta.

Después, en el centro de la sala, un sillón que fungía como camita improvisada; tal vez, a fuerza de fingirlo, era ya más cama que sillón. Mi abuela dormía ahí. La camita improvisada desentonaba con el resto de lugar. Mi abuela había hecho un cuarto improvisado, con sus libritos y sus fotos, con sus recuerdos.

Viejos sillones cubiertos de plástico, fotos de antaño en cuyos rostros se reconocían vagamente a mi madre y a mis tías, si uno entrecerraba los ojos y usaba un poco la imaginación. La casa tenía un esqueleto de tubos de plástico que goteaban y nutrían decenas de peceras pestilentes el piso de arriba.

Mi tío era biólogo y había hecho suyo el segundo piso. También oíamos sus pesadas huellas, las tablas crujir bajo su obeso cuerpo. Rogelio y yo lo imaginábamos haciendo experimentos grotescos con sus pobres pececillos en decenas de peceras enmohecidas y sucias, sangrantes de agua cloacal.

–Vayan a saludar a tu bisabuela, hijito– decía siempre mi mamá, dándome un empujón ligeramente amenazante.

Entonces caminábamos hacia el viejo cuarto. Pasábamos cajas apiladas, ropa antiquísima que mi abuela juraba vendería algún día. La puerta crujía y, de inmediato, un olor nauseabundo, encerrado, nos golpeaba la cara. Olía a polvo y a cuerpos en desuso.

El techo era amarillo, raído. Ella siempre había fumado muchísimo. Pilas de platos se asomaban de aquí y allá. Vivía en aquellos días en un pequeño catre. Su cuerpo, casi inerte, se intuía entre montones de cobijas y muñecos de peluche pero uno tenía que agudizar su mirada para detectarla. Olvidábamos fácilmente que aún estaba viva.

Su cuerpo ya solo aguantaba el peso de una playerita gris, viejísima, que seguramente ella jamás usó en sus buenos días. Sus brazos eran delgadísimos, marcados por varias venas que parecían no palpitar. La piel luchaba desesperadamente por asirse a esos huesos, por encajar, por mantener una fachada de viva. Ya le parecía ajena esa carne.

En su mirada ya no había reconocimiento pero sí tal vez –no sé si lo hablo desde la adultez, desde la consciencia de que las cosas son finitas y que el fin puede ser justamente un alivio– un vago y poco centrado deseo de morir. Comía y respiraba, Rogelio y yo lo sabíamos. Estaba viva, y en eso tratábamos de pensar cuando nos obligaban a besar las secas mejillas.

Lo cierto es que Rogelio y yo sentimos alivio cuando ella murió. Nos vestimos con nuestros trajecitos (los habíamos usado una o dos veces para ocasiones solemnes, no más. Para nosotros en esos tiempos lo solemne sabía a aburrición, a horas interminables) y trepamos al auto sin entender muy bien qué deparaba aquello.

Nos acercamos al féretro y mi padre me levantó hasta la altura de su robusto pecho. Con cierta timidez pero enorme deseo, asomé mi cabecita: muerta al fin, casi en calma. Ya no agitaría jamás sus bracitos diminutos y caricaturescos ni emitiría esos siniestros chillidos mongoloides. Ya de vuelta al auto, en la intimidad del asiento trasero, Rogelio y yo nos miramos con complicidad, sabiendo que aquello había terminado.

Hace poco fui a la casa de mis padres, de mi infancia, y la luz había perdido cierto brillo.

Por: Guillermo Jaramillo  



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