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Tributo a Miguel de Cervantes Saavedra

Tributo a Miguel de Cervantes Saavedra


Publicación:02-10-2021
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Cervantes sigue vivo, sin duda, y sin autor que se le compare. Su obra lo hace magnífico, y eterno ante los peores avatares del destino

La doncella en la ventana

Olga de León G.

La historia que aquí os cuento, me viene de muy lejos, tanto en el tiempo como en el espacio, que entre ella y yo median varios ayeres con sus soles y sus lunas. Es una historia que no acaba de recrearse ni yo de conocerla del todo -ni a través de la imaginación o de la letra impresa- en el mundo prosaico que los humanos llamamos así, por oponerse a lo extraordinario, mítico y poético.

Solía mucha gente pasar a diario frente aquel castillo o casona antigua, con apariencia aún de la grandeza de otros tiempos: lugareños y extraños que por allí tocábales verse en la necesidad de transitar, como que no existía entonces otra vía para cruzar la frontera entre un reino o comarca y otros, suspiraban extasiados tanto por la belleza de la joven, que a distancia más bien adivinaban, como por las razones que se fueron tejiendo en derredor de ella sobre su cautiverio.

Pronto fue asunto de conversación a la hora de la cena o entre comidas, y en cualquier momento que el hecho viniera al caso. La figura de la misteriosa joven que siempre veían asomada a la pequeña ventana en la torre de aquella vieja casona o castillo, intrigaba a todos: nadie la conocía o había visto fuera de esa distante visión, que se divisaba desde el camino u otras casas igualmente altas, aunque no tanto como el castillo donde habitaba la hermosa joven.

Una tarde dejaron de verla. Entonces, en todos creció la preocupación de que algo fatal, mayor a su encierro y sujeción a ver el mundo desde una ventana, le hubiese acontecido. 

Mas, para fortuna de la joven y sus espectadores transeúntes cotidianos y eventuales, eso no sucedió: ella reapareció justo un día número 47 después de su inexplicable ausencia. La bella doncella aparece en la misma posición y con la misma ropa, solo que ahora, luce una intrigante mueca en su boca y magnífica luz en su mirada… Como las que tienen quienes recién han sido madres. Bueno, eso dicen, creen o inventaron los que volvieron a mirarla cada mañana o tarde.

Cierto día de abril, hacia la última semana del mes, se supo que un joven mancebo, cuya edad andaría por poco menos de los treinta años, hizo público su íntimo deseo: “- He de subir hasta la torre donde está la habitación de la doncella, y entablaré conversación con ella”.

Los pueblerinos no perdían pisada de la promesa y se turnaron para estar mirando de día y de noche hacia la ventana del castillo. Esperaban ver al joven atrevido llegar hasta estar a un lado de la doncella.

Mas esto nunca sucedió, que la hechicería que rodeaba a la joven de la ventana, era más fuerte que la férrea voluntad de cualquier mortal humano. 

“Quizás pese sobre ella el celo y dominio de un padre criado y educador a la usanza del siglo de Cervantes con visos de edad media, aunque ya fuera en plena Era Moderna.

Por fin, un día se la vio bajar la escalinata de la enorme casona y saliendo, a la luz de la noche estrellada, llegar hasta la campiña que rodeaba el castillo. Parecía un hada, un ser intangible e inmortal que enamorada del que quiso salvarla, decidió pagarle su hazaña con un beso en la mejilla. Pero, he aquí que el joven mancebo al mirarla tan cerca pudo ver que su dama más parecía una moza de taberna o campesina lugareña, y no se identificó con ella.

La rueca del tiempo giró sin freno hacia el pasado, y de aquellos cuarenta y siete días que la joven había desaparecido de la ventana, en verdad desapareció la ilusión, pues su vida correspondía al siglo dieciséis (1547), año en que nació el que luego le daría vida a ella como obra elevada a grandes alturas. Cámbiese la ilusión y fantasía de la ficción en el libro más famoso de todos los tiempos, después de la Biblia, en burda realidad: así lo dispuso su autor al darle vida a sus personajes. 

Y doña Aldonza Lorenzo, quedó descubierta como tal, en lugar de Dulcinea del Toboso (el amor troca el carbón en diamante, y los olores del sudor y el trabajo en el fogón y el campo, en indescriptibles e idílicos aromas de flores y aguas de dulces cascadas).

Cervantes sigue vivo, sin duda, y sin autor que se le compare. Su obra lo hace magnífico, y eterno ante los peores avatares del destino. 

     

El viajero en el bosque

Carlos A. Ponzio de León

Conducía valientemente por carretera: cabalgando montes, brincando lagos de asfalto, haciendo saltar grava del pavimento. Llevaba doce horas de camino y debía llegar a Monterrey inmediatamente. Sus visiones de árboles con vida lo perseguían de cerca, lograba verlos en el espejo retrovisor. Aún podía reconocerlos como alucinaciones previas al completo desprendimiento mental de la realidad al que se acercaba. No había dormido, ni detenido el auto, ni siquiera para cenar. Debía surtir lo antes posible la receta de Haloperidol que llevaba en la guantera. Había sido de madrugada y desde la Ciudad de México, que había emprendido el viaje. 

Empujaba su pierna hasta el fondo, como hundiéndola en cemento convertido en arena movediza por algún hechicero. Al observarse de reojo en el espejo, logró contemplar su mirada: dos cavernas que desprendían ligeros rayos de luz solar bajo su cabello lacio, hecho un maremoto de tinieblas. De pronto reacomodaba la cadera en el asiento para descansarla: se escuchaba el crujir de un hueso. Las rodillas le ardían como lava, con el dolor recorriéndole hasta la columna vertebral. En su mirada perdida se contraían y extendían las pupilas: el camino palpitaba; el pavimento ondulaba como agua de río. Las luces de los tráileres le saltaban al rostro como arañas: enterrándole las patas entre los ojos que: alcanzaron a leer un letrero en fondo verde: “Monterrey, 90 km”.

En la ciudad, cerca del cerro del sur, un farmaceuta llenaba una orden de pedido para los laboratorios: medicamentos agotados durante la semana. Escribía con tinta negra, de manera firme y lenta, dibujando letras claras como la mañana que se acercaba. Junto al escritorio, al fondo de la farmacia, sentía la opresión de las largas horas de la jornada que estaba a punto de acabar. Recargó su espalda sobre el colchón de la silla, estiró las piernas cansadas: como si hubiera montado a caballo toda la noche, para luego encogerlas lentamente. Extendió las palmas de las manos y con ellas se sobó los muslos. Un bostezo amplio -como el espacio entre las estrellas- dejó escapar: acompañado por un suspiro grave, proveniente desde el fondo de un volcán a punto de estallar. Cerró sus párpados hasta sentir alivio y un descanso helado. 

Su celular emitió un sonido. Metió la mano al bolsillo. Se trataba de un mensaje de Tomás Junkie: “Dos cajas de lo mío ¿Paso al rato?”. El farmaceuta se levantó al armario que guardaba los medicamentos controlados. Buscó por abecedario hasta encontrarlo: Haloperidol. Desbloqueó la pantalla de su celular: “Solo tengo una caja. Llega antes de las 8AM. Sin receta, son $1,200”.

Brillaba el sol cuando al estacionamiento de la farmacia arribó el auto con placas de la Ciudad de México. El conductor descendió: camisa desabotonada y fuera del pantalón la mitad de ella, de bragas abiertas y dando zancadas como si intentara llegar a la puerta en tres pisadas. Empujó el acceso de vidrio con fuerza, pero no abrió. Solo se escuchó el chasquido del candado metálico que estaba cerrado. Volvió a empujar; nuevamente, sin éxito. El farmaceuta, desde adentro, le hizo una seña extendiendo el brazo. El viajero no entendía. Su rostro se desfiguraba al tiempo que le temblaba la mandíbula y se mordía los labios. Traía la mirada del hombre que está desbarrancándose a caballo por el precipicio.

“La entrada está del otro lado”, le gritó el farmaceuta. Ruido sin sentido alcanzó a escuchar el caballero. Transcurrieron varios segundos. Miró en dirección a la que el hombre de bata blanca aún señalaba.

Cuando llegó al mostrador, extendió la receta: ¿Haloperidol? Incrédulo, el farmaceuta la observó: ¿Fecha de emisión? 29 de septiembre, hace cuatro días. ¿Firma? Un garabato cualquiera que comienza con C. ¿Cédula? Ahí están los dígitos. ¿Lugar de expedición? ¿Ciudad de México? ¡Este hombre es un junkie!... El farmaceuta se quedó pensando unos segundos. Detectó la enfermedad frente a él. ¿Este hombre realmente necesita el medicamento?

“No se la puedo surtir”, le dijo finalmente el farmaceuta.

En un segundo, el cristal del mostrador se hizo trizas, como arcilla del bosque que se nos escapa de las manos, cuando la cabeza del farmaceuta se estrelló contra él. “¡Hazte a un lado y ponte en oración, demonio de los bosques!, se escuchó gritar al viajero mientras saltaba del otro lado de la ventanilla. 

Al estacionamiento llegaba un motociclista: medio drogado y con dolor de cabeza grande como el Cerro de la Silla: incapaz de defenderse contra tal caballero andante. 



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