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La vejez del viento y del espejo

La vejez del viento y del espejo


Publicación:07-11-2020
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¡Tengo muchas cosas qué aprender! Ahora veo a la juventud con otros ojos

Se los llevó el viento

Olga de León G.

Un auto recorría a eso de las dos y media de la tarde, a velocidad baja, la calle principal de la colonia, justo mientras los vecinos de la cuadra recién habían terminado de comer. Y, por lo mismo, la mayoría aún no estaba lista para regresar al trabajo.

Eran tiempos en los que los oficinistas aún podían ir a sus casas a comer, si no deseaban hacerlo en el comedor de la empresa, e incluso les quedaba tiempo ya para reposar la comida o sencillamente descansar unos minutos, estirando las piernas o durmiendo una pequeña siesta.

A eso de las tres con veinte, ya se preparaban para regresar a la fábrica, pues entraban a las cuatro en punto, y su jornada terminaba a las siete de la noche, trabajaban ocho horas diarias. 

      Los terrenos de esa zona pertenecían a los dueños de las fábricas, y se habían planeado no solo para construir casas habitación, sino todo un conglomerado que incluía colegio de estudios básicos y pre primarios o Kindergarten y hasta colegios o escuelas secundarias; un teatro o centro recreativo en donde se presentarían las obras que requirieran los colegios para que los hijos de los trabajadores mostraran su creatividad en artes; al menos dos o tres parques para niños, adolescentes y para el descanso de adultos mayores, los que se fueran transformando en jubilados o pensionados; una clínica hospital, y una de maternidad. Todo lo tendrían a unas cuadras de su lugar de residencia. Ese era el humanismo aplicado al beneficio del obrero o trabajador de las fábricas. 

      Ese era un barrio de empleados, cuya colonia había sido construida como parte de las prestaciones de los trabajadores, a quienes se les facilitaba la adquisición de un crédito para tener una buena casa en donde vivieran, pagándola a quince o veinte años. Y, por si fuera poco, se les ponía transporte que los llevaba de su casa al trabajo y viceversa. No tenían pretexto para llegar tarde ni para entretenerse en “tienditas” que les quitaran parte de sus ingresos en “entretenimientos” ni en bebidas alcohólicas. La empresa les regalaba una cierta dotación de su producto cada quincena: cerveza.

      Y, según me cuenta también mi amá que trabajó en una fábrica de cigarros, lo mismo o muy parecido sucedía allí… Bueno, no recuerdo en dónde quedaban sus colonias; pero ella trabajó allí y me cuenta que les regalaban cajetillas de cigarros… Los que ella llevaba a casa para mi abuelo unos, y otros para el novio, o sea, mi apá.  

      Pero, de qué habla usted don Chema… qué tiempos eran esos… qué jefes o dueños de empresas… Ya no existen… Se acabaron hace muchos, pero muchos años… Si es que es cierto lo que me cuenta. ¿Acaso, eso fue así? ¿En qué país, en qué años? 

No, sí fue cierto. Qué no ve compadre que de entonces para acá empezó a darse el vicio del alcohol y del cigarro. Comenzaron regalándoles un poco a sus empleados y acabaron ensanchando su mercado… ¡Úquela!, pos sí, tiene su lógica… Qué vivillos esos dueños, ¿no?

Pues no puedo asegurarle que esas fueran sus más negras intenciones, yo creo que sí fueron buenos en un principio, y en lo general… Pero, con un pueblo poco educado, ¿qué más se podía esperar? Y, ¿de qué años me habla usted, don Chema? Por allí de principios del siglo pasado, quizás en la segunda o tercera década y hasta la primera mitad del mismo siglo… Eso creo, por las referencias de mi familia.

¡Qué cosas!, compadre, ahora aquí estamos usted y yo haciendo como que no quiere la cosa, recordando tiempos mejores… Bueno, pero no los nuestros, don Chema… Y ya ni pudiendo fumarnos un cigarrillo, porque ahora se sabe del mucho daño que causa.

Aunque ahora sí que pasan cosas bien piores, compadre. Los chamacos ya andan en malos pasos, si sus amás no los traen cortitos. Cierto, don Chema… Y, qué tristezas ver tantos malandrines que pareciera que nunca tuvieron madre… Y, a lo mejor no la tuvieron, por eso son así, Chema, y andan matando por paga o por puro gusto.

No sé, pueden ser pretextos, o puede que no… Lo que pasa es que ahora hay muchas tentaciones en la calle y muchos caen fácilmente en ellas; sin escuela, sin oficio, ni beneficio, pos...

Así estuvieron por más de cinco horas, sin salir del mismo tema de conversación, Don Chema y el compadre. Y todo, por recordar a ciertas empresas y las buenas intenciones de los jefes por contribuir a mejorar la economía de las familias, hacía ya casi cien años.

De pronto les llegó un fuerte viento que los levantó en vilo y los mandó a desaparecer entre nubes, más allá de la copa de los árboles. Los que estaban pendientes de su charla, desde la acera de enfrente o desde las últimas líneas de esta página, ni se inmutaron… Sabían que esos no estaban vivos hacía ya más de tres poemas, dos páginas o un buen de palabras bien dispuestas sobre la página.

      Creo que mejor aquí dejo esto, no sea que me lleve de encuentro la Calaca de los viejos, a la que ya le llegó mi aliento a alcanfor… Con eso de la última caída que me di de bruces; no sé si realmente la cuento, o solo la supe de oídas, por lo que de mí se dijo...

El auto que recorría la calle a baja velocidad, se detuvo al verme, y me invitó a subir…

Mineral, sal y jugo de limón

Carlos A. Ponzio de León

      En mi interior cuento con un montón de regalos que burbujean: las vidas que he vivido; a veces, de manera abrupta; y otras, delicada: se me aparecen los recuerdos como escarcha de hielo en un vaso de vidrio: hasta el tope, lleno de agua mineral, con sal y limón. Yo ya no cuento con espacios vacíos adentro. Para hacerle lugar a una nueva experiencia, necesitaría desocupar algo: un recuerdo, un aprendizaje. Nunca lo hago.

      Supongo que al cumplirse los cincuenta años, nadie considera que llegar a ser padre, a esa edad, es una idea buena. Lo primero que imagino es: llegar a los setenta y andar preocupado porque el hijo bebe y maneja cuando sale a las fiestas, o porque son las tres o cuatro de la mañana y él no ha regresado a casa. No creo que se pueda andar en esos trotes, a esa edad. O me imagino un quinquenio antes, a los sesenta y cinco, sentado en el auto, pasando la media noche, esperando a que termine el baile de quince años para recoger al hijo y traerlo de regreso a casa.

      Pero no me quedará de otra. Mi esposa no quiere practicarse un aborto; no obstante que, en esta ciudad, ya es legal. Ella es quince años menor que yo y dice que está ilusionada, que es su última oportunidad de ser madre. Está dispuesta a separarse de mí, en caso necesario, si para educar al niño bien, lo tiene que hacer sola.

      Y tal vez vaya a ocurrir porque, tarde o temprano, yo dejaré de llegar a ser de mucha ayuda. El doctor ha comenzado a prohibirme cosas: Ya no puedo beber cerveza, ni el whiskey que tanto me gusta. Ahora debo contentarme con el vaso lleno de hielos, agua mineral hasta el tope, sal y jugo de limón. Y hasta eso le preocupa al médico, dice que ese trago contiene demasiado sodio, que ahí está la razón del dolor de mis rodillas. 

      Se me ha venido una especie de miedo que comienza con el propósito claro de destruirme por dentro, a mí y a todas mis vidas pasadas. Todo por este asunto de ser padre a los cincuenta. Al menos, considero que los hijos no me robaron los sueños en la vida, hasta ahora. Ni lo harán, porque yo ya no tengo sueños… Pero, de pronto, me detengo a pensar, con la mirada resbalando sobre la superficie lisa y clara, de la mesa que sostiene mi vaso… Creo que se asoma… una especie de ilusión. ¿Padre, yo? ¿A los cincuenta? Olvidemos el tema de la edad. ¿Puedo ser padre, yo? ¿Voy a ser padre?

      ¡Tengo muchas cosas qué aprender! Ahora veo a la juventud con otros ojos. ¡Los jóvenes me parecen importantes, por sí mismos! ¿Qué está ocurriendo en mí? Me levanto al baño, enciendo la luz desteñida y me observo en el espejo. ¿Llegará alguien, a este mundo, que se parecerá a mí? ¡Tantas cosas qué enseñarle! Definitivamente haré un pequeño espacio, un hueco para él. Cabrá en mi corazón… Creo que podría comenzar por deshacerme: del vaso con agua mineral, de la sal y del jugo de limón.



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