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Alfonso Rangel Guerra o la evocación de un lector

Alfonso Rangel Guerra o la evocación de un lector
Alfonso Rangel Guerra murió el 6 de mayo del 2020

Publicación:05-05-2021
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Alfonso Rangel Guerra supo ganar horas al día para consagrarlas a la lectura

        

Es poco común conocer las conductas lectoras ajenas. Quien lee suele hacerlo en silencio y a solas: actividad extraña en la hora actual, donde todo parece hacerse para ser registrado y publicitado a los cuatro vientos.  Puede suceder, sin embargo, que el lector en cuestión sea, además, un escritor y, para más señas, lleve consigo un diario en donde registra puntualmente sus lecturas. Y puede suceder, también, que algún día ese diario se publique y caiga en otras manos. Cuando todos esos astros se alinean tenemos la posibilidad de conocer, en plenitud, el alambicado proceso de la expresión literaria. Es verdad: yo doy por sentado que uno de los principales motores de la creación es la lectura; otros la minimizarán o incluso, en un acto de soberbia, la negarán. Y no sólo afirmo que es una actividad previa: no desaparece en cuanto comenzamos a tomar la pluma o a pulsar las teclas. Nos acompaña durante todo el proceso y aún después, cuando hemos terminado de escribir. 

Ricardo Piglia, en uno de sus mejores ensayos (El último lector), evocaba una fotografía de Borges leyendo o, mejor dicho, intentado descifrar las letras minúsculas de un libro: “Esta podría ser la primera imagen del último lector, el que ha pasado la vida leyendo, el que ha quemado sus ojos en la luz de la lámpara”. Esa imagen me hace evocar a otro lector de largo aliento, que también consumió su vista ante las páginas impresas de los libros: Alfonso Rangel Guerra. Así, al menos, aparece en mi memoria cuando lo recuerdo en su oficina de la Biblioteca Raúl Rangel Frías con los ojos pegados a las páginas. De nuevo Piglia: “la lectura es un arte de la microscopía, de la perspectiva y del espacio […] la lectura es un asunto de óptica, de luz, una dimensión e la física”. Actividad física que fortalece más al espíritu que a los músculos. 

Alfonso Rangel Guerra murió el 6 de mayo del 2020 (había nacido en 1928); un par de años antes habíamos comenzado la edición y publicación de sus Obras en la Universidad.  Entre 2018 y 2020 tuve la oportunidad de leer y editar su correspondencia y los cuadernos de su Diario. Esta lectura me permitió contrastar a la figura pública (el humanista y funcionario) con el lector agudo que se iba formando a sí mismo a lo largo de los años: cada página leída significaba una victoria contra los embates de la complicada y azarosa vida cotidiana. Más de ocho décadas de trato con libros que nos revelaban también parte de la historia de la circulación de la literatura y de su acceso a ella en nuestra ciudad. 

En la entrada de su Diario, correspondiente al 16 de septiembre de 1991, había consignado: “Como estás líneas no se escriben para publicarse, quiero pesar que las anima el propósito de convertirse en una referencia de mi propio acontecer”.  En ese acontecer individual la historia se convierte en memoria, y la literatura en experiencia.  Dos españoles transterrados, Alfredo Gracia Vicente y Daniel Mir, fueron agentes importantes en la formación lectora de Rangel Guerra en la década del cuarenta. Mier fue su maestro de español en la secundaria y lo animó a comprar su primer libro, iniciando así la edificación de la biblioteca personal: La hermana San Sulpicio, de Armando Palacio Valdés, de la colección editorial Austral. Gracia Vicente, desde las estanterías de la librería Cosmos, le proporcionó infinidad de libros fundamentales. Cuando el librero español falleció, en 1996, Rangel Guerra apuntó en sus cuadernos: “La Librería Cosmos fue toda una institución en la ciudad: el lugar donde podían encontrarse libros de gran calidad, autores de filosofía, historia y literatura. Ahí me hice de muchos títulos, los cuales todavía hoy me enorgullece poseer”. 

Luego vinieron los años de las decisiones, del reforzamiento de la vocación y el comienzo de la escritura. La lectura se convirtió en herramienta y estrategia, sin dejar de ser fuente de gozo y arrobamiento. La amistad con Alfonso Reyes, en la década del cincuenta, le abrió la puerta a la revisión de la generación del Ateneo; el trato con escritores y académicos, como Sergio Fernández y María del Carmen Millán, le permitió ampliar el repertorio de consultas teóricas y críticas, así como la exploración de la novela moderna.  Sobre el Orlando, de Virginia Woolf, por ejemplo, le confesó a Fernández, en una carta fechada el 23 de agosto de 1957: “cada página tiene tal riqueza que la genialidad que en ellas se deja entrever parece que se nos vuelve cotidiana […] ¿Tendré todavía que decirle que este libro me inunda?”

Los trabajos y las responsabilidades crecieron con los años; sin embargo, Alfonso Rangel Guerra supo ganar horas al día para consagrarlas a la lectura. ¡gran lección de vida! En una de las últimas entradas de su Diario (del 22 de febrero de 2010) apuntó su lectura de Mr. Vértigo, Paul Auster: “Es la tercera que leo de este autor. Me parece uno de los narradores más imaginativos y dueños de una narrativa siempre interesante, llena de riqueza en la exposición y con fuerza suficiente para atrapar al lector”. El cuerpo y la vista fueron decayendo, pero la fascinación por la lectura se mantuvo intacta. No hay mejor manera, me parece, de evocar la figura de un lector que esa. 



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