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Opinión Editorial


Vecinos


Publicación:22-09-2021
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A veces se hace el milagro, otras veces, acontece el infierno en la tierra

“¡Líbrame, señor de un mal vecino!” – reza el dicho popular que hace referencia a la añoranza de que la providencia nos libre de las múltiples dificultades de tener (¿o ser?) un vecino insoportable. A veces se hace el milagro, otras veces, acontece el infierno en la tierra. 

Si intentáramos trazar un cierto esbozo de la historia de las relaciones vecinales, de las más lejanas a las más cercanas, seguramente nos remontaríamos a los pueblos de la antigüedad y quizás, mucho antes de ellos, a las tribus y grupos totémico que establecían sus rudimentarios, pero al mismo tiempo bien establecidos, circuitos de convivencia, según las relaciones de contigüidad o lejanía en la posición del animal totémico de aquel monumento de madera y piedra. Después, hablaríamos de los barbaros, griegos, egipcios…de su deseo por conquistar y dominar. Y que no decir de los primeros asentamientos en Oriente y las múltiples guerras que muchas de ellas se extienden hasta nuestros días. Tendríamos mucha tela de donde cortar, o más bien, mucho papel y tinta que derramar, hasta los ensayos y textos especializados en la materia, los millones de memes que día a día surgen sobre vecinos, sean personas, ciudades o naciones. Y por más que intentásemos trazar un recorrido, los horizontes históricos no nos bastarían para explicar la relación de amor/odio – se podría decir– entre vecinos. Como aquellas cartas intercambiadas por Einstein y Freud, bajo el título ¿Por qué la guerra?, en las cuales Freud, con un mordaz humor, dijo que la platica había sido muy agradable, ya que él entendía tanto de física como su colega físico de psicoanálisis. Por tal motivo, tendríamos que dirigirnos hacia diversos campos (teológicos, antropológicos y psicoanalíticos, pero también filosóficos, políticos, de derecho internacional, artísticos y sobre todo del humor, del stand-up comedy) para intentar localizar los orígenes y transformaciones de las guerras entre semejantes-contrarios, entre esos vecinos viviendo cada uno al otro lado de las murallas, para poder entender algo del cómo cada grupo enfrenta sus pérdidas –el dolor y la angustia experimentada– al convertirlas en odio hacia sus enemigos, quienes en algunos casos creían les habían hecho “mal de ojo”.

La precipitación del amor y el odio (dos caras de la misma moneda) a partir de una base imaginaria, donde se localiza algo propio en el otro: el kakon, la parte má obscura y siniestra de sí, que justamente por no poder localizarla y reconocerla, es que se pone en el otro, en el semejante, en el vecino. Freud inventó el psicoanálisis, precisamente como un método para poder localizar y reconocer esa dimensión propia, interna y desconocida, esa extrañeza insoportable de sí que se coloca (proyecta, decimos técnicamente) en aquel o aquellos que ocupen el lugar del otro, el semejante. Por ello, podemos decir, que el odio y la envidia, son, en cierta forma, experiencias amorosas: así como no se ama a cualquiera, no se odia ni envidia a cualquier persona, sino a quien se cree cercano a la realización del ideal. Se odia y envidia a quien se cree ha conseguido realizar un ideal que quien odia y envidia se siente incapaz de lograr. Es decir, con su odio y envidia, quien sustenta dichos afectos, manifiesta su propia impotencia: nunca podrá ser el otro, ni ocupar su lugar, y por eso mismo, odia a quien siente ocupa el lugar que cree le corresponde, creyendo que le otro es un usurpador, un intruso que no debería estar ahí, sino en otro lugar muy lejos. Pero ¿Qué tan lejos se puede ir aquello que constituye al mismo tiempo la base más desconocida y obscura de sí? ¿Se puede acaso extirpar lo más propio más íntimo? ¿Dónde se localizar realmente lo que vemos y al mismo tiempo sentimos nos observa desde el cuadro que contemplamos? ¿Acá o allá?



« Camilo E. Ramírez »