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Opinión Editorial


¿Qué sé yo?


Publicación:19-05-2021
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Sondear y registrar las respuestas representaba la mejor forma de adquirir conocimiento

“¿Qué vale un hombre en el infinito?”, se preguntaba Pascal en sus Pensamientos (1670). Para él, el ser humano estaba atrapado entre la nada y el infinito, y ni su razón ni sus sentidos eran suficientes para otorgarle certezas: “Demasiado ruido, nos asorda; demasiada luz, nos deslumbra; demasiada lejanía o demasiada proximidad, estorban de ver; demasiada longitud o demasiada brevedad en un discurso, lo oscurecen; demasiada verdad nos asombra…” No había, en su lectura, otra posibilidad que la fe. Para Descartes, en contraste, no existía otro camino hacia la verdad que la razón, y era necesario, por lo tanto, dudar de todas nuestras creencias previas. Entre estos dos extremos, y despreciado por uno y otro polo, se hallaba, en la torre de su castillo (que también era su biblioteca circular), el viejo Michel de Montaigne: soberado de sus ideas y lector infatigable. Una sola inquisición valía la pena de formular, nos aseguraba: “¿qué se yo?” Sondear y registrar las respuestas representaba la mejor forma de adquirir conocimiento, un conocimiento parcial e inestable al que habría que seguir cuestionándolo de manera incesante.

            Mucho más modesto en sus pretensiones y en sus pesquisas, a Montaigne no lo desvelaban los misterios insondables del universo, sino su propia condición mortal. Amaba la historia, pero sobre todo devoraba las biografías de antiguos y modernos. Le preocupaban más los motivos que los acontecimientos: “No escribo mis acciones, me escribo yo, mi esencia”.  El polémico crítico norteamericano Harold Bloom vio en los famosos Ensayos de Montaigne (publicados en 1580) la primera defensa (y la primera crítica o autocrítica) del “yo”.  Estos inusuales escritos eran producto de diversos factores: la invención de la imprenta (que posibilitó la reproducción mecánica de la escritura y la libre circulación de libros), la lectura privada y sin censura y el infatigable deseo de Montaigne de analizarse a sí mismo. Sin embargo, tampoco se jactaba de ser un modelo para seguir: “Ni mis historias ni mis citas pretenden servir siempre de ejemplo, de autoridad o de adorno”. En 1571, a la edad de 38 años, Montaigne dejó los asuntos públicos (había sido concejal en Burdeos) y se retiró a su castillo para dedicarse a lectura. ¿Qué buscaba? Huir sin escapar completamente del mundo; más bien: encontrar un lugar intermedio, que le permitiera salvaguardar su libertad sin descuidar su función como ciudadano.

            En sus faenas intelectuales no perseguía las certezas y rechazaba las proposiciones absolutas y generales: “No afirmar nada temerariamente, no negar nada a la ligera”. En una época de fanatismo y reacciones violentas (no muy diferente de la nuestra, por desgracia), Montaigne apostaba por la reflexión pausada y crítica. El escritor austríaco Stefan Zweig, biógrafo consumado de los personajes más emblemáticos de Occidente, dedicó las últimas páginas que redactó (antes de suicidarse) a Montaigne. Exiliado en Brasil, tras la segunda guerra mundial, Zweig luchaba por mantener lo último que le quedaba: su libertad individual (ya le habían quitado todo lo demás: su patria, su nacionalidad, sus amigos, sus libros): “nos han despojado a latigazos de nuestras esperanzas, experiencias y entusiasmos hasta el punto de que no nos queda por defender sino nuestro yo desnudo, nuestra existencia única e irrepetible. Es en esta hermandad de destino cuando Montaigne se convierte en mi hermano indispensable, en mi amigo, mi amparo y mi consuelo…”

            ¿Cómo un autor, lleno de dudas y consciente de sus limitaciones como Montaigne, nos parece ahora tan iluminador? ¿Por qué sus ensayos, escritos hace tantos siglos, nos resultan tan actuales, leídos bajo la luces y sombras que proyectan los misiles en Medio Oriente, el resplandecimiento del calentamiento global y el destello enceguecedor de millones de pantallas, anunciando catástrofes y pandemias por doquier? Montaigne no nos heredó las respuestas, pero sí nos dejó un repertorio de preguntas fundamentales, tal como las consignó Zweig antes de dejar por voluntad propia este mundo: “¿cómo mantenerme libre? ¿Cómo preservar, a pesar de todas las amenazas y todos los peligros, en medio de la furia de los bandos de lucha, la insobornable claridad del espíritu, y cómo conservar ilesa la humanidad del corazón en medio de la bestialidad?” Hoy más que nunca se nos vuelve urgente preguntarnos ¿qué sabemos? De las posibles respuestas dependerá la manera en que habitemos este planeta mañana.



« Víctor Barrera Enderle »