Opinión Editorial
Monterrey 2046
Publicación:10-03-2025
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Los seres humanos que estudiamos la historia sentimos una pasión profunda por esta actividad.
Los seres humanos que estudiamos la historia sentimos una pasión profunda por esta actividad, pero, de manera recóndita, también albergamos en nuestro interior un anhelo por conocer el futuro, no solo el inmediato, sino también el distante. Como historiador y miembro de la Sociedad de Historia, Geografía y Estadística de Nuevo León, puedo asegurar que la predicción del porvenir representa un área de gran atractivo, especialmente si consideramos que existe una disciplina —al menos así se autoproclama— llamada futurología. Como historiador, me gustaría incursionar en esta futurología sin recurrir a métodos colectivos como el Delphi, sino, más bien, emulando a utopistas como Tomás Moro, y acceder a una visión clara del futuro con todos sus enigmas. Esto me lleva, en particular, a reflexionar sobre la ciudad de Monterrey, a la que tanto pensamos y amamos de manera profunda.
Recuerdo cuando se instaló la bóveda del tiempo frente al Palacio de Gobierno, en la Plaza Zaragoza, el viernes 20 de septiembre de 1996, al conmemorar los 400 años de la fundación de nuestra gran ciudad. En aquel entonces, 1596, Monterrey no era más que un pueblito polvoriento, apenas una aldea de aventureros, colonos y allegados que huían de algo o buscaban lo desconocido. Sin pensarlo dos veces, atendí la convocatoria emitida por las autoridades, que nos pedían aportar un objeto valioso o significativo para ser guardado en esa bóveda, la cual se abriría en el año 2046, es decir, 50 años después de haber sido sellada.
Acudí junto a un grupo de historiadores, miembros activos de la SHGENL, y algunos cronistas destacados de Monterrey y sus alrededores. Cuando se cerró la bóveda, dejé allí un mensaje guardado en un disquete de 3.5 pulgadas. En 1996, era un dispositivo común, pero ya para entonces intuía que en el futuro las computadoras podrían no leerlo fácilmente. Por eso, además del disquete, incluí un adaptador para facilitar su uso en 2046. Otro colega, más ingenioso aún, llevó una computadora completa —hardware incluido— para que los técnicos del futuro no tuvieran problemas al intentar acceder al contenido. Me pareció una idea excelente.
Debo confesar al lector que, para cuando Monterrey cumpla 450 años en 2046, no sé si estaré aquí. Tendría más de 100 años y, aunque espero con fervor presenciar ese momento, soy consciente de que no es algo garantizado. Sin embargo, seguimos adelante con este sueño. Lo que leerá a continuación, amable lector, son algunas ideas que representan mi perspectiva sobre cómo será ese jueves 20 de septiembre de 2046, cuando Monterrey alcance su cuadrigentésimo quincuagésimo aniversario y se celebre nuevamente la apertura de esa cápsula del tiempo. Aquí van mis reflexiones, redactadas pensando en la importancia del desarrollo científico y tecnológico al servicio total del ser humano, tal lo postula el transhumanismo.
Monterrey, 20 de septiembre de 2046.
La ciudad vibra bajo un cielo artificialmente teñido de azul, una cúpula holográfica que filtra el smog y los rayos solares abrasadores, herencia del cambio climático que marcó las primeras décadas del siglo XXI. Hoy, en el 450 aniversario de su fundación, una multitud se reúne en la Macroplaza, no muy distinta a la de 1996, cuando yo, un joven profesor universitario de 38 años, idealista y comunista, participé en el entierro de aquella cápsula del tiempo. Ahora, a mis 105 años, estoy aquí, encorvado pero lúcido, sostenido por un exoesqueleto ligero que compensa la fragilidad de mi cuerpo. La cápsula será abierta, y con ella emergerá mi disquete, un fósil tecnológico que contiene mi visión de Monterrey en el futuro, escrita con la pasión de un hombre que soñaba con una utopía igualitaria. ¿Qué imaginé entonces? ¿Qué espero encontrar hoy, en este 2046 saturado de transhumanismo y contradicciones?
En 1996, cuando la ciudad celebraba sus 400 años, Monterrey era un hervidero industrial, una metrópoli orgullosa de sus fábricas, sus cerros y su espíritu emprendedor. Yo, sin embargo, veía más allá del acero y el concreto. En ese disquete, que enterré junto a cartas, fotos y reliquias de la época, describí un Monterrey del futuro que combinaba mi fervor revolucionario con las promesas de la ciencia ficción. Imaginé una ciudad transformada para 2046, no solo en su horizonte urbano, sino en su esencia social. Escribí sobre una urbe donde la tecnología habría derribado las jerarquías capitalistas, un lugar donde la inteligencia artificial y la ingeniería genética no serían herramientas de las élites, sino del pueblo. Soñé con un Monterrey socialista y transhumano, un experimento vivo de igualdad radical.
En mi visión, la ciudad estaba gobernada por una red de inteligencia artificial descentralizada, a la que llamé "El Consejo Colectivo". Esta IA, diseñada por ingenieros locales inspirados en la ética del bien común, coordinaba la producción, la distribución de recursos y la educación. Las fábricas de antaño, como las del Parque Fundidora, se habían convertido en biofábricas que producían órganos sintéticos y alimentos cultivados en laboratorio, erradicando el hambre y la precariedad. Los regiomontanos, según mi texto, no trabajaban por necesidad, sino por vocación: el trabajo manual lo realizaban androides, mientras los humanos, mejorados con implantes neurales, se dedicaban a la filosofía, el arte y la exploración espacial. El Cerro de la Silla, omnipresente, estaba coronado por un observatorio transhumano, símbolo de nuestra mirada al cosmos.
Describí a los habitantes con cuerpos optimizados: piel resistente al sol abrasador del norte, pulmones filtradores para un aire cada vez más tóxico, y mentes conectadas a una red colectiva que eliminaba la ignorancia y el egoísmo. La Plaza Zaragoza, frente a la Catedral, era un "Jardín de la Conciencia", donde las personas se reunían para sincronizar sus implantes y debatir el destino de la ciudad en asambleas telepáticas. En mi relato, el capitalismo había colapsado bajo el peso de sus contradicciones, y Monterrey, alguna vez bastión de la burguesía mexicana, se había convertido en la capital de una revolución tecnológica y social que se extendía por América Latina.
Pero también incluí advertencias. Temía que la tecnología, si no era controlada por el pueblo, pudiera engendrar nuevas desigualdades. Escribí sobre un posible "Monterrey distópico", donde élites transhumanas, inmortales gracias a cuerpos sintéticos, dominaran a una clase trabajadora atrapada en cuerpos obsoletos de carne y hueso. Imaginé drones vigilando las colonias populares y una inteligencia artificial tiránica que, en lugar de servir, esclavizara. Mi visión era un llamado a la acción, una súplica para que mis estudiantes y camaradas tomaran las riendas del futuro.
Hoy, mientras la cápsula emerge del suelo, rodeada de drones camarógrafos y reporteros con ojos biónicos, me pregunto cuánto acerté. Monterrey en 2046 no es exactamente mi utopía, pero tampoco la pesadilla que temía. La ciudad es una mezcla extraña de progreso y persistencia. Los rascacielos flotan sobre plataformas antigravitacionales, y la Macroplaza está cubierta por un bosque sintético que recicla el dióxido de carbono. Los habitantes lucen implantes brillantes, y algunos, los más ricos, han trascendido sus cuerpos físicos, viviendo como consciencias digitales en servidores privados. Sin embargo, la desigualdad sigue aquí, más afilada que nunca. Las colonias de la periferia, como la Independencia, están llenas de "no-mejorados", aquellos que no pueden pagar las actualizaciones transhumanas, mientras en San Pedro Garza García los oligarcas habitan cápsulas orbitales, desconectados de la tierra.
El momento llega: un técnico, con manos robóticas, extrae el disquete y lo conecta a un lector arcaico adaptado a un holoproyector. Mi texto aparece en el aire, letras brillantes flotando ante la multitud. Escucho mi voz joven, grabada en un archivo de audio adjunto, resonando en la plaza: "Monterrey será el faro de un mundo nuevo, donde la máquina no domine al hombre, sino que lo libere". Hay risas entre los presentes, algunos con rostros cínicos, otros nostálgicos. Mi visión, para muchos, suena ingenua, un eco de un siglo que no comprendió del todo las fuerzas que desató.
Expandiendo mi reflexión, imagino que en este 2046 la educación ha evolucionado. Las escuelas tradicionales han desaparecido, reemplazadas por interfaces neurales que descargan conocimiento directamente al cerebro. Sin embargo, este avance no es universal: en las zonas marginadas, los niños aún dependen de tabletas obsoletas, mientras los hijos de los ricos acceden a "bibliotecas vivas" que les permiten experimentar la historia como si la vivieran. La salud también ha cambiado. Los hospitales son ahora centros de bioingeniería, donde se imprime tejido humano a demanda, pero el acceso sigue siendo un privilegio. En mi utopía, esto era un derecho; en la realidad, es un lujo.
¿Qué espero ver al abrir esta cápsula? No busco validación personal, aunque admito que una parte de mí anhela que mis palabras aún inspiren. Espero que mi texto despierte algo en los jóvenes de 2046, que ven su ciudad dividida entre los transhumanos privilegiados y los olvidados. Espero que lean mi advertencia sobre el control de la tecnología y se pregunten: ¿quién gobierna realmente este Monterrey del futuro? La IA que regula el tráfico y la energía no es mi "Consejo Colectivo", sino un sistema privado, propiedad de corporaciones con accionistas orbitales. Los bioimplantes no son un derecho, sino un mercado. Mi utopía no se cumplió, pero mi distopía tampoco triunfó del todo: hay resistencia, murmullos de cambio en las calles, grafitis digitales que parpadean en las paredes de los edificios, exigiendo justicia.
Cierro los ojos y pienso en el Cerro de la Silla, que aún se alza imponente. En mi visión, era un símbolo de esperanza; hoy, es un recordatorio de lo que pudimos ser. Quizás el futuro no esté perdido. Quizás este disquete, un objeto arcaico en un mundo de hologramas, sea la chispa que encienda algo nuevo y diferente en el Monterrey 2046.
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