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Opinión Editorial


Los patios de Cartago


Publicación:29-12-2021
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Tal vez por esa condición inusual, por esa manera de estimular la introversión, me gusta la lluvia, y en concreto: me gusta la ciudad bajo la lluvia

Para Cecilia

Hay un verso del poema “Quince monedas”, de Jorge Luis Borges, que siempre me ha inquietado: “¿En qué ayer, en qué patios de Cartago, cae también la lluvia?” También se ha quedado en mi memoria el inicio de Jane Eyre, la maravillosa novela de Charlotte Brontë, en donde la protagonista y narradora confiesa que la lluvia le ha impedido salir a dar un paseo, pues aquel viento invernal había traído, nos advierte, “unas masas de nubes plomizas, de las cuales se desprendía una llovizna tan penetrante que no se podía pensar en salir de casa”. En ambos casos, aunque de manera distinta, la lluvia aparece como detonante de la introspección: indagación de la circularidad del tiempo en el primero; y búsqueda de refugio en las emociones, en el segundo. 

Tal vez por esa condición inusual, por esa manera de estimular la introversión, me gusta la lluvia, y en concreto: me gusta la ciudad bajo la lluvia, aunque el caos se asome en cada esquina y las calles se encharquen. No hablo, por supuesto, de tormentas y huracanes que van arrasando y destruyendo a su paso (todos hemos perdido algo en esos torrentes). Me refiero, más bien, a esos días en los que el cielo se va poblando de nubes y la luz se torna gris, para luego dar paso a la caída de agua. Cuando eso sucede, la atmósfera se transforma: el sol se oculta y nos da un respiro. El cielo se limpia con el viento húmedo. En el campo, la lluvia alimenta; en la ciudad, purifica. Catarsis líquida. Entonces dejamos lo que estamos haciendo: si nos encontramos en la calle, corremos a refugiarnos; si estamos en alguna habitación u oficina, interrumpimos el trabajo para asomarnos por la ventana. Esa suspensión puede durar un instante o varios minutos, no importa: la percepción del tiempo se ha trastocado. 

En la literatura, la lluvia ha tenido múltiples significados: desde la noción de aniquilamiento (ahí está como prueba el diluvio universal de varias religiones; sin olvidar tampoco que Zeus, además de dominar los truenos y relámpagos, desataba tormentas como castigo) hasta la de redención o el renacimiento (“Llovió cuatro años, once meses y dos días…” cuenta el narrador de Cien años de soledad).  La lluvia, reza otro de los versos de Borges, “es una cosa que sucede en el pasado”, y cuya acuosa presencia trae de nuevo las voces de antaño: esa milenaria lluvia que mojaba los patios de Cartago es la misma que ahora me hace buscar refugio en el alero de un edificio.  

Ese paréntesis atemporal (la lluvia es pasado, sí, pero se derrama en el presente) funciona, ya lo dije antes, como cambio de atmósfera. Pero a mí me gustaría detenerme en ese instante, al cual podríamos definir como el de llover, y dejar en pausa la víspera y el futuro (cuando finalmente amaina y se despeja el cielo). Llueve: el incierto presente de ese verbo intransitivo, irregular e impersonal, y cuya acción, sin embargo, nos transforma y nos impele. No hay manera de que la lluvia no sea un verbo personal y transitivo: nos acontece a cada uno, y cada cual le otorga su propio significado. 

En esta ciudad -y como muchas otras cosas-la lluvia es inmoderada: se comporta caprichosamente, y se niega a la disciplina de las estaciones. Tal vez por eso para nosotros, ella es siempre una excepcionalidad: llega cuando lo precisa y se impone como una presencia propia. Aquí, entre estas montañas y torres de cemento, como en aquellos patios de Cartago, llueve una lluvia atemporal que nos conecta con emociones y evocaciones que alguna vez sintieron y padecieron otras generaciones. Al final, el más nítido recuerdo que tendrán de nosotros será una efímera lluvia que moje calles y patios



« Víctor Barrera Enderle »