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Opinión Editorial


La rara certeza


Publicación:30-06-2022
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La escritura le otorgó a Lihn la posibilidad de morirse por su cuenta. Y yo ahora trato de seguir sus rastros por el Paseo Ahumada

“Pero escribí: tuve esa rara certeza…” reza un verso del poeta chileno Enrique Lihn. La escritura es siempre el mapa de algún territorio exterior o interior, conocido o ignoto. Pienso en ese texto de Lihn mientras camino por las calles de Santiago de Chile. Esta ciudad es para mí, entre otras cosas, el mapa ajado de un territorio literario. Posee atardeceres tristes y mañanas brumosas. La gente se pierde en su rutina (como sucede en cualquier ciudad), pero si uno observa y escucha con atención quedan, en sus cafés y sus barrios, rastros de charlas, de gestos, de poemas. Durante años he transitado sus calles como si buscara alguna pista: he leído las placas de sus estatuas, las líneas de sus parques y la sombra de sus árboles. Sigo buscando mientras el pasado se aleja; algo queda, sin embargo, impregnado aquí. Trato de escribirla sin saber muy bien qué registro utilizar. No me queda más que seguir agotando páginas y gastando párrafos, pues yo también me voy convirtiendo en una sombra más, en un murmullo que resuena en sus locales y sus aceras. “Me condené escribiendo a que todos dudaran / de mi existencia real…”, confiesa el poeta en otra estrofa. 

Tras el estallido social de 2019 y el arribo de la pandemia, la ciudad se ha reconfigurado, ha mutado; los nombres de plazas y calles han cambiado. El centro se ha convertido, según las lamentaciones de algunos, en “un sitio eriazo”. Y sin embargo todo resurge. “Ayer me creía muerto, hoy no afirmo nada, nada, absolutamente nada…” cantaba Pablo de Rokha, otro de los poetas fundamentales de estas tierras australes, y el verso bien podría ser la descripción adecuada para los días que corren.  Y con esa rara certeza continúo mi peregrinar y cruzo la Plaza de la Constitución, junto al Palacio de la Moneda, busco la estatua de Salvador Allende, la encuentro en uno de los extremos, muy cerca del edificio donde antes estuvo el Seguro Obrero, sede de la terrible masacre de 1938 (donde acribillaron a opositores del presidente Arturo Alessandri, y que Carlos Droguett  registró en su famosa crónica Los asesinados del Seguro Obrero, de 1940; ahí ya nos advertía: “Ustedes, eternos bondadosos, dicen que el olvido es bueno, pero yo les repito –ya se los dije el otro día cuando hablamos- que recordemos mucho, demasiado, rabiosamente, antes de olvidar un poco”); y me  detengo junto a su pedestal,  recuerdo  que yo estuve aquí la fría mañana de junio de 2000 en que fue inaugurada con una esta leyenda en su basamento: “Tengo fe en Chile y su destino” y una fecha: 11 de septiembre de 1973, el día del golpe de Estado.  Continúo caminando hasta llegar a la antigua Plaza Italia, ahora rebautizada como Plaza Dignidad, aquí inició todo en octubre de 2019, cuando la gente tomó el espacio público y exigió nuevas formas de representación. La estatua del general Baquedano (que otrora coronara la Plaza) ha sido removida, el vacío anuncia la posibilidad de una nueva reescritura…

Vuelvo a Enrique Lihn y leo ahora su Diario de muerte, escrito en 1988 (y editado un año después), cuando sabía que sus días estaban contados. “No hay nombres en la zona muda”, escribe para luego añadir más adelante “Hay solo dos países: el de los sanos y el de los enfermos / por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad / pero, a la larga, eso no tiene sentido…” Casi nada lo tiene, hasta que se lo otorgamos, aunque sea brevemente. 

La escritura le otorgó a Lihn la posibilidad de morirse por su cuenta. Y yo ahora trato de seguir sus rastros por el Paseo Ahumada, y me dejo llevar entre la multitud de transeúntes: “Su ir y venir es mi laberinto en que yo rumiante me pierdo / perseguido por una mosca…” No hay mejor manera de pertenecer a una ciudad que dejándose llevar por esa rara certeza: la de resignificarla en cada trazo y en cada lectura, aunque no sepamos muy bien  qué es lo que vendrá  después… 




« Víctor Barrera Enderle »