Opinión Editorial
La literatura a juicio
Publicación:27-03-2024
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Una escena de Anatomía de una caída, la reciente película de Justine Triet, me hizo pensar (o divagar) sobre la relación entre el arte y la ley
Una escena de Anatomía de una caída, la reciente película de Justine Triet, me hizo pensar (o divagar) sobre la relación entre el arte y la ley (o mejor dicho: entre la imaginación y la moral pública, cualesquiera que ésta sea). No es necesario agotar la trama de la cinta, me basta con referir aquí que los protagonistas (el que cayó del ático de manera letal y su pareja, la principal -por no decir: única- sospechosa) son escritores. Ella produce y publica; él, llevaba años tratando de terminar su novela. La escena ocurre en el tribunal: en alguna parte de su acusación, el agente de la fiscalía trae a colación la sugerencia de un plagio (de ella hacia él) como posible motivo de agresión. Esto da pie a un alegato en torno a la relación entre ficción y realidad. Ambos habían trabajado (cada uno a su manera) con la autoficción y, por tanto, su trabajo literario podría leerse como documento y, en última instancia, testimonio.
¿Hasta qué punto es representativa la obra de la moral de su creador? ¿Se puede censurar o castigar a la imaginación? ¿Hay límites jurídicos para lo que podemos o no pensar? El juicio de la película evoca a otros parecidos, aunque reales. En 1857, por ejemplo, ocurrieron dos de los más célebres. En el banquillo de los acusados fueron sentados, con escasos meses de diferencia, Flaubert y Baudelaire. Ya he contado en otra parte cómo el abogado imperial Ernest Pinard lanzó ataques contra Madame Bovary y Las flores del mal (dos géneros diferentes, con temáticas disímiles), lo interesante es que sus argumentos no condenaban a la literatura, sino a sus "desvíos": esos pasajes (párrafos o estrofas) en donde la línea entre el buen gusto y lo procaz se desvanecía, es decir, donde la ficción se despojaba de sus antiguos artilugios retóricos y respondía a nuevas formas de realismo. Cuando Flaubert se enteró de la acusación contra Baudelaire (siete meses después de su juicio) le escribió una carta al poeta: "¿Por qué? ¿Contra que ha atentado usted? ¿Contra la religión? ¿Contra las buenas costumbres? [...] Eso sí que es nuevo: ¡demandar un libro de versos! Hasta el momento, la magistratura dejaba a la poesía en paz". Pero la fiscalía no se iba a detener en cuestiones de géneros literarios, pues, en palabras de Pinard, las páginas de estos libros conducían "necesariamente a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor".
Al defenderse, los acusados se convirtieron en paladines de la autonomía del arte. El problema, sin embargo, radica en que esa autonomía se ejerce en los espacios públicos, regidos por leyes, políticas, ideologías y religiones de todo tipo. Los públicos artísticos suelen ser minoría, y con frecuencia no tienen voz ni voto en las discusiones políticas ni legislativas. Desde los lejanos días de Platón, se vio con recelo a los poetas por hablar sobre mundos posibles y por sugerir que las verdades no son únicas. La censura no puede callar a la literatura ni borrar el pasado. Transmite una experiencia y un conocimiento peculiares que nos hace de pronto mirar al mundo con las manos en el suelo y los pies en el aire.
La imposibilidad de definir, de manera previa, un discurso plenamente artístico (sea literario, plástico, escénico, etc.) hace trastabillar cualquier defensa de autonomía o de la separación entre ficción y realidad. Con todo, ese deslinde existe y no obtendremos mucho juzgando obras artísticas desde el ámbito de la moral; ganaremos experiencia, en cambio, si aceptamos que ellas nos confrontan y nos sacuden. Nos muestran posibilidades y variaciones de nuestra condición, con todo lo contradictoria que ésta pueda ser.
« Víctor Barrera Enderle »