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Opinión Editorial


Identidad secreta


Publicación:15-12-2021
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¿Podemos mantener en secreto nuestra identidad en un ambiente donde el espectáculo se ha vuelto la mejor forma de difusión?

En estos días en que se pondera más el nombre de autor (esa categoría o marca publicitaria) que la obra, resulta curioso, cuando menos, imaginar los días en que varios creadores se afanaban en ocultar su identidad y en hacer de su escritura su única referencia. Tal vez el caso más emblemático del siglo XX sea el de B. Traven (aunque existen otros célebres, como el de Salinger, quien no ocultó su nombre, pero sí se alejó de los reflectores y de la publicidad). El afán de Traven de mantener ocultas sus señas particulares fue emblemático. Los datos llegaron a cuentagotas, muchos años después. Su nombre real era Otto Feige, aunque también afirmó llamarse Ret Marut (y Traven Torsvan y Hal Croves); y algunos sostuvieron que había nacido en Schwiebus, Brandenburgo Oriental en 1882, mientras que otros hacían de Chicago su ciudad natal (y marcaban 1890 como año del natalicio). En Alemania trabajó, al despuntar el siglo XX, como obrero, actor, escritor y editor. La caída de la breve y utópica República Soviética de Baviera en 1919 lo empujó a una clandestinidad que no lo abandonaría nunca. En 1924 desembarcó en Tampico y comenzó a escribir una saga literaria que haría de México y sus habitantes el tema central de sus narraciones.  

Estos antecedentes alimentaron uno de los reportajes más intrépidos del periodismo mexicano del siglo XX. El 7 de agosto de 1948, el joven y desconocido aprendiz de escritor Luis Spota publicó un artículo en el semanario Mañana revelando la identidad del autor de La rebelión de los colgados. Spota había seguido el rastro del dinero (emanado de la producción cinematográfica de El tesoro de la Sierra Madre), y sospechado de los vínculos que tanto John Huston, director de la cinta, como Hal Croves (supuesto representante de Traven) había establecido a lo largo de la filmación (realizada en diversas locaciones del país). Muy pronto, Spota cayó en la cuenta de que Croves y Traven eran la misma persona. El misterio se había develado. Pero lo interesante aquí es el cruce de dos discursos literarios de gran peso en la tradición: el del ocultamiento y el de la revelación. El primero consiste en la difuminación de la identidad (dejar de ser para volverse escritura); el segundo, es un rastreo detectivesco en busca de pistas y cuya aspiración máxima radica en descubrir la verdad.  Ambos deseos se ven mediados por el mundo literario y sus demandas (al fin y al cabo, los libros y los suplementos son mercancías que, para circular, necesitan la participación de editores y lectores).

¿Hasta dónde es posible llevar la libertad de acción dentro del campo de la literatura? ¿Podemos mantener en secreto nuestra identidad en un ambiente donde el espectáculo se ha vuelto la mejor forma de difusión? ¿No es acaso la identidad también una forma de ficción narrativa? Estas preguntas se mantienen en suspenso, esperando una respuesta definitiva, que tal vez nunca llegará.  Lo cierto es que, tras la publicación del reportaje, B. Traven redujo su producción casi al mínimo (en 1950 publicó Macario y, en 1960, Aslan Norval); y Luis Spota consolidó su carrera como escritor (en 1950 lanzó La estrella vacía, uno de sus mejores trabajos). El primero se había hecho cargo de describir y denunciar las penurias y los infortunios del ámbito rural en México; el segundo, se abocaría a retratar los vicios y las corrupciones de la vida urbana. 

En cierta  forma, el cruce entre estos dos modos de entender lo literario  iba a marcar el tránsito de la literatura mexicana hacia su condición moderna (y contradictoria). ¿Cómo dará cuenta la literatura de nuestra absurda y cruenta realidad presente? El tiempo nos lo dirá, revelando la identidad, ahora secreta, de sus autores. 



« Víctor Barrera Enderle »