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Opinión Editorial


Escritura como duelo


Publicación:22-09-2021
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Tal vez ahí radica el trabajo de duelo que hace la escritura: no en la idealización de los seres perdidos, sino en su rehumanización

Mi paseo dominical me llevó a una librería: encontré, sin buscarlas, las memorias (o quizá sea más apropiado decir: el relato testimonial) del hijo de Gabriel García Márquez, el cineasta Rodrigo García:  Gabo y Mercedes: una despedida. Salí de ahí con el libro bajo el brazo y fui a una cafetería para leer un rato y consumir el resto de la mañana.  Leí la mitad del libro ahí mismo, ante un cortado que se fue enfriando, el resto al volver a mi departamento, luego almorzar en un local de mariscos en el centro de la ciudad. (Confesión innecesaria: siempre he tratado de compaginar mi actividad lectora con las rutinas y demandas cotidianas.) El libro se coloca en la genealogía de obras como Patrimonio de Philip Roth y de tantos otros autores y creadores que hablan y tratar de superar la muerte del padre (cómo no pensar en El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince): “Escribir sobre la muerte de un ser querido debe ser casi tan antiguo como la escritura misma, y sin embargo, cuando me dispongo a hacerlo, instantáneamente se me hace un nudo en la garganta”, dice Rodrigo García

Añado más: escribir sobre la pérdida del padre es ponderar nuestra propia mortalidad: “Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / como se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando…”, los inmortales primeros versos de las Coplas por la muerte de su padre (1476), de Jorge Manrique, lo dejan claro. ¿Y quién no recuerda estos versos de Sabines: “Te enterramos ayer. / Ayer te enterramos. / Te echamos tierra ayer. / Quedaste en la tierra ayer. / Estás rodeado de tierra / desde ayer…”?  La pérdida material, corpórea, da paso a un largo proceso de duelo. Alfonso Reyes, en su entrañable Oración del 9 de febrero (escrita en secreto para exorcizar la pérdida del padre), sostenía que, desde el día en que el general Bernardo Reyes cayó abatido frente al Palacio Nacional, había una ruina en su corazón. 

Pero Rodrigo García nos habla desde la orfandad absoluta: no sólo describe la partida del autor de Cien años de soledad sino culmina su relato con la pérdida de Mercedes, su madre y compañera de vida del escritor: “Sé que no publicaré estas memorias mientras ella pueda leerlas”. ¿Para quién se dirige, entonces, el registro de los últimos días del escritor? García aclara que comenzó a escribir sin saber muy bien por qué. Sabía, sin embargo, que su oficio no eran las letras, sino el cine, pero sentía que debía tomar la pluma y redactar el último capítulo de la vida de su progenitor. El deterioro físico había empezado a llevarse la mente del escritor mucho antes: “Estoy perdiendo la memoria, pero por suerte se me olvida que la estoy perdiendo…”, le dijo en algún momento el Gabo; y, lo sabemos, sin memoria no hay literatura. Poco a poco el autor colombiano fue convirtiéndose en un desconocido para sí mismo: leía sus propias obras con el extrañamiento y asombro del primer lector: “¿De dónde carajos salió todo esto?”, se preguntaba tras cerrar las páginas. El hijo se encuentra, así, ante una gran disyuntiva: registrar estos últimos momentos del autor de Cien años de soledad (como si fuera su última obra) o dejar que el tiempo lo borrara todo. En algún momento de su testimonio confiesa: “Estoy sumamente consiente de que cuento con una panorámica excepcional de sus ochenta y siete años. El principio, la mitad y el final están frente a mí y se despliegan como un libro en acordeón”. Su decisión, me parece, fue al correcta. 

Finalmente, la muerte llegó y se hizo pública la desaparición de García Márquez. El funeral fue un acto a la vez político y multitudinario (con los presidentes de México y Colombia a la cabeza): ¿había espacio ahí para el duelo? Rodrigo García sabía que no y escribió este libro para procesar sus propios dolores y temores. “Siento una admiración renovada por mis padres. Admito que este punto de vista (algunos lo llamarán revisionismo) no es inusual. La ausencia nos vuelve más cariñosos y más comprensivos, y reconocemos que nuestros padres tenían pies de barro como todo el mundo”. Tal vez ahí radica el trabajo de duelo que hace la escritura: no en la idealización de los seres perdidos, sino en su rehumanización. 



« Víctor Barrera Enderle »