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Opinión Editorial


Debate eterno


Publicación:30-06-2021
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La tensión entre ficción y realidad (que nuestros ancestros describían como la lucha entre el arte y la naturaleza) no es, por supuesto, nueva

La tensión entre ficción y realidad (que nuestros ancestros describían como la lucha entre el arte y la naturaleza) no es, por supuesto, nueva. Registro de ella hay desde los primeros testimonios escriturales y gráficos: los signos sustituyen a los acontecimientos, pero ¿con cuánta dosis de veracidad los representan? La bestia dibujada en la oquedad de la caverna, ¿era tan temeraria como la presa cazada y devorada por la tribu? Imposible precisar con exactitud el grado de representatividad del discurso artístico. Lo cierto es que los cuentos y relatos contados junto al juego, cerca de la medianoche, han provocado más desvelos y fascinaciones que las experiencias reales. Nuestro paso por el mundo se completa tanto por lo vivido como por lo imaginado. Luis Buñuel solía otorgarle igual importancia a las horas que pasaba despierto como a las que pasaba dormido. La mitad de la existencia la vivimos bajo el imperio de los párpados cerrados, soñando un universo propio. Lo que sí es nuevo, me parece, es la variación en la percepción de estos dos conceptos. Trataré de explicarme. 

La dimensión ficcional de nuestra condición humana no solía ser valorada, al contrario: se le rechazaba con fuerza, fuera por su carácter improductivo o por su condición subversiva (imaginar otra forma de existencia solía ser peligroso para los que ostentan algún tipo de poder). La censura de las conductas (públicas y privadas), tan cara a religiones y gobiernos, llegaba, con frecuencia, a los terrenos de la ficción: a Gustav Flaubert, Oscar Wilde y Allen Ginsberg se les juzgó públicamente por faltas a la moral y sus obras literarias fueron utilizadas como pruebas en su contra. Sin embargo, esa condición cambió drásticamente en la medida en que el arte y sus manifestaciones se convirtieron en objetos de consumo (no digo con esto que las producciones artísticas estuvieran antes exentas del trasiego del dinero y de las mercancías, en una suerte de limbo autonómico; siempre han poseído una dimensión social, pero ésta ha cambiado con el paso de los años). Ya Basil Hallward, el pintor de El retrato de Dorian Grey, se quejaba de que: “Vivimos en una época en que los hombres no ven el arte más que bajo una forma de autobiografía. Hemos perdido el sentido abstracto de la belleza”. Con la llegada de los medios de comunicación masiva (y ahora con la hegemonía de las redes sociales) esta tendencia se ha agudizado hasta extremos insospechados. No se ha valorado, sin embargo, la dimensión ficcional, sólo se la ha utilizado como forma de proyección egocéntrica. El rechazo a separar la vida del creador o la creadora de su trabajo artístico permanece (y a veces se recru-dece hasta el linchamiento). 

De un tiempo a esta parte, siento que habitamos la isla descrita en La invención de Morel (1940), la novela fantástica de Bioy Casares, donde el fugitivo, náufrago y narrador de la obra se encuentra (y enfrenta), sin saberlo, con una suerte de hologramas de personas proyectados infinitamente. Hombres y mujeres que repiten gestos de felicidad impostada, actuado su cotidianidad como actores de segunda categoría. “Estar en una isla habitada por fantasmas artificiales -confiesa- era la más insoportable de las pesadillas; estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado de un fantasma (tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una existencia de fantasma)”. Nuestros avatares se despliegan y viven su propia vida de fantasía en las pantallas de computadoras y celulares sin la menor gracia. Pero eso no es lo lamentable; lo patético es que nos forzamos a creer que esa es nuestra verdadera existencia. 

No deja de ser irónico que se juzgue con tanta severidad a las obras de ficción (por tratar de ser independientes “del mundo real” y por cuestionarlo de manera permanente) y, por el contrario, se acepte con facilidad las imposturas que se suben a diario en las redes sociales y aplicaciones de moda. Creo que ha sonado la hora de resignifi-car el eterno debate entre ficción y realidad. No sólo defender nuestro derecho a la imaginación, sino exigir que nuestras ensoñaciones contengan fondo y forma. Si vamos a inventar nuestra existencia, hagámoslo de manera más artística y literaria posible. Tal vez por eso sostenía Oscar Wilde: “las re-glas de la buena sociedad son o deberían ser las mismas que las del arte”. 



« Víctor Barrera Enderle »