Banner Edicion Impresa

Opinión Editorial


427 años de la fundación de Monterrey


Publicación:18-09-2023
version androidversion iphone

++--

Este miércoles 20 de septiembre, es decir, dentro de un par de días, conmemoraremos una fecha que me enorgullece.

Este miércoles 20 de septiembre, es decir, dentro de un par de días, conmemoraremos una fecha que me enorgullece, pero a la vez, me genera inquietud cómo hemos interpretado este hecho histórico tan significativo, como lo es la fundación de la Ciudad Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey.

            Me enorgullece porque pienso en la valentía de estas familias para iniciar una aventura colonizadora, donde sus vidas estaban en peligro constante. También creo que había una motivación de poder y riqueza detrás de esta decisión, que los impulsaba a enfrentar la adversidad y los riesgos que esta implicaba.

            Un dato que llama la atención: la colonización la realizaran solamente familias españolas, omitiendo la alianza vigente con los tlaxcaltecas, con quienes, en común acuerdo, acostumbraban iniciar aventuras de este nivel. Los aliados y leales tlaxcaltecas eran excelentes guerreros, además realizaban labores diplomáticas con los indígenas originarios de estas tierras, conminándoles a dejar las armas e integrarse a la nueva vida sedentaria, reconociendo al Rey de España como su soberano.

            Cuando analizamos este importante período fundacional de Monterrey, hacemos referencia a las hazañas realizadas por Diego Díaz de Berlanga y su esposa, Mariana Díaz; Diego de Montemayor el mozo, y su cónyuge, Elvira de Rentería; también Diego Rodríguez y Sebastiana de Treviño; o Juan López y su distinguida esposa, Magdalena de Ávila; no podemos olvidar a Martín de Solís y su esforzada mujer,  Francisca de Ávila; también a Diego de Maldonado y  Antonia de la Paz; otro colono denodado fue Juan Pérez de los Ríos, que llegó con su familia y  con su esposa, Agustina de Charles; entre otros valientes colonos que emprendieron la aventura al llamado de Diego de Montemayor.

            Después del año 1611 todo cambió, la pequeña población se inundó, y fue necesario cambiar el área habitada desplazándose hacia donde actualmente se encuentra la plaza Zaragoza, específicamente el palacio de Gobierno. La ciudad siguió creciendo lánguidamente, poco a poco llegaba gente de diversas regiones de la Nueva España, y la pacificación de los indios, aunque lenta, había permitido que algunos de los colonos aún solteros, establecieran vínculos con diversas parejas, formando nuevas familias.

            Hace unos días llegó a mi escritorio un pergamino, pienso que se trata de una fuente primaria de información, que data del siglo XVII, fue escrito después de la inundación mencionada, la informante es una joven, según consta en el documento, una mujer indígena, madre de los primeros niños mestizos nacidos en Monterrey.

            No puedo revelar la fuente que hizo llegar este manuscrito inédito, probablemente traspapelado en algún archivo oficial del Estado de Nuevo León, y que fue a dar, por casualidad, a manos de quien amablemente me permitió acceder a él y leerlo.

            Lo transcribo para usted, amable lector y lectora, dando fe de su autenticidad:

"En el año de quinhentos e setenta e sete de Nuestro Señor Jesucristo, en las profundidades de las tierras onde flui água e mel, de la que hoy conhecemos como Cidade Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey, Tlapali Cozamalotl (Paloma Hambrienta), mamá grande, vino a este mundo. Era una infanta de la naturaleza, criada em um ambiente onde los ojos de agua fluían libremente y la tierra nutría a su comunidad. Pero su infancia se vio ensombrecida por la llegada de homens barbudos, soldados espanhóis que tomaron posesión de nossas terras ancestrais. Arrebataron nuestros manantiales, aqua cristallina et pura como la mirada de um cervo en un campo de alfaces. Gracias a  Zephyrocoatl y Tlachinol, dioses del viento y del sol, los soldados se retiraron, no sin antes llevarse a nossos seres queridos, hombres y mujeres libres, quem fueron atados y arrastrados, descalzos y desnudos.

            Mamá grande creció en medio del estruendo de cascos de cavalos galopando y la luta por sobreviver un día más. Aprendió a esconderse de los conquistadores enquanto mantinha viva a memória de sua terra natal. Años después, en el año de mil quinhentos e noventa de Nuestro Señor Jesucristo, mi madre, Xochicuahuitl (Lechuza de alas grandes), vino a la luz do mundo. Durante sua infância, los homens barbudos regresaron. Esta vez, no solo se llevaron a nossa gente, sino que también levantaron sus chozas y pastaron a sus anchas por las amplias planícies, transformando a terra que alguna vez fue nossa en un paisaje desconocido, sem semblante.

            Apesar da presença aterrorizante dos conquistadores, mi madre creció en este novo mundo, observando cómo prosperavam e celebravam  estranho rituais al aire libre, ceremonias que resonaban con una fe que ella nunca había conocido. La vida prosiguió, y con ella, la adaptação a esta nova realidade. Pero en el año mil seiscentos e três de Nuestro Señor Jesucristo, el año en que vine a este mundo, la vida dio un giro inesperado.

            Mi madre me protegió zelosamente dos homens barbudos, resguardándome de sus miradas indiscretas enquanto crescia. Sin embargo, à medida que pasaban los años, llegó el momento en que no pudo hacerlo más. Yo, índia coahuilteca, bendecida por Teotl Nahuíl, Madre protectora, encontrei um futuro dichoso: me casaron con uno de ellos, um homem de palavras extrañas y costumbres que chocaban con todo lo que conocíamos. Seu nome: Juan Solís, dueño de numerosas majadas y amplias chozas, me brindó una vida apacible hasta que una fiebre lo llevó consigo. Que Dios lo reciba en su Santa glória. Juntos dimos vida a seis filhos, quem cresceram aprendendo o espanhol tanto como nossa língua alazapa, llevando consigo una doble sangre que corre por nossas venas y une nossos espíritos.

            Después, tras la morte de meu marido, fui a vivir a la fazenda de Santo Domingo, donde asistí a la senhora Juliana Quintanilla. Ella también quedó viúva, após a morte de su ilustre esposo, Domingo Manuel, quien fue surpreendido por las saetas de fúria dos índios encomendados a su noble responsabilidade por Don Diego de Montemayor.

            Yo, Andrea Solís, en nombre de mi sagrada família, doy testimonio para a posteridade que somos parte desta imensa e isolada terra llamada Monterrey. Comparto este testemunho porque tengo visiones de que estas modestas chozas algún día se convertirán en monumentos pétreos de vastedad inmensurable, que se elevarán hasta las nubes, donde habitarán os filhos, os filhos de seus filhos, junto con miles de almas más. Recibirán en esta Cidade Metropolitana, desde este día hasta la eternidad, la bendición de Nuestro Dios Todopoderoso y de Nuestro Señor Jesucristo.

En la Cidade Metropolitana de Nuestra Señora de Monterrey.

En el día treze del mês de setembro del año mil seiscentos e vinte e três de Nuestro Señor Jesucristo".



« El Porvenir »