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Visiones de la infancia

Visiones de la infancia


Publicación:03-04-2022
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Que nadie me diga que pienso que todo lo sé… Porque si de algo estoy segura es de lo mucho que me falta por aprender

Cuando sea grande…

Carlos A. Ponzio de León

      La señora Marthita ahora nos lleva a la escuelita bíblica. A mí me gusta el verano porque podemos jugar béisbol todos los días. Quedamos de vernos en la mañana, afuera de la cochera de Oscar, con guantes, bates y pelotas, y nos aventamos un partido de nueve entradas, a veces dura hasta la hora de la comida. Cuando nos da sed, pedimos tiempo fuera y tomamos agua de la llave del jardín de la señora Marthita. A veces, al cátcher se le va la pelota y tiene que correr por toda la bajada de la avenida. Luego viene cansado de regreso en la subida, caminando despacio, mientras lo esperamos tirados en la sombrita de la cochera de Oscar. Ya después de la comida, volvemos a vernos en el parque y jugamos otro partido, hasta que no podemos ver la bola, como a las ocho de la noche. Las mamás comienzan a gritar desde las puertas de las casas y por las ventanas, hacia la calle, que ya nos metamos, pero todos seguimos jugando. Nada más que ahora, con lo de la escuelita bíblica, el béisbol no lo jugamos. 

      Me la paso en el salón bíblico toda la mañana, solo con compañeros que no conozco, escuchando historias de la Biblia, aprendiendo a hacer engrudo e inflando globos. Ya no es tan divertido. Además, Carlos y Oscar toman clases en otro salón. Los veo en el recreo y ellos solo juegan con niños de sus salones que ni conozco. Yo me quedo dándole vueltas a los árboles, pisando las raíces, mientras me como el sándwich de pan blanco y queso amarillo que nos dan. Mi mamá dice que el pan blanco no es bueno, que es mejor el integral. Y dice que la escuelita bíblica es de otra religión, pero que no importa, que como quiera venga.

      El primer día, había un perro blanco, peludo, paseando atrás de las flores, oliendo los zapatos de unos niños. Y lo agarraron a patadas. Me dio coraje y me dieron ganas de llorar. El perrito hizo un ruido. Salió corriendo como pudo, cojeando, agachado y con la cola entre las patas. Ninguna de las maestras se dio cuenta. Yo hubiera querido patear a los niños o decirles a las maestras, pero los cuatro son más grandes que yo. Me caen mal y me da rabia porque Carlos y Oscar juegan con ellos en el recreo. En mi casa tenemos al Terry. Es un dálmata blanco, de manchas negras, pelo corto y muy fuerte. Seguramente él los hubiera mordido. Hubiera defendido al perrito de aquí.

      Ese día la maestra nos contó la historia de Caín y Abel. Ya había visto yo de eso, porque en mi casa hay un libro amarillo que se llama Historias Bíblicas, con dibujos, y ya sabía que uno de los hermanos mató al otro. Porque uno agradó a Dios, y el otro no. Lo que no entiendo, es por qué a Dios le gustó Abel, que mató a las ovejas. Ellas no tenían la culpa. Y a Dios le gustó que las matara. Yo soy como Caín, hubiera ofrecido a Dios frutas y verduras, las más bonitas. Yo no hubiera matado a las ovejitas, eso es cruel, como lo de las patadas al perrito. A nadie nos gusta que nos sacrifiquen.

      La maestra dijo que, a Dios, lo que le gustó de Abel, fue que hizo el sacrificio con fe, y que Caín no lo realizó así, con la fe, sino por convenenciero. Yo no le creo. Porque si uno hace un sacrificio, lo hace siempre con fe. Como portarse bien y ayudar a la gente. No nada más porque así nos va a ir bien. Sino porque somos buenos. Al perrito, los niños no lo patearon por amor a Dios, más bien por odio, no les gustó. Y dice mi mamá que Dios está en todas partes.

      Ese día, yo le pregunté a mi mamá si Dios es malo, o si Dios es el diablo, o qué. Me dijo que las personas necesitamos comer carne y pollo y pescado y otros animales. Y para comérnoslos, hay que matarlos, pero sin hacerlos sufrir. Yo no creo que todos los pollos hayan nacido para ser caldo de pollo. Yo a veces me siento como un pollo y me da miedo. Me dan ganas de llorar. Mi papá dice que es la naturaleza humana.

      Trato de no ponerme triste, pero batallo. A mí gusta correr, escuchar música de Pica-Pica y CantaJuego, jugar de primera base en el béisbol, el tiempo del recreo y las zucaritas; me gustan los amigos. Lo bueno es que la escuelita bíblica se acaba hoy. ¿Dios será malo? Dicen que dejó que mataran a su único hijo. Yo me pondría muy triste si mi Papá dejara que me mataran. Dice mi papá que en la Biblia dice que a Dios le gustan los sacrificios con sangre, por el olor. Yo no quiero matar a nadie. Yo espero no sufrir cuando sea grande.

Niños de ayer

Olga de León G.

Dios es bueno con todos. El templo, la iglesia, solo son la casa de Dios en la tierra; tanto como los corazones de los hombres y mujeres buenos que la habitan. 

      Fue una niña tímida disfrazada de valiente. Tenía que serlo, era la mayor de sus hermanos y, era mujer… ya se sabe cómo es y cómo fue el trato, ¿respeto y consideración para con las niñas, por ser mujeres?; no siempre, ni en todas partes. Muy diferente para con los varones; si bien, no mucho en su casa. 

      Tuvo un padre liberal y progresista, en muchos sentidos; conservador, en otros. De buenas costumbres y educado; creció al amparo de la fe, educado por una mujer de carácter de roble y un padre firme y amoroso. 

      Esa parte de la historia de su padre la cuenta ella, la niña grande, que aún ahora sigue siendo en mucho, niña. En adelante, en esta narración me asumiré ella, para darle mayor credibilidad y mi total empatía, merece mi respeto como ser humano y como fémina, la siento casi mi alter ego. Así pues, os contaré que:

      De pequeña siempre tuve un temor enfermizo a que se me apareciera el diablo, peor aún: de que yo fuera la mismísima encarnación del demonio: una niñita de apenas cuatro o cinco años, cuando hacía algo que enfurecía a mi madre y esta me gritaba: “- ¡se te va a aparecer el chamuco, ya lo verás!”. Y, la cosa se agravó cuando entré al colegio religioso, particularmente hacia la primera mitad del tercer grado.

      Mi padre comenzó a notar ciertas señales de que algo no estaba bien en el colegio, con la madre de tercero. Bajé de peso, sin enfermedad alguna; me volví más reservada, ya no quería salir a jugar con las vecinitas… me la pasaba en casa, jugando sola o con mi hermanito menor. Muchas noches, no lograba conciliar el sueño, estaba en vigilia de las sombras dentro de mi cuarto, del movimiento de las ramas de los árboles, tras la ventana, de los ruidos… Las ojeras aparecieron en mi rostro y mis padres se alarmaron. 

      La salida del colegio y cambio a uno laico y mixto, no se hizo esperar, ni las visitas al médico y la toma de vitaminas e hígado de bacalao: ¡huácala!, solo recordarlo me revuelve los intestinos. Resultado: para los nueve años, ya era yo una niña gorda, gordita, para decirlo eufemísticamente o con algo de cariño. 

      En la adolescencia, eso del aumento de peso, fue fatal: pérdida de la autoestima que disimulé metiendo mi cabeza en los libros: devoraba el que tuviera a mi alcance, y no siempre fueron los más adecuados para mi edad;  arriba de un ropero, no era un impedimento para alcanzar a bajarlo (mi padre debió buscar mejores escondites); terrible fue toparme, antes de los quince, con La ciudad y los perros de Vargas Llosa y luego, otra vez: reclusión, no quería salir con mis amigas delgadas de cinturita de avispa y faldas de muchos vuelos: ellas lucían hermosas, mientras yo parecía una piñata que andaba titubeante y con la espalda encorvada.

      La salvación llegó pronto, para mi fortuna y mi destino: saldría de aquella polvorienta ciudad que tanto amé y sigo venerando en mi memoria, pero a cuya sociedad nunca me integré. Me estaban saliendo alas y las usé: volé hacia estudios medios superiores… y, después vendría la ruptura definitiva del cascarón: la Universidad y el amor.

      Mas como suele ser la vida, nada es gratuito, ni todo son hojuelas en miel. El sufrimiento vuelve a aprisionarme y apoderarse de mí, recién comenzaba a volar, a tener sueños otra vez con aspiraciones superiores: “brincar el charco”. No, no podía hacerlo, debía cumplir con mi consigna de buena hija, buena hermana: la mayor.

      Y, no todo fue malo: descubrí una vocación… O me la impuse, para no renegar de la vida ni de Dios. Aprendí que hay que amar lo que uno hace y para lo que se es bueno o buena, y no buscar eternamente un sueño absurdo o imposible: No, conozco mis límites.

Así fue como mandé al demonio al diablo y me quedé con Dios, un dios personal y amoroso que me ayuda a ser mejor… ¡eso creo!

      Que nadie me diga que pienso que todo lo sé… Porque si de algo estoy segura es de lo mucho que me falta por aprender: de un niño, de los que nada tienen y todo lo dan, de los libros no leídos (¡varios océanos!). Y, especialmente, de los niños de ayer…



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