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Sembrando flores en jardines ajenos

Sembrando flores en jardines ajenos


Publicación:23-10-2021
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El aroma de las rosas

Carlos A. Ponzio de León

      

      “Una torta de frijol y queso”, ordenó Chago sin mirar el menú. Solía detenerse en “La Florentina” cada vez que viajaba a la Ciudad de México. Había buen espacio para estacionar el tráiler y en la casa de al lado vivía Rosita, que no le cobraba mucho por sus ratos de amor y además le daba trato especial: compartiéndole su cama si requería quedarse a dormir algunas horas. Pero esa noche era diferente, debía continuar por carretera para llegar a su destino antes del mediodía siguiente, así es que se metió entre las sábanas media hora y se despidió con un beso. Ya tenían muchos años de conocerse, así es que Rosita no dudó en avisarle: “Te huele raro la boca, Chago”. Él se quedó pensando y respondió llevándose una mano a la frente: “Debe ser el hambre. Desde que crucé la ‘Curva del Murciélago’ me dolió la cabeza. Voy a comer algo”.

      Al dar la primera mordida al lonche de frijol, sintió que algo tronó en su boca, y hasta el cráneo se le estremeció. El dolor hizo eco por toda la espina dorsal hasta continuar por las piernas y enterrársele en los pies. Sintió humedad en la lengua. Le supo a sangre. Sacó de la boca lo que tenía adentro: Un pedazo de torta machacada y una piedrita que se habría colado entre el frijol molido. Luego, un pedazo de muela. Todo embadurnado en sangre. Sintió un vació en la mandíbula. Al tocar con un dedo, el otro pedazo de muela estaba ahí, flojo, listo para salir con solo levantarlo.

      Subió al tráiler con las piernas temblándole. Sin señal de internet hasta diez kilómetros más adelante, conducía erráticamente, medio cegado por un dolor que le desmoronaba el revestimiento interno de sus mejillas, y que le endurecía el cráneo. Iba como río abajo a punto de desbordarse. Apretaba, pero el suplicio no cedía. Llegó a la zona baja y se orilló como pudo. Buscó a través del teléfono. Marcó a la clínica dental que se encontraba más cerca. “Cerramos a las diez de la noche”.

      “Pregúntele a la doctora si me espera a las once… por piedad”, dijo mirando el reflejo de su rostro deforme sobre el cristal frontal del tráiler. Chago solo escuchó silencio, pero en la carretera tronaban fuerte los cláxones desesperados de los autos que le reclamaban que estuviera mal orillado. “Sí, pero le cobra cincuenta por ciento más caro”. “Voy para allá”. 

      El dolor iba adormeciéndole la conciencia, pero Chago apretaba los dientes, se mordía los labios y los cachetes, y reacomodaba su cintura. Cuando entró a la ciudad conocía de memoria el camino, hasta la bocacalle que iba a dar a la clínica. Ahí se encontró con que era de venida, y no de ida. Ni siquiera suspiró, se lanzó en contra. Atravesó dos calles y de la oscuridad salió un auto del que se encendió una sirena y se le colocó al frente para detenerlo.

      “Es emergencia, oficial”, pronunció el trailero toscamente, con el hocico hinchado y la camisa ensangrentada, como si bajara de un ring, en medio de una pelea. “Le va a costar, amigo”. Chago abrió la cartera y le dio los únicos mil pesos que traía. “¿Con qué le voy a pagar a la doctora, oficial?”. El patrullero regresó al auto con su dinero en la mano.

      “Siéntese donde guste”, le dijo la dentista al recibirlo. Iba a tomar sus datos, pero al verlo llorando, mejor le dijo: “Pásele por acá de una vez”, y lo sentó en el sillón estomatológico. Sobre la charola de metal, Chago pudo observar el espejo de exploración, la sonda, las pinzas, el bisturí, tijeras, porta agujas, alicates y fórceps, todo lo que podría llegar a ser necesario. “Abra la boca”. La mujer examinó. “Le va a costar tres mil pesos”. Chago se quedó con la boca abierta. “¿Le puedo dejar en garantía un tráiler con diez autos? Prometo regresar a pagarle”.

      La dentista sonrió. “De acuerdo. Mi nombre es Olivia y voy a hacer una travesura que, le va a doler, pero no me voy a tardar”. Chago sintió que un relámpago lo rompía por dentro. Endureció el cuerpo y comenzó su trayecto en descenso. Cuando diez minutos después, la felicidad comenzó a aparecer en él, por primera vez en la vida deseó oler largamente el aroma de una rosa. Y se aseguró que eso haría muy pronto, antes de que un día, le llegara la muerte.

      

La nota junto al florero

Olga de León G.

En la casa, ella lo esperaba amorosa y resignada a recibir migajas. Al fin y al cabo, él nunca me falla, siempre está cuando lo necesitamos y me trae su “raya” completita. Le decía a su madre y cuanta vecina o comadre se entrometían en su vida llevándole “chismes”: que, si lo vieron el otro día muy acaramelado; que, si estaba en la cantina de la esquina, cuando en su casa decía andar trabajando…

      La mesa estaba puesta con mantel limpiecito y vajilla de fiesta. Solo cenarían ella, María, y su esposo, los hijos se habían ido a quedar con los abuelos, después de salir de clases; allá pasarían el fin de semana. Disfrutaban estar con ellos. Habían cumplido quince años de casados un día antes, pero, el Chago no llegaría sino hasta hoy, sábado. Un día antes había tenido un viaje especial de la compañía para la que trabajaba, había manejado hasta la capital y regresarse de inmediato sería casi imposible. Además, se merecía un buen descanso, ya tenía pensado pasar por con Rosita, aunque no contaba con que el destino le tenía preparado un tremendo dolor de muelas que lo entretendría más.

En su casa, María preparaba la comida que le gustaba a él: asado de puerco, pollo en mole y arroz rojo con chícharos: el hombre era de buen colmillo y mejor apetito. Mientras ponía a cocer las carnes en diferentes cazuelas, el pensamiento de María voló al pasado. Comenzó a recordar el día que se conocieron, lo galante que era entonces Santiago, Chago, como todos lo conocían; pero, a ella le gustaba decirle por su nombre completo, Santiago Jesús, o solo Santiago.

En esos menesteres estaba, cuando alguien tocó a la puerta, era un mensajero en taxi de allí del pueblo; se asomó y él le entregó un ramo de doce rosas. El rostro se le iluminó y agradeció con una buena propina que sacó de su bote de las ferias que guardaba en la cocina, encima del trastero.

Tomó el sobre que traía el ramo y lo dejó a un lado de la mesa del comedorcito. Puso las flores en un jarrón que llenó de agua en el fregadero de la cocina, y fue a buscar el sobre con la nota.

Los aromas a pollo y pierna de puerco, y chile colorado y especias ya inundaban no solo la cocina sino toda la casa, que era pequeña. Postergó leer la nota que venía en el sobre, por atender a seguir con los guisos. Se dijo, para sí: “al rato lo abro y leo el mensaje”.

      Continuó con la preparación del arroz rojo. Y, les retiraba la vaina a los chícharos, cunado sin ningún motivo le vino a la mente las veces que otros hombres se le insinuaron, incluso llegaron a prometerle ponerle mejor casa que la que le había construido Santiago: “María, hazme caso, yo sí te quiero, no como ese marido tuyo que te abandona por días y hasta semanas, por andar con mujeres fáciles”.

      Uno le llegó a decir, divórciate, yo quiero a tus hijos y ellos son amigos de los míos, formemos un buen matrimonio. Mira, tu sabes que soy viudo, tengo recursos, propiedades y tú serías la reina de la casa, no la sirvienta. Sacudió su cabeza, se llevó las manos a las sienes como queriendo borrar sus pensamientos.

Las horas pasaron y, el marido no llegó. María se metió a su cuarto con el sobre del ramo que le llegó… no alcanzó a abrirlo, se durmió.

Por la mañana, se levantó descansada, recogió la mesa que había dejado puesta para cenar con el marido y solo colocó en el centro el florero con agua y las doce rosas rojas que le había mandado su esposo, y echó una aspirina al agua para que aguantaran más tiempo en buen estado. 

Regresó a la recámara, tomó una maleta que tenía bajo la cama: estaba llena, tenía alguna ropa, dinero y los afeites y cosas necesarias para su aseo y tres boletos para viajar en autobús: la llevó al comedor y la dejó a un lado de la puerta. Había tomado una determinación hacía tiempo, pero a nadie le contó de sus planes.

      Sacó pluma y papel del cajoncito de en medio del trinchador, y escribió:

“Santiago:

      Encontrarás todo en orden, la comida sobre la estufa y las flores en el centro de la mesa. Parece que el destino te jugo sucio esta vez… pero a mí, a mí me hizo un favor. Si para cuando llegues las rosas aún están vivas, puedes reenviárselas a quien iban dirigidas. Que, por azares del destino o buena voluntad de alguien, me las trajeron a mí. No me busques, no me hallarás, y si de casualidad, dieras conmigo: no regresaré. Los hijos irán conmigo: soy su madre, de eso no hay duda”.

      P.D. La nota que acompañaba al ramo, también te la dejo.



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