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Bucaneros tras ilusiones
Publicación:19-03-2023
TEMA: #Agora
Contemplar el firmamento era su fascinación
El aroma vacío
Carlos A. Ponzio de León
Los adolescentes se juntaban en el jardín de la casa de la esquina, la que tenía un cuarto dedicado a ser tienda de colonia. En ese lugar se vendían refrescos, frituras, cacahuates y todo lo que las tiendas de esquina suelen vender. Los muchachos estudiaban el último año de secundaria. En el jardín cotorreaban sobre las compañeras que ya se habían convertido en señoritas, en los resultados de los partidos de fútbol profesional en los que habían participado los equipos locales, trataban de adivinar la hora a la que saldría Tomás de su casa para juntarse con ellos y traer el balón para armar una cascarita. Discutían si había que ir al cine a ver alguna película que se estrenaba en el verano, y se asomaban otra vez para ver si Tomás había salido ya de su casa, porque además de traer el balón de fútbol, él era el anzuelo. Se trataba de un niño menor que apenas y comenzaba secundaria, pero que le caía en el hígado a la mayoría, especialmente al compañero de los muchachos que atendía la tienda a esa hora: a Raúl, hijo de la dueña de la casa y de la tienda. Los piques entre Raúl y Tomás eran verdaderamente épicos. El menor de ellos podía provocar el enojo de cualquiera, y especialmente de Raúl, que le tenía una tirria monumental cuando el pequeño Tomás le presumía de sus orígenes pochos y sobre sus hermanos mayores que tenían cuatrimotos en las que andaban por toda la colonia. Finalmente, en punto de las tres de la tarde, Tomás llegaba a la esquina con el balón y el resto del grupo se alistaba al verlo: irían a tocar a la tiendita de la esquina.
El timbre, ese sonido de pajarito cantando un intervalo musical de tercera mayor, sonó hasta la cocina de la casa. Ahí, Raúl realizaba la tarea escolar con libretas y libros sobre la mesa. Se levantó de su silla y se encaminó al cuarto que servía de tienda. Oyó risotadas del otro lado de la puerta y adivinó que se trataba de los vecinos de la cuadra. Abrió la puerta metálica y los encontró. Dio un recorrido con la mirada hasta encontrar a Tomás. Cuando Raúl, el tendero, lo vio, Tomás se echó a correr con el balón en la mano. "Vas a ver... ven para acá...", y Raúl se echó a correr tras Tomás, quien no era muy atlético. En ese momento, la tienda quedaba sola y a merced de los muchachos, ellos entraban a atracar lo que podían. Metían en las bolsas del pantalón y bajo las camisas: fritos, chocolates, gansitos, pays de piña, coca-colas, todo lo que cupiera, mientras afuera, Raúl correteaba a Tomás por toda la cuadra hasta no alcanzarlo para darle una patada en las nalgas, arrebatarle el balón y pateárselo lo más lejos posible. Y allá iba el pobre de Tomás por su balón, que se iba por la bajadita cuatro cuadras hasta que se detenía solo en alguna de las cocheras de abajo. Para cuando Raúl regresaba a atender la tienda de su casa, ya todo mundo estaba sentado en su propio lugar, en el jardín, con los botines escondidos entre las ropas. En la tienda solo quedaba un compañero esperando, quien realizaba una compra mínima para disimular aquello: una cajita de chicles.
Así fue como Luis, uno de los chicos, se envalentó para lo que sería el robo que le cambiaría la vida. Vivía con su madre y su padrastro. Y cuando los jóvenes comenzaron bachillerato al año siguiente, descubrieron el tabaco y el alcohol, nuevos invitados a sus reuniones.
En su casa, el padrastro de Luis tenía una caja de madera con una botella de vino: un Romanée Conti. Luis buscó en internet y descubrió que la botella costaba medio millón de pesos. Los chicos estaban acostumbrados a beber cervezas Tecate y vodkas de ciento veinte pesos con jugo de naranja. ¿A qué sabría un vino tan caro?, se preguntaron todos cuando se enteraron.
Concluyó el primer semestre del bachillerato y Luis reprobó dos materias mientras estudiaba en la escuela privada más cara de la ciudad. Un gasto que representaba un verdadero sacrificio para su padrastro. Cuando las calificaciones llegaron a casa, el hombre perdió la cabeza. Acaba de quedarse sin empleo y con la cólera acumulada, le soltó un golpe al muchacho. Le advirtió que lo sacaría de la escuela y ahora estudiaría en la preparatoria pública de la ciudad.
El viernes de esa semana, Luis tomó la caja con la botella de vino y se la llevó a la reunión que tendría con sus amigos. Batallaron para abrirla sin destapa corchos: empujaron el corcho hacia adentro. Ninguno había probado vino tinto. Pudieron decir que su sabor era distinto tanto al de la cerveza como al de los desarmadores que preparaban con vodka y jugo de naranja; pero no más. Quizás aquello era demasiado fino y debía probarse en copas de cristal, no en los vasos de hielo seco que utilizaron.
Luis no regresó a casa. Hizo su vida como trabajador de la construcción en los Estados Unidos. Cargó con la botella de vino vacía durante dos años, hasta que un día: se dio permiso para estrellarla con fuerza contra una pared de concreto.
La niña y su estrella
Olga de León G.
Contemplar el firmamento era su fascinación. A la niña de apenas cinco años y medio, le gustaba mirar las estrellas. Para ella, la llegada de la noche era lo mejor de todo el día: ya fuera desde la ventanita del cuarto donde dormía, o directamente desde el porche, donde ella se sentaba en un escaloncito y veía hacia el cielo. Nada buscaba. Todo estaba ante sus ojos infantiles y, a la vez, tan maduros y de suspicaz mirada. Sí, allí estaba todo lo que más quería y le gustaba mirar: las estrellas, las constelaciones, algunos aerolitos que atravesaban a veces el firmamento y la luna con su cambiante apariencia, según la fecha o semana del mes.
Teresita, un día, después de ayudar a su madre a levantar la mesa, salía de la cocina con la alegría pintada en su rostro que le venía de una siempre renovada ilusión por ver el cielo y hallar en ese inmenso manto azul de distintas tonalidades, algo diferente.
Pasaron los años y Teresita siguió disfrutando de contemplar el cielo y de las pláticas de su padre, de quien atento a la niña, no le había escapado su interés por ver el cielo... entonces, se ponía a hablarles de las constelaciones y hacía que sus hijos las identificaran; la que saltaba primero a la vista de todos era la Osa mayor. Luego, Teresita hallaba también la Osa menor y realizaba alguna pregunta a su papá sobre la vida de las estrellas.
Aquella tarde, al regresar del colegio, la niña caminó con su cabecita agachada, desde que bajó del transporte y sin saludar, se dirigió hacia su cuarto: se dejó caer boca abajo sobre su cama.
Teresita contaba ya con once años de edad y estaba en quinto año: era una niña muy aplicada, con las mejores calificaciones y aunque no tenía demasiadas amigas, nadie era su enemigo y las pocas que sí eran verdaderas amigas, la visitaban para hacer juntas la tarea.
Como si el don con el que la Madre Natura o Dios la hubiesen dotado, fuese justamente cierta claridad especial de pensamiento y una gran facilidad para transmitir a otros lo aprendido.
Muchos años después, comprendió que la Lógica no era solo un curso o un crédito más en Bachilleres, sino una especie de hada madrina o hechicera que siempre la acompañaría en todo su andar por la vida y el mundo: de tantas batallas cognitivas y tantos campos recorridos por lo no tan conocido para ella, como el álgebra, la física superior o cuántica y más, había salido avanti, gracias a esta arma secreta del cerebro: el razonamiento lógico. La Lógica y su atinado pensamiento, plantado a veces en lo sensato, otras, en lo extraordinario, resolvían sus problemas y planteamientos diversos aun en la vida diaria.
Ese día, la todavía niña de escasos once años, entristeció profundamente al comprender que jamás podría tener una estrella en el patio de su casa, hacia donde daba la ventanita de su pequeña recámara, pues eran enormes, eso, en resumen, había sido lo visto en la clase de ciencias, ese día en el que Teresita llegó con los ojos llorosos y la cabeza baja, a su casa.
Y, a pesar de su tristeza momentánea, volvió a sonreír unas horas más tarde; cuando, durante las primeras horas de la noche, reunida con dos de los hermanos y su padre, le oyó decir a este: "-hijita, el firmamento siempre estará para ti, aquí, y en donde quiera que tu vayas". Y continuó: "así que escoge una estrella: la bautizaremos con tu nombre, para que cada vez que la descubramos en el firmamento, no importa dónde estés tú, siempre te veremos arriba, a lo lejos, pero te llevaremos en nuestra mente y nuestro corazón".
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