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Pequeño homenaje a Javier Marías

Pequeño homenaje a Javier Marías


Publicación:09-10-2022
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Y otra vez, el sufrimiento y la enfermedad. Y la maldición y el llanto y el dolor

Necio en sentido estricto

Olga de León

“No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio...”

Ella buscaba siempre ser escuchada, le gustaba no sé si oír su voz en público o que todo mundo supiera de su vida, de lo que le sucedía cada día, aunque nada extraordinario le pasara por lo general, según el criterio de sus escuchas. Así era ella. No le importaba lo que los demás pudieran pensar de ella; pero, en el fondo, muy en el fondo, le dolía que la mal interpretaran, o no comprendieran, en sentido estricto, lo que quería decir, y justo cuando lo decía… 

Lo que sucedía la mayoría de las veces, nadie se enteraba siquiera de: lo que intentaba decir con sus circunloquios ni de cuando lo hacía; cómo: si no escuchaban, no veían, no sentían... era como si no existieran. Y, realmente no existían. Ella hablaba sola, para sí misma o para los seres ya muertos, sus seres queridos, los que más amó.

 Así era ella, la mujer de negro, la que vestía a veces de blanco pero, predominantemente, de negro. Y no era que estuviera triste o taciturna, no; simplemente, María sabía bien que el negro favorecía a su figura, disimulando la curvas y algo del peso ligeramente de más, también le venía muy bien al color de su piel, y hacía que resaltara aún más el color entre pardo y aceituna de sus ojos y su cabello castaño con visos dorados. 

La última vez que la vi, era la de siempre. Hablaba y hablaba, pensando que relataba hechos y vivencias personales que podían interesarles a todos, su público (¿cuál?)… y se esmeraba en el vocabulario, siempre fue muy cuidadosa de no repetir palabras y aportar alguna no muy frecuente en el léxico de cualquiera.

Ese día, se levantó con algo de dificultad del mullido sillón en el que estaba, su sillón favorito, dio algunos pasos dirigidos hacia el interior del resto de su casa, luego recapacitó en que no se había despedido… dio media vuelta y con el cuerpo, espalda y cuello lo más erguidos posible, dijo: ustedes disculpen, debo retirarme, parece que mis huesos ya cumplieron su dosis de dispensa hacia los otros, al mundo de los vivos y más sanos. 

¡Buenas noches!, se quedan en su casa, por mí no se preocupen estaré bien… para mañana seré otra… o, quizás, la misma… no sé… ya se verá… Y desapareció tras el vaho que entraba por las rendijas de la puerta y las ventanas del pasillo.

Desde mi experiencia de cazador de espíritus y con mi habilidad para reconocer los rostros del mañana, creo que ella fue tan real como la muerta con la que casi dormí cuando fui de visita a mi pueblo natal, allá muy cerca de Córdoba… la ocasión aquella que les referí en otra novela… O habrá sido un cuento largo… No lo sé, la crítica a veces me confunde, sobre todo cuando es muy buena para descifrar, separar, analizar y ver hasta lo que jamás pensé que hubiese escrito.

Sí, a María la tuve muy cerca de mí, hablándome como solía ella hacerlo, mucho y con agilidad no solo en la lengua sino también en el pensamiento. Se despidió mirándome a mí, ya que nadie más estaba allí; solo yo quedaba en su acompañamiento, todos se habían ido hacía más de una hora. Mis dones estuvieron a prueba ese día por la tarde: vi el rostro futuro de más de uno, y no me gustó el resultado: Vi a María, mi gran amiga y colega con el rostro de la muerte.

Necio en el sentido más estricto, me levanté, y la seguí…

El hombre sentimental

Carlos A. Ponzio de Leó

Concluyó su clase diciendo: “Chicos, gracias por intentarlo con el temporizador. Será importante en sus vidas, como escritores de ficción, la escritura libre. Acostumbra a llenar la página en un período corto de tiempo”. Y los dejó salir hasta el siguiente lunes a las nueve de la mañana. Y esta vez, en lugar de meter apresuradamente su laptop en la mochila para salir corriendo hasta su auto, lentamente sacó de una bolsa de plástico el borrador y limpió del pizarrón lo que en él había escrito, con la calma de un cangrejo que no sabe a dónde va a llegar. Los trazos largos del brazo extendido, casi sin doblar los codos, sosteniendo el borrador con la mano curva, como si se tratara de una pelota de béisbol, iban y venían de izquierda a derecha y viceversa. Ese día había escrito, con el marcador, más que lo de costumbre, porque solía llevar su material condensado en presentaciones que realizaba en el sitio Canva. Y cuando al salón de clase traía fragmentos de novelas para compartir con sus alumnos, los distribuía como fotocopias que le costaban medio euro la decena de hojas, y que él pagaba de su propio bolsillo. No entendía cómo usar las fotocopiadoras gratuitas instaladas en cada piso de la universidad. La llave para hacerlo era su contraseña, que tenía apuntada en alguna libreta que siempre dejaba en el departamento. Regularmente olvidaba apuntar la clave en alguna hojita de papel. Cuando dejó limpio el pizarrón blanco, guardó su material en la bolsita Ziploc de plástico, desenchufó la laptop tanto de la corriente eléctrica como del cable HDMI, guardó todo en la mochila y caminó desde Aulas II hasta el estacionamiento frente a Aulas I. Igual, con la calma de un pitcher de béisbol que toma su tiempo para discernir con cuidado el siguiente lanzamiento. Pedro no tenía muchas opciones: Iba a una cita en el Gran Café Gijón, cerca del Parque El Retiro, con María Isabel, una chica quince años menor que él y quien a sus treinta de edad, había obtenido un Doctorado en Literatura Medieval de la Complutense y buscaba una posición postdoctoral en la Carlos III, donde Pedro enseñaba. ¿La relación entre ambos? Un amorío de primavera que no había terminado muy bien.

Pedro subió al auto, abrió la guantera y extrajo la pantalla de su estéreo. La colocó con cuidado cirujano sobre la computadora y buscó en Spotify una canción de Danny Ocean: Fuera del Mercado. Teléfono y estéreo se conectaron en automático, por Bluetooth. La máquina encendió y Pedro condujo hacia la salida más lejana. Imaginó la voz de María Isabel diciendo: “Tengo dos sensaciones de nuestro último encuentro contigo. Por una parte, tengo ganas de hacer el amor contigo; pero, por otro, no puedo pasar por alto que en nuestro distanciamiento hubo un tema de salud que cuando lo hablamos, fue ríspido”. “Tú estabas demasiado concentrada en minimizar mi conferencia en Francia, cuando fue un éxito”. “No. Percibí que la última vez no querías besarme. Eso me pone a pensar ahora… qué tan buena idea puede ser que nos involucremos sexualmente”. “Es cierto, me da miedillo el tema de los besos. No solo por mí, sino también por ti”. “Yo quiero que nos sigamos viendo y compartamos tiempo juntos. Disfruto mucho de estar contigo. Espero que tú también”. “Me encanta verte cocinar, el vino y hacer el amor contigo”. “¿Te parece si reflexionamos sobre lo que está sucediendo y lo platicamos? Yo no quiero volver a sentirme culpable de que te enfermas, porque así me sentí la última vez. Y no quiero volver a pasarlo”. “Ya te dije que tengo el sistema inmunológico bajo. No te culpo. Necesito elevar mis defensas”. “¿Te parece si antes de volver a acostarnos, nos hacemos exámenes médicos? Yo no quiero que, si a la próxima te enfermas, me pueda yo sentir culpable. Si gustas nos hacemos hasta una prueba de SIDA”. “No creo que sea necesario”. “Bueno, reflexionémoslo. ¿Te parece si hoy comemos juntos, pero no tenemos relaciones?” “No te quiero presionar. Si eso es lo que quieres, así lo hacemos”. Y entonces caminarían al departamento de María Isabel, y abrirían una botella de vino, y beberían hasta emborracharse, y volverían a hacer el amor con la pasión de las jaurías al amanecer. Sin control, sin poner un límite para no acercarse excesivamente al sol, sin diagnóstico de una caída debido a las alas calcinadas ante el fuego. Y otra vez, el sufrimiento y la enfermedad. Y la maldición y el llanto y el dolor. Y todo eso pasaría hasta que nuevamente aparecería el hombre sentimental.



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