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Evadiendo al amor

Evadiendo al amor


Publicación:25-07-2020
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Y son mis sueños tan tranquilos y placenteros, que a veces quisiera dormir más para seguir soñando

Visiones fantásticas

Olga de León

      Este es un tema que se me ha quedado entre los entresijos de la memoria, que a ratos se esconde y otros se autoengaña o es complasciente.

      Lo conocí cuando el astro dorado irradiaba orgulloso su último esplendor, antes de perderse tras las montañas, y la luna bañara de plata esa noche de julio. Él venía de recorrer el mundo, regresaba a su tierra natal, Hungría, a un concierto en el que participaría junto a otros virtuosos de la música. Difícilmente, yo comprendía lo que él hablaba con mi amiga, cuando ella, junto a la pasarela de los artistas, lo abordó antes de que bajara al foro. 

      Pude ver su amplia sonrisa y radiantes ojos azules. Entendí que él le preguntaba si yo era también mexicana. Mi amiga sonrió divertida y me dijo: “parece que le gustas al pelirrojito, especialmente tus ojos, dice que no se imaginaba mexicanas tan blancas y de ojos claros…”.

      Aquello quedó como anécdota. Hasta que tres años después, en otro país y también de vacaciones con mi querida amiga de la infancia, habría de revivir el recuerdo, pues nos encontramos nuevamente al músico húngaro. En esa oportunidad, nos maravillamos y festejamos la coincidencia.

      Que no fue la recién referida, la primera casualidad en mi vida, sino otra que viví de niña viajando con mi familia, en el auto manejado por mi padre; mientras pasábamos por primera vez por ciertas avenidas y edificios que ya había visto en mis sueños. Cuando se lo comenté a ellos, mi madre solo sonrió y mi padre me miró por el retrovisor y me pregunto: ¿te ha sucedido algo semejante antes, hijita?

      Desde entonces, eventos sin aparente explicación lógica se han repetido en mi vida. Con llamadas telefónicas de personas no todas cercanas a mí, y aunque algunas no hubiesen llamado, no digo en meses sino años, sabía, desde que sonaba el teléfono, quién era. 

      ¿Seré muy perceptiva o acaso usaré demasiado la lógica? No lo sé, tampoco me interesa analisarlo. Pienso que todos tenemos nuestras fórmulas para ver sin prejuicios ciertas coincidencias y vivir sin complicaciones innecesarias. De por sí, la vida cotidiana, a veces no es un asunto sencillo ni fácil de sobrellevar.

      Hace una semana que sueño lo mismo… cada noche, el mismo sueño. Ella viene hacia mí, pero no me habla ni se acerca demasiado, solo me sonríe y luego se esfuma, se diluye su figura y se pierde entre las olas de un mar inmenso y profundamente azul, ¿será mi amiga de la infancia, a quien dejé de ver desde hace muchos años? 

      Tiempo atrás, quizá medio año antes, tuve otro sueño repetitivo: veía una torre muy alta, rodeada de parques. Y, desde una ventana a mitad de la torre, un brazo y una mano se agitaban y me invitaban a que subiera hasta donde esa persona, cuyo rostro no distinguía, pareciera saludarme solo a mí: una noche lo hice, y descubrí que el músico húngaro era quien me llamaba.

      Los sueños premonitorios, cada cierto tiempo, vuelven a mí mientras duermo. Y son mis sueños tan tranquilos y placenteros, que a veces quisiera dormir más para seguir soñando. 

      Este es el numen de mi cuento de hoy: la ficción, ente que se inventa a diario, y yo la invento en cada cuento. A pesar de que algunos de mis maravillosos lectores suelan creer o les gusta pensar que lo que escribo me atañe…ºº que es algo que me ha pasado… que todo es real. Nada más fantástico que atribuirme las vivencias de mis personajes. 

      Este es el asunto que he ido evadiendo y que, en otro cuento, me gustaría abordar: la materia prima de la escritura creativa: invenciones, mentiras fantásticas: ¿increíbles o reales? 

Madrugada Final

Carlos A. Ponzio de León

      Esta es una historia que he venido evadiendo durante las últimas horas. Tiene que ver con la mujer de mis sueños, con la música de Robert Schuman y su Kreisleriana para piano, y con un incremento de mi ansiedad y estrés. Hay algo de desorganización en mis ideas; pero se trata de mi aventura con una artista dedicada al video arte, llamada Lina Villegas.

      La conocí por Jean Ville, el director de orquesta. Había organizado un concierto en el que presentaría lo que él llamaba, su ópera: A ciencia cierta, era una pieza para ensamble pequeño, de diez o doce instrumentos y voz femenina. Por esa época, Lina colaboraba con Jean. En el asunto de la ópera: a través del vídeo de una lluvia torrencial que cae sobre un cerro, reproducido en ocho pantallas sostenidas por cables colgantes sobre el escenario.

      No tengo idea de cómo se conocieron Lina y Jean. Pero el día de la ópera, la vi entregando programas de mano y revisando las pantallas. El asunto de la presentación salió bien. La música, excelente. Los aplausos, espectaculares. Al final, Jean Ville se me acercó para decirme: Voy a organizar una fiesta con los músicos, adivina dónde va a ser. Supuse correctamente, quería disponer de mi estudio en la Condesa, y acepté. Entre los intérpretes yo había reconocido inmediatamente a Anneli, la flautista sueca. Teníamos un asunto pendiente, de los tiempos en los que yo había vivido en Guadalajara y pintaba desnudos. También ella acudiría a la reunión en mi sitio.

      Ordenamos pizzas y, por supuesto, muchísimas cervezas. El estudio ya contaba con whiskey porque yo solía beber high-balls de lunes a viernes, cuando pintaba. La gente dejó sus instrumentos recargados en la pared junto a la puerta y cada uno se sentó donde pudo, formando un círculo. El lugar lo adornaban paisajes abstractos en acuarela y uno que otro retrato en acrílico. 

      Quedé sentado frente a Anneli; pero también junto a Lina. Anneli y yo no cruzamos palabra durante la reunión y, aunque todo el tiempo platiqué con Lina, en algún momento mis ojos y los de Anneli se cruzaron y nos dimos a entender que, más tarde, ella y yo concluiríamos lo que teníamos pendiente. Mi estudio contaba con una recámara; era cuestión de esperar a que los invitados se fueran, o a que nosotros desapareciéramos.

      Lina, la colaboradora visual de Jean Ville, había llegado de Sonora a la Ciudad de México siete años atrás, a estudiar en La Esmeralda: primero fotografía; luego, vídeoarte. El novio mantenía económicamente el hogar: un ingeniero en sistemas que trabajaba en un proyecto de tecnología para el ejército. Exactamente qué padecimiento sufría Lina, no lo sé; pero su madre había fallecido durante un evento de salud mental: lanzándose al agua, en la presa de su ciudad natal. Lina era entonces una adolescente. Por eso: la obsesión de Lina en sus obras con lo efímero y la humedad.

      Pasando la medianoche, los invitados comenzaron a despedirse. Jean Ville, casi al último. Solo quedábamos Anneli, Lina y yo. Platicamos un poco. Veinte, quizás treinta minutos, en los cuales se presentaron silencios larguísimos. Anneli se levantó del piso y fue a meterse a la recámara. Dejó la puerta abierta; pero no encendió la luz. Luego de unos minutos, Lina comenzó a desvestirse frente a mí, hasta quedar totalmente desnuda. Me tomó de la mano, me levanté junto a ella y me condujo a la recámara.

      Los detalles del resto de la noche: no importan; solo debo decir que: la madrugada se convirtió en un par de huracanes alimentando olas bajo mi piel. Y cuando desperté, me encontré solo. Alcancé a escuchar música que venía de afuera. En la sala estaba Lina, sentada, casi en posición de loto, bebiendo una taza de café y hojeando un libro con imágenes de arte románico, al tiempo que escuchaba en el reproductor: música de Schumann: las fantasías de la Kreisleriana. Anneli, al parecer, se había ido más temprano.

      “Podría ser la mujer de tus sueños”, me dijo Lina, “pero te voy a dejar aquí”. Sonreí nervioso, admirando el lunar junto a su boca. Pensé en armar un circo: fingir un desmayo, ofrecerle un té de pétalos de rosa para echar en él una pócima que la hiciera permanecer a mi lado. “Lo que tú necesitas es un novio que alimente mayores pasiones en tu obra”, le dije. Su rostro asomó una lágrima. “Lo siento”.

      “Si realmente crees que te puedo amar, y que podrías ser feliz conmigo, tendrás que probarlo”, me dijo acercando su orgulloso rostro frente a mis ojos: “pasemos setenta y dos horas juntos”. Ese fue el comienzo, querido lector, de horas de pláticas y paseos en parques, de besos húmedos y caricias en nuestros cuerpos goteantes, y que culminarían con su desvanecimiento, como líquido que se derrama de entre mis brazos, luego de haberle dado todo mi amor durante la madrugada final. Y por lo cual, ahora tengo que huir, perseguido por lo que alcanzo a ver bajo la lluvia: un comando del ejército.

      

 





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