Opinión Editorial
Contrastes literarios
Publicación:08-11-2023
++--
Shelley era sensible y agudo, prefería la compañía de los libros; Byron era desbordado y pasional
Leo las Memorias de los últimos días de Byron y Shelley (1858) del marinero, pirata y aventurero Edward John Trelawny. Con prosa ágil y directa, este corsario literario relata de manera pormenorizada los desenlaces de estos dos poetas ingleses, disímiles en gustos y caracteres, pero afines en el amor a la literatura. Shelley era sensible y agudo, prefería la compañía de los libros; Byron era desbordado y pasional, y su renquera no le impedía lanzarse a las más alocadas aventuras. El contraste reforzaba la amistad: Shelley requería del impulso desaforado de Byron; y Byron, de la tranquilidad reflexiva de Shelley. Compartían, eso sí, el desprecio por la aristocracia británica (de la cual ambos provenían, aunque de diferentes linajes y prosapia). En uno de esos giros irónicos del destino, sus muertes se intercambiaron: Shelley, que parecía destinado a perecer en su lecho, sucumbió en un naufragio (en 1822); y Byron, embarcado en la lucha insurgente griega, falleció en su lecho, víctima de altas fiebres en 1824.
Trelawny no idealiza en ningún momento a sus amigos poetas, al contrario, advierte con frialdad: "Conocer a un escritor supone a menudo la destrucción de la ilusión que sus obras han creado. Cuando retiras el velo que cubre el altar de tu ídolo, y lo ves con su gorrito de dormir, descubres a un viejo quejumbroso, a un pedante, a un petimetre, a un tiralevitas, a un insolente snob o, en el mejor de los casos, a un ordinario mortal". Como buen marinero, registra cada movimiento y alteración de sus camaradas. Los caprichos de Byron (su obsesión por competir y su afán de nadar en el mar); las manías lectoras de Shelley, quien no soltaba un libro ni cuando cabalgaba. Las ciudades italianas (Pisa, Génova, Nápoles) y el mar Egeo aparecen en sus páginas como lugares exóticos, dignos escenarios para ejercer el romanticismo literario y fusionar vida y creación. No deja de ser irónico, sin embargo, que, conforme los poetas se alejan del papel y la pluma sus habilidades cotidianas palidecen: no son ni marinos, ni soldados, ni revolucionarios, al menos no de manera práctica.
La embarcación en que pereció Shelley tenía muchas deficiencias, y Trelawny, como buen lobo de mar, no se cansó de señalarlas. Tras la borrasca que hundió la nave, los cuerpos de los tripulantes quedaron al garete y fueron encontrados días después. Shelley fue reconocido por los papeles y libros que llevaba encima. La literatura lo acompañó hasta la muerte. A los pocos días fue incinerado en una pila de maderos junto a la playa. Los testigos afirmaron que su corazón estaba intacto. Los últimos versos de su célebre poema "Ozymandias" rezan: "La ruina es de un naufragio colosal. /A su lado, infinita y legendaria / Sólo queda la arena solitaria".
Byron admiraba a la naturaleza y sentía predilección por las flores. Desdeñaba los artefactos de la ciencia y los avances de la tecnología. Las grandes hazañas sólo eran tales si iban acompañadas de odas e himnos. Tuvo múltiples amantes, pero desdeñó al amor. Sabía que la muerte arribaría a edad temprana y se preocupó más por hacer perdurar su nombre en la memoria de la humanidad: "¡No me olvides!... Si un día pasaras por mi tumba, / tu pensamiento un punto reclina en mí, perdido... / La pena que mi pecho no arrostrara, la única, / es pensar que en el tuyo pudiera hallar olvido." Tras su muerte su cuerpo fue embalsamado y enviado a Inglaterra. Trelawny fue el primero en ver el cadáver y, en un momento de soledad, no resistió la tentación de descubrir la sábana y mirar sus piernas. Durante años se había hablado de la cojera de Byron, pero muy pocos habían sabido de cuál pierna cojeaba el poeta. Trelawny revela el misterio, pero aquí lo reservo para la lectura de los curiosos. Memoria de los últimos días de Byron y Shelley es, sobre todo, el relato de un cambio en la sensibilidad literaria de la poesía occidental, o, mejor dicho, de la agonía del espíritu romántico. En poco más de treinta años aparecería en las librerías parisinas un libro titulado Las flores del mal.
« Víctor Barrera Enderle »