Opinión Editorial
El oficio de las indecisiones
Publicación:06-10-2023
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La fascinación que ejerce la escritura de Benjamin, al menos para buena parte de la crítica latinoamericana, radica precisamente en sus fallas e indecisiones
Mientras tomaba mi café, el domingo por la mañana, me puse a leer la recopilación de ensayos de J. M. Coetzee: Mecanismos internos, que reúne sus escritos entre 2000 y 2005. Leí, en concreto, el texto sobre El libro de los pasajes de Walter Benjamin, que, en rigor, es una larga reseña sobre la primera edición en inglés de 2001. Benjamin, nacido en las postrimerías del siglo XIX y educado en la Alemania de las entreguerras, fue un crítico particular, que transitó por espacios alejados de la academia (a la cual nunca pudo ingresar); y combinó, de manera heterodoxa, materialismo con hermenéutica, judaísmo con marxismo, y filología con estudios de la cultura. Huyendo del nacismo, se refugió en las bibliotecas parisinas para trabajar en su gran obra: un estudio acucioso sobre la materialidad cultural del siglo XIX; ahí acumuló, sobre gastados pupitres, montañas de libros y fojas, y fue recogiendo pacientemente citas que guardaba en sus bolsillos. El imparable avance germano sobre el suelo galo lo obligó a huir al sur: buscaba cruzar la frontera y emigrar a América. El fugitivo llevaba consigo, como única pertenencia, el voluminoso e inconcluso manuscrito de su proyecto. En Portbou, cerca de la línea fronteriza con España, se suicidó en 1940. En 1983, apareció la primera edición alemana de El libro de los pasajes, cuyo título remite a esas galerías comerciales que empezaban a proliferar en la capital francesa durante la prefectura de Georges-Eugène Haussmann, en la mitad del siglo XIX, y que permitían y estimulaban el peregrinaje de esos transeúntes modernos y despreocupados a los que se definía con el nombre de flâneur.
Debo decir que Coetzee (a quien tengo por un estupendo ensayista y gran lector) no es muy amable con Benjamin: destaca sus limitaciones y no le perdona sus fallas como narrador (la imposibilidad, por ejemplo, de salirse del estrecho marco circular que le proporcionaba sus gafas de miope: "Como escritor, Benjamin no tenía talento para evocar a otras personas"); le cuestiona, de igual forma, sus opiniones políticas, y, para rematar, se concentra en las interpretaciones equivocadas de sus ensayos más emblemáticos. El único acierto que destaca es su lectura sobre el fascismo: "Lo que Benjamin entendió con mayor agudeza sobre el fascismo, el enemigo que lo despojó de su hogar, su carrera y finalmente lo mató, son los medios que usó para conquistar al pueblo alemán: convirtiéndose en teatro".
La originalidad del crítico reside, en la lectura del escritor sudafricano, en el develamiento de la escenografía del pensamiento totalitario. Coetzee también le concede, a guisa de premio de consolación, su lectura del cine como arte postaurático. Si el arte tradicional era aurático porque le devolvía la mirada al espectador, esto es, porque era "original" y no una copia o una reproducción (como sucede con el mundo moderno y la tecnología), el cine ofrecía el lente frío de una cámara. A esta proposición, no obstante, le encuentra contradicciones que no regatea a la hora de indicar y describir de manera prolija. Lo mismo hace con la concepción bejaminiana sobre la narración (su transformación y mecanización tras la invención de la imprenta) y sobre las ideas particulares que el crítico alemán tenía sobre el lenguaje, las cuales estaban "completamente fuera de sintonía con el de la ciencia lingüística del siglo XX". Vaya forma, pensé mientras sorbía mi café, de terminar una reseña. Sin embargo, estas líneas finales, que deberían ser un remate del argumento, se podrían leer a la inversa: "La historia del Libro de los pasajes , una historia de indecisiones y falsos comienzos, de correrías en laberintos de archivos en una búsqueda de exhaustividad tan típica del temperamento coleccionista", era, en palabras de Coetzee, la historia "que revelaba que Benjamin no sabía lo que quería..."
Cerré el libro, el café ya estaba frío, y me quedé con más dudas que certezas. La fascinación que ejerce la escritura de Benjamin, al menos para buena parte de la crítica latinoamericana, radica precisamente en sus fallas e indecisiones, me dije para mí. ¿Sabemos realmente lo que queremos cuando comenzamos a trabajar sobre una obra, un tema o un autor? Las dificultades forman parte sustancial del oficio, porque el equilibrio entre literatura y vida es siempre precario (y tal vez inexistente), y hablar de ella, para nosotros, significa también cuestionarnos sobre las funciones que cumple o debería cumplir en nuestras sociedades. Y la respuesta, si es que la encontramos, siempre será efímera y parcial...
« Víctor Barrera Enderle »