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Opinión Editorial


Carta a un amigo


Publicación:03-02-2025
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Cada día aprende uno algo nuevo.

Cada día aprende uno algo nuevo. No importa cuán avanzado vaya uno en el ciclo de la vida, siempre habrá algo por descubrir.  Eso de que no hay nada nuevo bajo el sol, realmente me parece una frase llena de pesimismo. Esto lo comento a raíz de una visita de mi figlia Carolina durante ayer domingo 2 de febrero.

Estuvimos de manteles largos considerando que ayer, Día de la Candelaria, festejamos un cumpleaños más de mi figlio Arturo, así que tuvimos una típica reunión familiar allá en nuestra casa de campo en el Potrero, en Villaldama. Siendo domingo, el menú fue lo más esperado para la ocasión considerando también la fecha religiosa: tamales, menudo, barbacoa de pozo en penca de maguey, frijoles borrachos, pozole y capirotada.

La figlia Carolina, como siempre, me dio información nueva y que resultó ser un reto más para avivar mi existencia. Me explicó que antes la gente se comunicaba a través de correspondencia, se establecían relaciones distantes vía epistolar, y la gente no tenía otro medio de comunicarse más efectivo que la redacción de una bella carta.

Por supuesto que estaba al tanto de ese tipo de comunicación durante no sólo el siglo XX, también el XIX; cómo no recordar la bella correspondencia entre Karl Marx y su mecenas y entrañable amigo: Frederick Engels. En mi caso particular, realmente no era algo así como mi vocación, pero no puedo negar que, en mi época de joven y novio, escribí sendas cartas a mi entonces novia, hoy mi linda esposa María Luisa.

No puedo presumir al lector que haya sido yo un mozo soñador empedernido, pero digamos que tuve una pequeña fase sentimental que era normal durante el noviazgo. Realmente me inspiraba el amor romántico, no al grado de crear una propia Dulcinea del Toboso, pero sí poder comunicar algunos bellos sentimientos hacia mi amada novia y luego prometida esposa.

El reto que me planteó la figlia Carolina fue muy concreto: para este viernes 7 de febrero, deberé escribir una carta a un amigo y enviarla de manera tradicional por correo, con estampillas y sobre cómo era antes y, apoyar así una tradición ya casi extinta. “¡Perfecto!”, le respondí, muy seguro de mí mismo.

El reto no me pareció difícil, tengo cierta habilidad para la escritura, 50 años como editorialista de este prestigiado periódico creo que me avalan, tengo pluma y papel en casa, conservo mi escritorio funcional como antaño y en lo alto, un cuadro trazado a mano de Karl Marx, dibujado por Guillermo Ceniceros, figura impertérrita que me inspira para todas mis acciones y aventuras.

El problema surgió cuando la figlia Carolina me preguntó a quién dirigiría la misiva. Empecé con el recuento de los nombres. Mis amigos de la infancia: todos muertos. La figlia insistió que debería de haber algún sobreviviente, pero por más memoria que hice, no recordé a nadie con vida.

Quise componer la cosa, así que le propuse algunos buenos colegas que han sido mis compañeros durante años y más años de vida laboral intensiva. Pero la figlia no estuvo de acuerdo por dos motivos: son amistades políticas y además, que sigo viendo y reuniéndome con ellos una vez a la semana, especialmente en el club de la Lengua Viperina, donde cada quien habla lo que quiere o de quien sea.

“Imagina que tus amigos, con quienes te reúnes semanalmente, reciban una misiva escrita, como si tuvieras años de no verlos, qué oso, van a pensar que algo no anda bien contigo”- sostuvo de manera honesta y clara.

Después de un rato llegué a una conclusión un tanto abrupta: “¡No sólo no tengo quién me escriba, tampoco tengo a quién escribirle!”.  Ahora el problema era doble, pero en realidad lo que me interesaba era enviar una misiva, no tanto recibir una.

La figlia al percatarse de mi ausencia de amigos o alguien a quién escribir, me sugirió que hiciera un esfuerzo de memoria remota, para identificar si durante mi infancia tuve algún amigo no real, es decir, imaginario. Alguien con quien me comunicara en momentos de angustia o algo así.

Recordé que, en Los Arroyos, allá en Montemorelos, durante mi primera infancia, ayudaba a mi familia en labores del campo, sembrábamos maíz; para abrir y desgranar las mazorcas, utilizábamos un instrumento llamado piscador, que era una herramienta que había que elaborar manualmente. Una mañana con un cuchillo comencé a tallar para darle forma a un pedazo de madera, con la intención de convertirlo en un piscador, con tan mala suerte que una astilla se desprendió con fuerza y se enterró en mi ojo izquierdo.

Fue en esa época que apareció un amiguito, que yo veía entre sombras y que me hablaba tiernamente al oído. Me decía cosas reconfortantes, me motivaba a seguir adelante a pesar de que ahora sólo veía con un solo ojo. Le pregunté su nombre y dijo llamarse Juan Martín, pero el nombre me pareció muy largo, así que lo llamaba Martinillo. Realmente me sentía muy afortunado de contar con un amigo que me acompañaba a todos lados, y lo mejor, es que sólo era mi amigo, porque nadie más lo veía.

Ahora sí estaba en condiciones de escribir una misiva, de forma inmediata me senté a redactar, la figlia me dijo que no podía ser en computadora, así que de mi puño y letra le escribí lo siguiente:

Querido Martinillo:

Hoy he decidido escribirte, después de tantos años. Eres mi amigo imaginario, el que nació en aquellos días difíciles de mi infancia. No sé si me recuerdas, pero yo jamás te he olvidado. Apareciste en mi vida cuando más te necesitaba, cuando perdí la visión de un ojo tras un accidente con una astilla que saltó de un piscador de maíz que preparaba para mis faenas infantiles en el campo.

Mis padres vivían en una comunidad rural alejada y no teníamos dinero para un especialista. Mi papá, Toribio, tuvo que vender una res para pagar la consulta en Monterrey. Viajamos desde Los Arroyos, en Montemorelos, en el tren de Tampico. Yo llevaba un parche en mi ojo, y con él, un nuevo modo de ver la vida, literalmente. Desde ese día, he pasado más de siete décadas viendo con un solo ojo.

Hoy, Martinillo, algo ha cambiado. Recientemente visité a una oftalmóloga, quien me ha dicho que podría recuperar hasta un 70% de visión en ese ojo ciego. No sé cómo será mi vida a partir de ese momento. Me embarga la emoción, pero también el miedo. Después de tanto tiempo, ¿cómo será volver a ver con un ojo que no ha recibido una imagen nítida desde mi infancia?

Te lo cuento a ti porque siempre has sido mi confidente. Tú, que me acompañaste en mis juegos, en mis temores y en mis sueños de niño. Hoy, en esta encrucijada de mi vida, vuelvo a buscarte, como aquel niño que miraba el mundo con un solo ojo, pero con un corazón lleno de esperanza.

Con cariño,

Tu amigo de siempre.



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