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Vida, música y retos

Vida, música y retos
El cansancio jamás la agotó, su motor se recargaba con cada sonrisa, cada abrazo, cada pequeño detalle de sus hijos.

Publicación:09-05-2020
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La vida de una mujer casada o no, con hijos, nunca es simple ni sencilla

El sol sale cada mañana…

Olga de León González

 Luisa no se pasaba el día sonriendo y canturreando. No. Estaba atrapada en la vorágine de ir más allá de los reclamos básicos y las necesidades. En qué momento se convirtió a sí misma en la responsable mayor del bienestar, tranquilidad y felicidad de los suyos, no lo sabía, ni siquiera se veía como tal. Algo pasó en su infancia que en cuanto fue creciendo, se convirtió en la madre y padre de todos a su alrededor; de suerte que, una vez casada, el papel se le fue arraigando.

 Jamás se cuestionó si su constante estrés, que no ignoraba se debía en parte a la relación complicada con un marido celoso, y las demandas cada vez en aumento de su trabajo como consultora financiera de dos compañías, podría llegar a enfermarla. Vivía con intensidad cada día, incluso cumplir con la tarea de madre a pesar de disfrutarla, no siempre le resultaba tranquila, ni gozaba de los mejores momentos con sus hijos: siempre corriendo de un lado a otro. Los inscribía en cada deporte, actividad o curso que ellos deseaban, más los que ella misma les elegía, y nunca se quejó o dejó de hacer cualquier cosa por sus hijos.

 La vida de una mujer casada o no, con hijos, nunca es simple ni sencilla, menos cuando esa mujer como Luisa deseaba darles más de lo humanamente posible, para hacerlo sola. Y, para qué, se preguntaba ahora; para que habiendo crecido reclamen por lo que les faltó, o lo que la madre no hizo por ellos, o que no estuvo cuando tuvieron miedo.

 Si lo hubiera sabido veinticinco años antes, quizá nada habría sido diferente. Habría hecho todo exactamente igual. Tan solo no habría arropado la secreta ilusión de que todo cuanto ella sacrificaba la recompensaría un día, cuando los hijos estarían agradecidos y orgullosos de su madre. Y no que le reclamaran, porque nada había qué reclamarle.

 El cielo se nubló repentinamente, no había pronóstico de lluvia y, no obstante, calló un fuerte chubasco, con grandes gotas, granizo y viento: una tormenta en pleno inicio del verano. “Buen pronóstico, Luisa”, dijo su marido, será un verano templado, no tan caluroso como otros. Como si el cielo se apiadase de la tristeza que la invadía, le mandó una tormenta que limpió sus lágrimas, clarificó su pensamiento y puso en la dimensión exacta los sentimientos que la invadían, la emoción le cambió: sonreía feliz y se alegró de no caer absurdamente en lo melodramático.

 Tantos momentos de felicidad le regalaban sus hijos, que ella necesitaba inventarse historias tristes para no sentirse demasiado feliz, no quería parecer una pesada: las envidias son una plaga inextinguible.

  Todas las madres tienen sueños que empezaron en el momento en que por amor se unieron al hombre elegido para compañero de vida. Y, en cuanto tienen al primer hijo, saben que su dicha será plena.

 Luisa lo supo, lo sabía, nada podía robarle esa felicidad; ni siquiera el enojo o reclamo eventual de los hijos sobre lo que hizo o dejó de hacer por y para ellos. Tampoco el celo del padre que por siglos ha sabido del fuerte sentimiento que une a madres e hijos. Quizás, eso sea la causa -algunas veces- del alejamiento del padre.

 El cansancio jamás la agotó, su motor se recargaba con cada sonrisa, cada abrazo, cada pequeño detalle de sus hijos.

 “Me cantabas cuando me llevabas en tu vientre madre”. La pregunta la dejó helada, pues pensó: qué le digo que... Deseaba que se lo hubiese preguntado en persona, ya que la habría visto sonreír y titubear; pero, eran los tiempos de la terrible pandemia: no se veían.  No. ¡Claro que no!,  contestó Luisa; mi canto te habría asustado o perturbado en alguna forma. Nunca he cantado, y sé que soy desafinada. Sí acariciaba mi abdomen y te sonreía, te mandaba besitos y hablaba de la emoción con que esperaba tu arribo.

 Luego recordó que tanto a uno como a otro hijo les cantó de bebés y ya niños. También recordó la música que escuchaba cuando ellos eran muy pequeños. La que se oía en casa ya más grandecitos, de siete, ocho, nueve y adolescentes; esas, ambos hijos también las recordaban. ¿Sabías que la música influye mucho en el desarrollo de los niños?, la cuestionó nuevamente. Entonces, ella respondió tras el auricular: ¿dudas que lo sepa? Mírate tú, y mira a tu hermana…

 Todo el estrés vivido, las prisas, el escaso tiempo, las discusiones con la pareja, los sacrificios de la vida personal, todo valió la pena vivirlo. Como que el sol sale cada mañana y brilla esplendoroso para esta, y muchas madres más (pensó Luisa).

Quietos bajo el agua

Carlos A. Ponzio de León

“Respiren profundo”, dijo la maestra Elena frente a la cámara de su celular, para luego continuar diciendo: “Con calma, vayan bajando los brazos y las manos en la posición de garra indefensa”, mientras ella, de pie y frente al grupo que la observaba por celular, imparte su clase de tai chi. Cada alumno: en sus casas, repitiendo los movimientos de la maestra, se encuentra conectado a través de Zoom y del internet. Pero también, el grupo va conectándose poco a poco con sus recuerdos, viajando por el estrecho fluvial de sus memorias, escuchando música relajante.

Rogelio comienza a sentir estresados sus músculos de la espalda. ¿Qué podía estar causándolo? Percibió una emoción triste, propia del abandono, y recordó una imagen de niñez, de hacía treinta años, que guardaba vívidamente: Él, a los tres o cuatro de edad, llorando frente a la ventana delantera de su casa, esperando a que alguno de sus padres llegara. La niñera, preparando la comida en la cocina. Luego, un recuerdo de un par de años más tarde, mientras era bañado por otra niñera, con odio. Ella lo empuja dentro del agua con furia, hasta ahogarlo momentáneamente dentro de la tina de la bañera. Minutos después, la llegada de su madre, quien desde la entrada de la casa escucha los gritos: del pequeño, por la desesperación de sentirse frente a la muerte, y de la otra: llena de rabia porque el niño no quiere bañarse.

La madre de Rogelio entra al baño y sorprende a la niñera; una joven. Saca al niño del agua y le pide que se vista solo: quizás él nunca lo ha hecho completamente por sí mismo. La madre toma a la niñera del brazo y le pide que tome sus cosas, le dice que la llevará a su propia casa y que ahí se quedará; que ya no volverá. Luego toma en brazos a su otro bebé, una niñita. La siguiente imagen: Rogelio en el asiento trasero del auto de su madre, observando las luces encendidas afuera de la casa de la niñera. El silencio. De pronto: el ruido de los grillos del verano. Su madre, adentro de aquella casa, explicando lo sucedido a los padres de la niñera.

Rogelio regresa a sus treinta y cinco años y a sus ejercicios de tai chi frente al teléfono celular. ¿Por esas experiencias de niñez es que le duele quedarse solo? ¿Así le hieren las separaciones? En la actualidad, acude a su oficina de nueve de la mañana a nueve de la noche, dibuja planos y diseña casas. Como arquitecto, le obsesionan las ventanas, los baños. Como novio, cada fin de semana recibe la visita de Mónica y le duele que ella regrese a su propia casa los domingos por la noche.

Al quedarse solo, abre su alacena y descorcha la primera botella de vino, y luego otra, y una vez ebrio, le marca a su pareja para reclamarle algo, la manera de ella para relacionarse con sus amigos, los celos que él siente. Es una batalla campal la que se desarrolla en el pecho de Rogelio y que llega hasta su boca, que sale mediante un grito ahogado pidiendo que alguien lo salve. Gritos que escupen agua y ahogan el corazón de Mónica.

Y cada vez se levanta más tarde los lunes. Lo invade la tristeza cuando recuerda lo que ha provocado su enojo. Llega a su oficina a las doce del mediodía. Ahí también está en peligro: podría ser despedido. Su vida va dando tumbos: derribando los muros que sostienen lo que ha construido a lo largo de su existencia.

Rogelio debe continuar conectándose consigo mismo. Por eso, Elena lo refirió conmigo, desde su clase de tai chi. Rogelio acude a psicoterapia musical. En el consultorio, le enseño una imagen de la pintura de Millais de Ofelia muerta, en el agua. Me atrevo a decirle que un día, podría él mismo ahogarse y ahogar con él a Mónica. Se recuesta en el sillón, emocionalmente sacudido. Yo enciendo las bocinas y toco en el reproductor la obertura Romeo y Julieta de Tchaikovsky. Él se sumerge en sus sentimientos de tristeza y enojo, y decide que hay algo en su vida que debe cambiar, acepta que sufre una herida que debe sanar.



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