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Pequeño homenaje a Luis Eduardo Aute

Pequeño homenaje a Luis Eduardo Aute
Aute, y la herencia en nosotros

Publicación:11-04-2020
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Amiga, el arte y el amor hacen milagros. Tuviste un momento mágico. Mírate de nuevo al espejo, pero prométeme ahora, no llorar

Cada vez que me amas.

Olga de León González

 Se me ha ocurrido pensar, como a veces suele sucederme, que hay muchas formas de volver a la vida. Por ejemplo, cuando alguien solo se desmaya, y está en ese estado por más de dos o tres minutos, y hasta la misma persona cree que ha muerto, mientras que dura en el trance. O cuando se cae en estado catatónico, y se regresa de él. O, también, por qué no, cuando decidimos darle un giro de más de 180 grados a nuestra vida y es tanto lo que mutamos, que pareciera que morimos para revivir siendo otro u otra, según sea el caso.

 Volver a la vida de la vida misma o del más allá, puede ser una decisión por voluntad propia o involuntaria, llevados por alguna fuerza extraña que nos impulsa a querer vivir real y plenamente, como si todo lo vivido antes, hubiese sido solo un mal sueño o una pesadilla que, ahora, dejamos atrás, en el pasado, y que borramos o quedó en el olvido.

 Algo semejante fue lo que le sucedió a una amiga. Un día se levantó por la mañana, a la misma hora de costumbre y al mirarse en el espejo de su tocador, quedó perpleja. No se reconoció. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Repitió esa acción dos veces más. Me cuenta desde España, y me advierte que no crea que me está jugando una broma o mintiendo. Tras cuatro años de no tener contacto conmigo, pensó en dirigirse a mí porque creía conocerme y sabría que ni me reiría ni la dejaría sin contestarle algo, lo que fuera, en ese momento extrañísimo para ella.

 Ahora teníamos los ordenadores y video-llamadas. Pero, prefirió antes ponerme al tanto por un “mail” de lo que le sucedía, para que yo no me espantara al verla en la pantalla del monitor. Sin duda, estaba convencida de que la imagen que el espejo le regresó, no correspondía a su rostro; y así me lo dijo.

 Eloísa, le escribí, déjame verte. No me asustaré, lo juro (quise darle seguridad, aunque no sabía a qué me enfrentaría). Por fin abrió el video. Lo que vi fue un rostro maravilloso, era ella misma, mi amiga de la infancia, pero no mostraba su edad actual, sino quizás treinta años o menos.  -Te ves estupenda, le dije, como si los años no hubieran pasado.

 -¡Exacto!, -me contestó. -Tengo miedo, estaré ya muerta o he reencarnado en la que fui hace treinta años.

 -Veamos, -le dije- qué es lo último que recuerdas antes de que te durmieras, anoche. Llegué de una fiesta y mientras me cambiaba y limpiaba mi rostro retirando el maquillaje, dejé correr algunas trovas de Aute, recuerdo que la última que escuché fue “Cada vez que me amas”, antes oí “Sin tu latido” y “La belleza”…

 Conforme iba contándome de la música, vi que su rostro regresaba poco a poco a la normalidad de su edad actual. Entonces le dije, amiga, el arte y el amor hacen milagros. Tuviste un momento mágico. Mírate de nuevo al espejo, pero prométeme ahora, no llorar.

Sin tu latido

Carlos A. Ponzio de León

      “Hay algunos que dicen que todos los caminos conducen a Roma”, le dije con una sonrisa a la bartender cuando se acercó, justo al sentarme en uno de los bancos altos frente a la barra. “No me gusta la música de Aute, pero le tengo cariño”. Respondió ella de inmediato. “¿Lo mismo de siempre?”, me preguntó con una sonrisa que dejaba enseñar sus dientes perfectos, como el cristal de las copas de champán. Ese día habría yo de descubrir que ella se llamaba Gala, que no siempre le había gustado su sonrisa, y que antes de trabajar en ese bar, había querido ser fotógrafa.

      Cuando Gala concluyó el bachillerato, no tenía una guía que le aconsejara qué estudiar. En su familia no abundaban los profesionistas y pensó que quería ser fotógrafa. Su madre la inscribió en una pequeña escuela privada que había fundado el ejecutivo, ya retirado, de una aerolínea internacional. César, como director de la escuela y con la pasión de la fotografía escondida durante treinta años, había logrado conectarse con varios fotógrafos profesionales a quienes ahora contrataba para dar clases.

      César podía enseñarles un nuevo mundo a sus alumnos. Los llevaba en grupo a tomar café y a platicar largas horas sobre el medio fotográfico y su historia. Les contaba de Man Ray, Henri Cartier Bresson y Ansel Adams. De fotografía callejera, de Joan Fontcuberta y su libro El Beso de Judas, y sobre Manuel Álvarez Bravo. Para Gala, que pedía un expreso doble cortado, aquellas pláticas le abría un telón que le mostraba las humanidades, la cultura y la intelectualidad. Ahora visitaba librerías y pasaba horas viendo libros en la sección de fotografía.

      Cuando César llevaba a sus alumnos al cuarto oscuro, para enseñarles a imprimir y ampliar, tocaba en la grabadora un disco de Luis Eduardo Aute: Sin tu latido, Las cuatro y diez, Alevosía, Al alba. A Gala no le llamaba la atención esa música, pero la guardaría en el recuerdo con cariño porque estaba asociada a su descubrimiento de un mundo más profundo que el mundo cotidiano que veía en casa.

      Para comprar su cámara fotográfica e ingresar a la carrera, ella y su madre dieron vueltas durante horas por las tiendas del centro de la Ciudad de México. Pero los aparatos reflex eran demasiado caros para el presupuesto de su madre. Entonces se dirigieron al monte de piedad y ahí encontraron una Pentax Súper A, con dos lentes: un 50 mm y el otro, un zoom 70-210. La cámara contaba con exposímetro. Una ganga que adquirieron inmediatamente.

      En clase, Gala aprendió que, recortando el área en el visor y en la ampliadora, que afectando la apertura del lente y controlando el enfoque, así como con la capacidad para mostrar movimiento a través de imágenes borrosas, podía llegar a un objeto estético, que podía transformar la experiencia visual de la realidad, en arte.

      Un día, con sus compañeros de clase en el cuarto oscuro y con César dirigiendo la sesión, Gala tuvo la oportunidad de ampliar un negativo: una fotografía que había logrado crear interponiendo un vidrio entre el objeto y el lente. Y ahí, en la plancha de la ampliadora, con la música de Luis Eduardo Aute, fue apareciendo una mancha, que bien podía ser un pájaro muerto en mitad de la calle, o una mancha de Rorschach.

      La imagen cobró vida como un terrible absurdo: una reproducción que adquiría sentido únicamente dentro de la mente de cada espectador, como un alma que habitara fuera del cuerpo. La percepción bidimensional se elevaba como una blasfemia que golpeaba la luz directa de la ampliadora sobre el papel fotográfico. Guitarras que al final de la historia lastiman con un mal que cura.

      César eligió la imagen de Gala para la exposición que organizaría la escuela al final del semestre. Gala asistió el día de la inauguración, sola, para observar su imagen fotográfica enmarcada y colgada en una pared, junto a las de los alumnos de años más avanzados. Miraba con una sonrisa y con el redoble de su latido.

      En algún momento, César se acercó a ella y de manera muy seria, le dijo que debían hablar. Gala lo acompañó a la dirección. Ya sentados uno frente al otro, junto al escritorio, el director le dijo que su madre tenía varios meses sin pagar la colegiatura; que ella ya no podía asistir a la escuela. Gala se retiró, sin despedirse de sus compañeros. Sin descolgar su fotografía.

      A los pocos meses encontró su empleo como bartender. Ya había ganado varios reconocimientos de las empresas donde trabajaba, cuando yo la conocí. “¿Otro Amsterdam?”, me preguntó Gala al ver mi copa vacía. ¿Te quedaste con el negativo de la foto de la exposición?”, la cuestioné yo. “Debe estar en mi baúl”, me respondió, “pero nunca he vuelto a verlo, ni he tomado mi cámara de nueva cuenta”.

      En ese momento, “Sin tu latido” comenzó a escucharse de las bocinas del bar. “Cuando encontré este trabajo, junté dinero unos meses y fui a buscar a César para pagarle lo que se le debía de mis clases, pero la escuela había cerrado”, me dijo Gala.

      Para ese momento en que me encontraba platicando con Gala, las cámaras que usaban película habían cedido paso a las cámaras digitales, la fotografía a color había ganado todo el terreno, e Instagram era un lugar común en los teléfonos celulares y era la plataforma perfecta para la proyección de muchos fotógrafos. Y Luis Eduardo Aute había muerto hacía unos días. Su latido se había detenido, dejando imágenes quietas sobre el papel, sobre telas de colores y en las bocinas de todo estéreo hispanohablante.



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