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Música de otras Galaxias

Música de otras Galaxias


Publicación:28-03-2020
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El virus muta, se adapta a nuevas condiciones, una vez que el anterior ha sido erradicado, por decirlo de alguna forma

Poema en el bosque

Carlos A. Ponzio de León

El exterior del hospital no lo componía un bosque, sino la mitad de la urbe: tráfico urbano, cláxones, de pronto el sabor de frutas y vegetales en uno que otro puesto de jugos en la esquina de la calle. El bosque más cercano al hospital se encontraba a veinte kilómetros, en la carretera rumbo a la playa.

En la sala de recuperación del hospital se encontraban diez pacientes que habían sido intervenidos quirúrgicamente esa mañana: cataratas, hernias, apéndices y un esófago. Ahora aguardaban a que pasaran los efectos de la anestesia y no se observaran complicaciones.

El lujo de la sala de recuperaciones era Amanda, una enfermera alegre, espontánea y que, al llegar a su lugar de trabajo, ponía música para los pacientes, también alegre, desde su celular. La presión arterial se animaba con aquellos ritmos.

Más tarde, Amanda sacaba su guitarra y pasaba por cada camilla, ofreciendo complacencias musicales: El príncipe de la canción, la tesorito, el regatón. Música que pertenecía a la biografía musical de los pacientes, que les traía recuerdos de alegría. Los pacientes salían rápido de ahí, de recuperación a la sala de corta estancia.

Pero había en aquella sala un enfermo que no terminaba de volver en sí. Había sido operado del hígado y llevaba inconsciente, varios días. Afuera, en la sala de espera, no aparecía nadie que se dijera su familiar o conocido. Cada cuatro o cinco horas, una enfermera traspasaba la puerta de vidrio anunciado su nombre: ¿Familiar o conocido de Roberto…? Nadie respondía.

Tuvieron que buscar en el archivo del hospital para darse cuenta de que su expediente había desaparecido, o de que había ingresado sin él. Y cada mañana, Amanda, vestida de blanco y con sus pies y calzado cubiertos por una bolsa azul, pasaba junto a su cama, indecisa sobre si debía intentar cantar alguna canción para el viejo.

Amanda miraba los ojos del anciano, agotados por el sol; sus arrugas quemadas y agrietadas como surcos atravesados por el río; sus manos gruesas, carnosas, preparadas para soportar grandes pesos y listas para la hazaña de cargar y lanzar rocas gigantes. Amanda intentaba recordar dónde había visto aquellas manos.

Calculaba la edad del paciente, la consultaba con sus compañeras, la discutían. Llegaron a la conclusión de que rondaría los ochenta. Habría nacido en la década de los treinta del siglo XIX. ¿Qué música debió escuchar él, en su infancia y juventud, en su adultez temprana?, ¿qué música, sus padres? Quizás tangos de Carlos Gardel, boleros de Los Panchos, a las Grandes Bandas del swing norteamericano, o el primer rock and roll de los cincuentas.

Cada día, Amanda intentaba un género distinto. Pero nada, el viejo no presentaba reacción fisiológica que se revelara en los monitores médicos: ni de presión arterial, ni de tasa de absorción de los pulmones, ni temperatura. Parecía que la música no provocara emoción alguna en él.

Una noche, mientras Amanda dormía en su propia casa, soñó con un río bordeado por pinos y flores, con rocas desgastadas por la lluvia. Se

soñó ahí, en medio del bosque, y que de pronto resbalaba junto a la fluyente, cuando de pronto, una mano extendida la ayudaba a levantarse. Era la mano del hombre inconsciente en el hospital. Amanda despertó agitada e inmediatamente pensó: música ranchera de la década de los cuarenta, del siglo pasado.

Al día siguiente, al entrar a la sala de recuperación, al primero que fue a buscar fue al viejo desconocido, en la camilla 11. Con su guitarra bajo el brazo, Amanda se acompañó para interpretar una melodía de los Montañeses del Álamo.

Los acordes y la primera frase de letra trajeron una alteración en los signos vitales, casi inmediata. Amanda lo notó y una compañera también. Justo cuando concluyó la primera estrofa, don Roberto movió ligeramente un par de dedos de la mano izquierda. Para entonces, varias enfermeras se encontraban alrededor de la cama. Nunca habían presenciado tal poder de la música.

Los movimientos, como pequeños shocks eléctricos, se sucedían a intervalos largos. Pasaban decenas de segundos quietos, cuando de pronto la reacción era la del ligero temblor de un tronco; pero que, dentro de su cuerpo, para don Roberto representaba el esfuerzo de derribar un pino a través de un único hachazo.

Cuando Amanda concluyó la canción de los Montañeses, los signos médicos se habían estabilizado en niveles más positivos. Las enfermeras habían dado aviso al médico de guardia, quien luego de analizar lo sucedido, ordenó que el repertorio de rancheras continuara por media hora más. Entonces volvería a evaluar la situación.

Don Roberto fue volviendo en sí, pero aún estaba atrapado en no sé qué estado de inconsciencia. Podía abrir los ojos de vez en vez, pero los volvía a cerrar. Habló hasta el día siguiente, y poco tiempo después fue dado de alta.

Cuando conoció a Amanda, le dijo: “Toda esa música que toca es bonita, la podía escuchar mientras estaba inconsciente, pero a mí la que me llega es la de los Montañeses. Sí, es música de arrabal, de cantina; pero esa canción que usted interpretó, también es un poema, es un poema de amor cuando se vive solo, dentro del bosque”.

Pirámide de cristal azul

Olga de León

Llevaba siete días de confinamiento, y ya se sentía como encerrada en una cárcel de primer mundo, pues era su propia casa; pero igual era encarcelamiento, ya que no debía salir a la calle ni a ninguna otra parte más allá de su propiedad. Y tal era por su propio bien, y por el de los demás. No quería pensar en que faltaban mínimo once semanas más, así. Sin embargo, sí pensaba.

Eran los tiempos de amor en época del Coronavirus. Tiempos de amor porque de eso se trataba: de demostrar el amor que se  tenía por los semejantes, amándolos de lejos con la sana distancia y a buen resguardo de cualquier contacto o acercamiento. Nadie podía acercársele a otro cualquiera bajo ningún pretexto serio o razón de peso, aunque argumentara que le era  vital hacerlo, salvo que fuera su pariente enfermo, el enfermero o cuidador del paciente o se tratara del hijo, la hija, o la madre o el padre. Entonces, no había remedio. Alguien tendría que cuidar del paciente que no hubiese sido internado en algún hospital o clínica.

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La niña había permanecido durante todo el relato del abuelo, en silencio. La semana pasada, ni siquiera se hizo patente su presencia, pero allí había estado atenta al inicio de la historia que el abuelo le refería de lo sucedido más de cien años atrás. Era una niña muy inteligente y le interesaba saber sobre el origen del mundo nuevo en el que le había tocado vivir. Entendía que no siempre fue así, que hubo varios quiebres, varios virus invadieron la vida de sus antepasados y del planeta, y ahora, también sabía lo que los científicos del siglo XXI ya conocían y habían estudiado: un virus nunca desaparece del todo.

 El virus muta, se adapta a nuevas condiciones, una vez que el anterior ha sido erradicado, por decirlo de alguna forma.

Médicos científicos, geofísicos, antropólogos, biólogos y químicos con especialidades superiores habían dedicado sus vidas al estudio de los virus. La niña lo entendía. Tenía once años, pero ya sabía mucho más que una niña cualquiera de su edad en su época: siglo XXIII; mucho más que una de las más brillantes que hubiesen vivido en los siglo XX o XXI.

Salvo, lo que sucedía con ciertos casos excepcionales  -uno en veinte millones-  los que provenían de un brote especial de seres extraordinarios, esos que a veces podían haber sufrido algún trastorno psicológico o psicosomático, o que hubiesen sido tocados por ángeles o proviniesen de la Pirámide de cristal azul. Esos niños, en algún momento de su adolescencia o juventud temprana, fueron sustraídos de su cama mientras soñaban, y llevados a otra Galaxia, en donde los sometían a experimentos para probar sus capacidades y proveerlos de información secreta, muy adelantada a su tiempo.

Y esa experiencia y experimentos sucedían durante el tiempo de su sueño. Cuando despertaban de nuevo en sus respectivas camas, en distintas partes del globo terráqueo, nada recordaban, pero sus cerebros habían recibido información privilegiada, que cuando hablaban de ella, se les juzgaba esquizofrénicos, o paranoicos, al decir lo que sucedería en un tiempo futuro, relativamente corto. Recibían atención psiquiátrica, y  se reintegraban a sus vidas comunes y cotidianas.

Pero cuando aparecía un virus como el Coronavirus y se sabía dónde había aparecido primero, ellos eran los primeros en entender lo que pasaba. Mas nada decían, no vaticinaban, no anticipaban hechos… Lo que menos deseaban era volver a la pesadilla de la Pirámide de Cristal azul, a donde una noche viajaron.

La niña quedó atónita ante el cierre del relato de su abuelo. Nada dijo tampoco. Sospechaba ya, acerca de su origen común con aquellos niños de los siglos XX y XXI…



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