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La soledad amarga

La soledad amarga


Publicación:02-06-2024
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Escribir es el arte de plasmar con palabras las ideas que se fraguaron en nuestro cerebro, y se entintaron un poco -o mucho- con sangre del corazón

El Arte de Vivir

Olga de León G.

Cuando escribo dejo de ser la que era y me transformo en otra. Me salgo de mí, me vuelvo etérea, a ratos desaparezco por completo; otras, solo levito sobre la página para ver que todo vaya fluyendo.

Escribir es un arte y una ciencia para mí, y supongo que para todo escritor o poeta. Solo que a veces el espíritu creativo está tan débil, triste o decepcionado que nada especial ni maravilloso surgirá de la letra que se va plasmando tecla tras tecla.

Hay momentos en los que la disyuntiva sobre si escribir y especialmente sobre si publicar o no, se vuelve un imperativo al que hay que atender y sobre eso, tomar una decisión sana, aunque dolorosa; porque dejar la página sin nuestro texto ocupando el lugar que desde hace varias décadas ha conquistado, es como dejar un puñal clavado en el corazón.

Hoy no será un momento tal. Mis dedos se deslizan suavemente sobre el teclado sin demasiada prisa, pero tampoco deteniéndose sin motivo alguno. Paso a paso, despacio, pero con certeza y seguridad, la mancha negra va plasmándose sobre la que empezó siendo una "página en blanco". 

Escribir es el arte de plasmar con palabras las ideas que se fraguaron en nuestro cerebro, y se entintaron un poco -o mucho- con sangre del corazón al que la vida o alguien hirió profundamente: hoy, ayer o un día cualquiera... y la memoria nos lo recuerda. 

De alguien o en alguna parte leí, que: "puede perdonar, pero no olvidar". Eso pasa cuando nuestra memoria funciona de maravilla. En mi experiencia personal, quisiera que no fuera así, pero lo es.

Escribir es morir un poco después del acto mismo... Y vivir intensamente, sin el riesgo de equivocarnos por siempre, porque tenemos la posibilidad de enmendar los errores, antes de publicar nuestro texto... si vemos las fallas.

Escribir es como respirar para quien se moriría de no hacerlo. Escribo para mí, para otros, para quien quiera leer lo que mi mente y espíritu plasman en una página en blanco, a pesar de que en varias ocasiones termino por reconocer, con profunda pena, que: la página en blanco era la perfecta.

Prefiero la creación imaginativa salpicada de realidades que pueden ser vivencias personales, ajenas o absolutamente ficticias, si bien, la ficción no me encanta, pienso que a veces ha surgido de mi pluma una verdaderamente fantástica, que hasta a mí me enamoró. Porque escribir es esencial a todo espíritu inquieto y rebelde, a mí me hace tanta falta como el vaso de agua al sediento. Y, sin embargo, absurdamente, lo rechazo, me niego a escribir, especialmente, cuando el dolor es profundo porque la herida fue contundente y originaria de alguien a quien quiero tanto como si fuera una parte de mi propio ser.

Soy lo que creo que soy y no lo que pienso. Y no estoy segura de ser realmente yo, solo yo y mi circunstancia, porque sobre mis espaldas traigo todo el cargamento genético y la herencia de quienes me fraguaron. Pero, ¿a quién le importa quién soy?: a mí, solamente a mí. ¡Ojalá!, no sea vanidosa, ni petulante, menos soberbia. Quisiera ser materia etérea y moldeable por los buenos vientos, e inquebrantable y firme ante los ventarrones. 

Como escritora, soy las sencillas y comunes palabras que elijo usar para manchar la página en blanco, y las ideas que subyacen en ellas y les dan peso, volumen y cierta relevancia dentro de lo sencillo de mi habla personal, ligeramente afectada por la imaginación y creatividad natural del arte de escribir, cuando ya se le domina como a una ciencia.

Eso soy, o creo ser, si mis ojos, con glaucoma y lo que la vida me ha dejado de la dotación natural de mi sentido común y la lógica de mi pensamiento, no mienten y me muestran sin engaño una realidad sin ficción ni fantasía, solo la verdad. 

Escribir poesía es la más alta expresión del arte de escribir. Y crear relatos que semejan historias o reflexiones sobre la vida y la muerte, entre otros contrarios que se complementan, pueden ser ejemplos de ciencia cuando el arte se vuelve una creación no natural, hecha a imagen y semejanza de la vida real sin serlo.

Comala puede ser el último destino de un moribundo, o el purgatorio o paraíso de las almas en pena. Dibujar con palabras un cuadro, pintar una realidad con pincel que produce palabras, es un arte y una ciencia.

Enseñar a amar y reconocer la importancia de la escritura y la lectura, puede volverse: "una buena costumbre" que, a un mediano plazo, producirá excelentes escritores y matemáticos excelsos, cuando produzcan textos académicos o creativos.

Leer a Luvina proyectado el cuento en pantalla y con audio de la viva voz de su autor, Juan Rulfo, en el salón de clase de Escritura argumentativa como antes en Lectura y Redacción, para los alumnos del primer semestre de la carrera de Economía, fue uno de mis grandes placeres, en las últimas cátedras que dicté todavía hace dos años. Además, con dos o cinco de los cuarenta oyentes que la apreciaron en su total dimensión del arte del relato, me di por bien servida como impulsora de la lectura literaria.

"Leamos mucho y escribamos más" (OLG).

El río amargo de sus penas

Carlos A. Ponzio de León

En Paris, un grupo de doce alumnos de una universidad pública tomaba clase los sábados. No era normal que se impartiera cátedra ese día, pero la situación lo justificaba. El maestro era un servidor público de alto orden en Luxemburgo, sobre quien el director de la facultad parisina había estimado que valía la pena traerlo a la ciudad de las luces. Así es que: pagaba el avión para que los viernes, a las once de la noche, el hombre tomara el último vuelo desde la ciudad de El Gran Ducado y estuviese a las siete de la mañana del sábado impartiendo cátedra en la escuela. A las once de la mañana se liberaba de su obligación y podía ir a su casa, donde lo esperaban su mujer y su hijo de diez años. Pasaba con ellos el fin de semana y el domingo por la noche viajaba de regreso a Luxemburgo para dormir, amanecer y aparecer en la oficina del organismo internacional en el que trabajaba, el lunes a las ocho de la mañana.

Lo que más animaba al funcionario público internacional, sobre todo luego de la primera clase, fue una alumna de dieciséis años inscrita en su curso que era una copia exacta de Alizée, la falsa Lolita francesa. Pero Melania, la joven de la clase parisina, era realmente una chica adolescente. Una Natalie Portman de la verdad y él: un Jean Reno de la resurrección.

Después de cada clase, el grupo de alumnos se dirigía a un café del barrio latino a desayunar. Se sentaban juntando varias mesas para albergar a los diez o doce alumnos que acudían. Ricardo solía sentarse junto a Melania. Era un chico soberbio en inteligencia; no en fealdad. Estaba seguro de que él le atraía a Melania y ella le había hecho saber al chico que le llamaba la atención: la inteligencia de su pensamiento: la manera en que ponía a discernir al profesor de Luxemburgo, al punto de incluso hacerlo temblar de piernas a cabeza cuando Ricardo le planteaba una pregunta.

Fue uno de esos sábados en el desayuno, bajo el mantel, cuando Ricardo, sentado junto a Melania, penetró entre las piernas de ella con su mano para acariciarla hasta hacerla transpirar su sexo: ella humedeció su pantaleta y pantalón: jeans abiertamente oscurecidos por el aroma del alcatraz y un torbellino. Vino la invitación de la mejor amiga de Melania para que esa noche, se reunieran en un bar de la zona de la Bastilla. Melania confirmó. Ricardo no tenía dinero para ir... Él nunca desayunaba en aquellas reuniones universitarias, sino que se limitaba a beber café negro sin azúcar. Las monedas.

Ricardo seguía acariciando y soñando, seguro de que el deseo escondido de Melania era para él. Una tormenta de iluminación circular, la arquitectura gótica del deseo: rosetón del triunfo pulmonar y el desvío.

Pero Ricardo nunca aparecía en las reuniones en los bares de noche. Se metía en las cobijas de su cuarto, sin dinero, soñando con la compañía de Melania, mientras ella acudía a los bares esperándolo, pero sin encontrar el interés de él. Y quien apareció fue Citófono, un chico dos años mayor que ellos, quien igual pretendía a Melania. Y era aquel quien estaba junto a ella cuando Melania ardía bajo el influjo de unas copas: con la audacia de los sonidos sin remedio de la música adolescente, de la sangre de fuerza de pura sangre del sexo sin consciencia de la adolescencia... Y fue él, Citófono, quien finalmente penetró a Melania, quitándole su virginidad, en una noche de desesperación juvenil.

Y no se casaría con ella. La usaría durante noches: su cuerpo blanco de almendra desgarrada y tropiezo desvinculado de la pedrería preciosa. Él, Citófono, se casaría años después con una virgen, no con Melania.

Y sería Ricardo, quien nunca dejaría de amar a Melania y en total ignorancia sobre lo sucedido, quien se casaría con ella. Eso vendría años después, cuando tendría un trabajo y los ingresos para elaborar sobre una boda, ignorante del secreto sagrado que ella mantenía. Viajaron a Lyon de luna de miel, en autobús. Melania no tenía mejor prospecto, luego de haber perdido, sin saber por qué, al chico económicamente acomodado de la escuela.

La tristeza del llanto vendría sobre los esposos. Lo compartirían. Lo endulzarían con historias idiotas con las que intentaban olvidar el pasado. Pero la angustia sobrevolaba el vapor. Vivieron soñando que quizás algún día volverían a amarse como otro día lo hicieron, sin ver, en realidad, jamás cumplidos sus sueños. Con la vergüenza escondida entre las sábanas, con el amor no correspondido rasgándoles las venas, sin entender de dónde vendría aquello: en dónde nacía el río amargo de sus penas.

 



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