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La esperanza muere al último

La esperanza muere al último


Publicación:26-05-2024
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La esperanza muere al último

Granadas de pollo

Carlos A. Ponzio de León

Entre la muchedumbre hipnotizada, Eusebio se abría paso. Un hombre de cabellos finos y lacios deambulando en busca de alguna salida. El gentío parecía quieto, aunque microscópicamente, caminaba lento, sin objetivo claro a dónde ir, más que acomodándose un poco a la izquierda, de pronto a la derecha. Festejaban con cervezas servidas en vasos de hielo seco que llevaban en las manos.

Eusebio, el hombre de cabellera lacia y blanca, intentaba tranquilizarse a ratos: se detenía en el camino, se recargaba sobre una pared y tomaba un poco de aire. Había salido de la plaza de toros y parecía que era el único que llevaba dirección: alejándose del ruedo de mortandad animal; aberración injusta, le parecía ahora. Un toro picado al que no se le daba oportunidad para luchar en igualdad de circunstancias: donde las probabilidades de sobrevivencia de cada contrincante no eran justas.

Había comprado un boleto en dos mil trescientos pesos para ver seis corridas. No duró en el asiento ni tres minutos, luego de que comenzó el hostigamiento ventajoso de los jinetes contra el toro. No llegó a ver, ni siquiera, el momento en que el primer torero saldría al ruedo. Antes de ello, Eusebio se levantó de su asiento y abandonó la plaza. Caminó sobre la calzada en busca de su hotel. Había perdido todo interés en completar el cometido que lo traía de vuelta a la ciudad: un exquisito platillo en el restaurante Ruedo Cero.

La historia había comenzado un año antes. En su primera visita a la ciudad de Aguascalientes. Desde su cuarto de hotel, escuchó el griterío de la gente cuando sacaban en hombros a Temito "El Cuernitos" Aguilar, gran matador español que visitaba la feria. Eusebio alcanzó a ver parte del alboroto desde la ventana de su cuarto. Salió y al encontrarse en la calle, descubrió que la gente se amontonaba frente al restaurante Ruedo Cero. Un extraño cualquiera le explicó que el bullicio era por el platillo especial que esa tarde se servía en ese lugar. Granadas de búfalo. Vio fotografías enmarcadas en el lugar. Aficionado a la cocina, se enamoró de la textura y la presentación de la carne en salsa roja junto a verduras cocidas al vapor.

Decidió abrirse paso hasta la mesa que la gente rodeaba. Alcanzó a distinguir un aroma especial que nunca había apetecido con tal intensidad. Se le abrió un agujero en el estómago. Decidió seguir preguntando entre los meseros por aquel estofado espléndido. "¿De qué está hecho?". "Mmmhhh", carraspeó el camarero. "se prepara con las partes nobles del toro principal de la tarde, señor". "¡Qué lástima!", dijo Eusebio. Y se retiró.

Por la noche regresó al restaurante, una vez que había pasado el alboroto. Al jefe de meseros le expresó su interés por probar el platillo. "Tiene mucha demanda, señor. Deben realizarse reservaciones con al menos un año de antelación". "Póngame en su lista, en el próximo espacio", le respondió Eusebio. El capataz buscó en el libro de reservaciones y efectivamente, el siguiente lugar disponible era un año y dos meses después. 

Por esa razón, Eusebio había regresado a la ciudad y había comprado un boleto para la corrida de toros. Lo que no esperaba es que la violencia en el ruedo lo haría desistir. Se fue de la plaza y se dirigió a su hotel. De cualquier manera, por la noche iría al restaurante a disculparse, pagar el platillo y dejar que alguien más saboreara del estofado.

Y así fue. Llegó justo a las siete de la tarde. La algazara comenzaba. Le informaron que el jefe de meseros había salido unos instantes. Se anunció como quien era y lo sentaron en la mesa reservada. Ordenó una cerveza para esperar al hombre y disculparse personalmente. La bulla crecía. La gente se amontonaba hasta que de plano era imposible albergar un alma más en el restaurante. Eusebio se sintió apenado por lo que estaba a punto de hacer; pero se encontraba decidido. El jefe de meseros seguía sin aparecer.

De pronto, de entre la muchedumbre que lo rodeaba mirándolo y aplaudiéndole constantemente, echando vítores, porras y más ánimos, como si Eusebio fuese el héroe de alguna epopeya griega, apareció un mesero con el plato. Lo colocó sobre la mesa y destapó. "¿Qué le parece, señor?", preguntó el empleado.

Eusebio se quedó observando el platillo unos segundos y finalmente dijo: "Joven, la presentación, el aroma, los brillos y colores, son espectaculares. No es que tenga yo una queja, pero tengo algo que confesarle. Me parece que las bolas de carne son más pequeñas de lo que recuerdo eran el año pasado". "Bueno, señor, es que debe saber que el platillo se prepara con lo que hay, y no siempre pierde el toro..."

Una plática de altura

Olga de León G.

A veces, no nos damos cuenta de que el tiempo transcurre y nosotros nos olvidamos de mantener la calidez de una relación y su cercanía. La vida corre de prisa y nos dejamos llevar por las tareas, las prisas, los pendientes, las responsabilidades, y tratamos de la mejor forma de cubrir todo, como si la buena marcha de todas las cosas dependiera solo de nosotras, como si el mundo se fuera a terminar mañana y el juicio final nos condenará sin remedio.

Con tales ideas, considero que especialmente hablo en el nombre de un gran número de mujeres, ya que somos quienes pareciéramos pulpos, seres extraterrestres o genios sin reconocimiento alguno, ni académico o cognitivo ni sociopolítico; inclusive, ni familiar, ya que justo en el seno de nuestro hogar es en donde y para donde dirigimos todo nuestro esfuerzo mayor, amén de lo que damos sin medir fuerzas con nadie, también en el trabajo. Y me refiero al trabajo remunerado (bien o mal, justo o injusto, pero al fin y al cabo remunerado), no al de ama de casa, esposa y madre en los que terminamos siendo secretaria, nana, cocinera, lavandera, administradora de gastos o distribuidora óptima de recursos limitados; entre otra decena más de cargos sin cargo alguno a ningún erario, ni sueldo.

Pues bien, como decía un poco más arriba, o quise decir sin haberlo hecho aún, resulta que: por querer vivir mucho, nos olvidamos realmente de vivir y comunicarnos; particularmente, comunicarnos con nuestra pareja. Lo de la comunicación con los hijos lo dejaré para otro texto, otra reflexión, otro relato o cuento: en otra oportunidad será, pues me queda claro que no soy pulpo: ya no.

Mientras estaba por empezar a escribir un posible cuento, relato, reflexión, o lo que resultara ser a final de cuentas, dentro del único cuarto en casa con un excelente clima, nuestra recámara, para estar al pendiente de mi amado esposo (quien ha tenido fiebre desde antier), me llamaba la atención y me preocupaba que no pudiera dormirse y que, con sus grandes ojos marrón, bien abiertos, mirara hacia arriba, hacia el techo interior del cuarto. ¡Ah!, pero no lo hacía como quien busca algo, sino como quien ya encontró lo que buscaba. Y parecía estar en diálogo con alguien, solo que no se escuchaban voces ni él abría su boca ni pronunciaba palabra alguna.  

Entonces, intrigada, me le acerqué y le pregunté que si veía algo... Me dijo, sí. ¿Qué ves?, mi vida, volví a preguntarle. Con mucha serenidad, me contestó: a Dios. Sabiendo yo de la seriedad de su enfermedad, se me nublaron los ojos, pero me contuve -momentáneamente- para darme fuerzas de seguir la charla...

Y, ¿pudiste hablar con Él? Sí. ¿Qué le decías? Que ya me recogiera... Se me hizo un nudo en la garganta, pero alcancé a decirle, yo también quiero hablar con Él, mi vida; ¿puedo? Sus ojos se posaron en los míos, y ya no pude ocultar las lágrimas que rodaban por mis mejillas. No llores, me pidió y con su mano derecha limpió un poco mi rostro. 

Qué te dijo Dios a ti. No sé, no lo entendí. Apenas empezábamos a charlar.

Sé que seguramente tú eres uno de sus hijos predilectos, eres un hombre íntegro, humilde y bondadoso, quiero pedirle que no te lleve a su Casa, no todavía. Platiquemos con Dios los dos. Me hace tanta falta una buena plática, una como las que solíamos tener tú y yo: Una plática de altura.

 



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