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La melodía de los árboles

La melodía de los árboles


Publicación:08-08-2020
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"Encima de todo, ahora tenemos un bebé de bigotitos blancos en casa; nos hemos vuelto las madres de nuestros maridos, pues se comportan como niños”

Sofía y el Hombre del Parque

Carlos A. Ponzio de León

      Noté la presencia del hombre del parque un día de lluvia. Se cubría con un pedazo de plástico y abrazaba preocupadamente algo que parecía una caja. Luego supe que era el estuche de su clarinete: un instrumento viejo, descarapelado y de baja calidad. Lo había recibido como regalo de una comunidad religiosa donde llegó a enseñar música antes de vivir en las calles. El estuche tenía adheridas algunas imágenes: instrumentos musicales y escenas religiosas. Un retrato de Robert Schumann y otra de Santa Cecilia, patrona de los músicos.

      Su presencia me preocupó cuando noté que llamaba la atención de mi hija, Sofía. Un día descubrí que la niña se adentraba en el parque para platicar con él. Le llevaba crayolas y lápices de colores, además de cartoncillos de papel marquilla. Luego supe que para entonces ya le había proveído de pintura vinílica, acuarelas y pasteles. 

      A Sofía le gustaban las reproducciones de arte que encontraba en mi biblioteca: Especialmente las de arte egipcio. Por las tardes, al llegar de la escuela, salía de la casa para pintar con el hombre del parque. Él concluía cinco o seis dibujos, abstractos, o bien de notas musicales y otros signos, mientras Sofía terminaba una sola pintura figurativa.

      El hombre había ido ganando, poco a poco, la confianza de los vecinos y de mi familia. No había día en que dejara de probar alimento, proveído por los mismos residentes de las casas frente al parque. Su mejor día para  recolectar dinero, era el diez de mayo. Pasaba por las calles tocando las mañanitas en su clarinete. No importaba desde qué piso, ni de qué edificio o casa, o qué tan vieja o moderna fuera la construcción: la gente le lanzaba alguna moneda.

      Sofía salía de casa, en ocasiones, acompañada por su perrito, Roco, para que saludara al hombre del parque. Una tarde, mi hija me mostró un retrato que ella había realizado de Tutankamón, el niño rey egipcio: deseaba regalárselo al hombre del parque. Hace una semana volví a ver ese dibujo, había sido enmarcado detrás de un vidrio. No sé cuánto le habrá costado ese detalle al hombre. Quizás el marco lo haya encontrado en algún bote de basura y luego consiguió el favor de alguien para fijar la imagen con clavos.

      Cada día, el hombre del parque inventaba melodías en su clarinete. Nos las compartía interpretando bajo los árboles. No lo hacía: ni demasiado temprano, ni demasiado tarde. Quince o veinte minutos al día. Algunos de los vecinos abríamos las ventanas al escuchar su música, siempre a una hora imposible de predecir: a media mañana, bajo el sol del mediodía, o a media tarde. En diciembre reconocíamos sus villancicos; en verano, canciones en tonos infantiles. De pronto, dejaba ir una frase de Vivaldi, Handel o Bach. Pero lo que siempre y regularmente podíamos escuchar, eran sus propias invenciones: pétalos gigantes que envolvían nuestras vidas.

      Hace una semana, el hombre del parque desapareció. Lo notamos la mañana en que cerca de cincuenta imágenes coloreadas sobre papel marquilla, que Sofía había realizado con él, aparecieron junto a la puerta de mi casa. Mi hija lloró inconsolablemente. 

      Hacía casi un mes de que un famoso director de orquesta se había mudado a vivir junto a nosotros, a dos casas de la nuestra. Al enterarse de la desaparición, transcribió a papel las melodías del clarinete, tal y como aún las recordaba. “Sus notas son la escalera que pueden colocar el alma entre las nubes”.

      Todos, aquí, esperamos que el hombre se encuentre bien, disfrutando de su libertad. No supimos mucho sobre su pasado, excepto lo que le contó a Sofía durante sus breves reuniones semanales: había sido maestro de música en un orfelinato administrado por una congregación religiosa. Tuvo una esposa y una hija, pero fallecieron de enfermedad, el mismo día, hace diez años. El clarinete lo había recibido como regalo del hospicio, unas horas antes. 

El bebé de bigotitos blancos 

Olga de León G.

      La mujer solía barrer las hojas de los árboles que caían en su cochera, a la entrada de la casa, en el jardín y parte de la calle a diario, o por lo menos cada tercer día; imaginaba que era una melodía la que nacía de la escoba juntando las hojas secas. Eso hacía desde recién que estrenó la casa, cuando no tenía quién lo hiciera. Entonces era joven, andaba por los veintes y nada le dolía; si acaso, le faltaba tiempo, siempre le faltaba… De suerte que cada año, fue más difícil conservar esa buena costumbre, pues el trabajo profesional aumentó y la familia también. 

      Hasta que se llegó el día y el año y los achaques, en que la barrida “a diario” se convirtió, primero, en un día a la semana, luego a la quincena, y al cabo de treinta años más, en: “cuándo pueda” o,  “a ver si pasa alguien que quiera unos cien pesos, por recoger las hojas”. Con los años, los cien pesos se transformaron en doscientos, y más… Pero la oferta de manos y fuerza laboral, decreció… La gente sencilla dejó de pasar por allí: la pandemia invadió  los barrios.

      La mujer pensó que era hora de envenenar al marido que no la ayudaba, pero quiso darle una oportunidad antes de hacerlo: platicar con él y ponerse de acuerdo en dividirse las tareas del hogar. Él estuvo de acuerdo en todo, menos en los horarios. Ella accedió, paraa no ser inflexible, total con que lo que a él le tocara hacer, se hiciera ese día o al siguiente, estaba bien.

      Si la vida y las tareas que ponen en orden el diario vivir de las familias fuera entendido como un bien para todos los que en casa habitan… ¡qué sencillo sería todo lo que nos parece molesto y nos incomoda tener que hacerlo a diario. Pero, qué pesado resulta cuando la limpieza y el orden se abandonan demasiado tiempo… todo se vuelve una tarea titánica y puede llegar a ser una pesadilla, especialmente para la mujer cuando el hombre no termina de comprender que él no es un rey, ni un emperador, ni un jefe de estado, y que es su deber cooperar con todo lo que le hubiese tocado hacer, según la asignación acordada.

      ¡Sueños de otro mundo!, o por lo menos, de otros países más avanzados y civilizados. ¡Eso es lo que fueron algunos de los acuerdos!

      A mi personaje, a quien conozco desde hace más de cuarenta años, ese fracaso del reparto de tareas, no le hizo mucha mella, ya esperaba que las cosas no funcionaran del todo bien. Pero eso sí, el abandono casi la lleva a la locura.

      El hombre cooperó con la recolección de las hojas, la limpia exterior y el poner la basura afuera, los días que el camión pasaba, solo los primeros dos meses. Luego, fue dejando a medias las tareas: barría y juntaba montoncitos de hojas, pero no las embolsaba. Así las hojas pronto volvían a desparramarse. Dejó de sacar la basura, primero un día de la semana, después los otros dos en los que el camión recolector pasaba… Y, ahí va su mujer en el auto, con la basura dentro de la cajuela a alcanzar al camión o a buscarlo, porque hacía rato que había pasado y ella no conocía la ruta que seguía.

      El ambiente dentro de la casa se fue enrareciendo, cada vez era más difícil que estuvieran “de buenas”. O, lo estaba uno, o la otra; y, las más de las veces, ninguno. Por suerte, cada quien tenía un perrito que era su favorito, y cada cual se entretenía platicando con su mascota. Pero he aquí, que uno de los perritos se les murió: el favorito del marido.

      Mas, la naturaleza humana de algunos varones es increíble, pronto halló consuelo en ganarse el favor de la perrita consentida de su mujer. Y, ¡eso sí que lo hizo muy feliz! Pues aunque tenía que aguantar las llamadas de atención de ella, porque no le ayudaba con lo que habían quedado que le correspondía, se vengaba robándole el afecto de Plata, la perrita que más quiso siempre la esposa, aunque a ambas las cuidaba por igual, mientras las dos vivían. Para entonces, la mujer ya maduraba la idea del “veneno en la sopa o en los frijoles”…

      Cierta tarde, cuando la mujer llamó a una prima que cumplía años, salió a cuento el tema de los esposos encerrados con ellas a causa de la pandemia, por el Covid-19. Y fue una frase de su prima la que la divirtió, y dejó de sentirse víctima desolada del maltrato masculino: “Sí, como dice mi comadre, -le cuenta la prima- encima de todo, ahora tenemos un bebé de bigotitos blancos en casa; nos hemos vuelto las madres de nuestros maridos, pues se comportan como niños”. La mujer permaneció sonriente durante varias semanas, recordando la charla.

      Y se olvidó del veneno en la sopa, en los frijoles o en cualquier caldito. 

       



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