Cultural Más Cultural
La Fe y su montaña
Publicación:29-10-2023
TEMA: #Agora
Lo que importa es que soy y existo, como diría más de un filósofo antiguo y renacentista...
Alguna vez...
Olga de León G.
Alguna vez, te has preguntado: ¿Qué hago aquí? Y, ¿miras a tu alrededor buscando una respuesta? No, no buscas respuesta, miras tratando de saber en dónde estás y qué estás haciendo allí, porque realmente no lo sabes, no reconoces el lugar.
Esa tarde, ya al declinar el día, cuando el sol está despidiéndose, María Fernanda elevó su rostro y con los ojos cerrados lanzó una plegaria al viento y espero en silencio por el llamado de los ángeles y arcángeles que brindarían por ella: ¿brindan los ángeles?
¡Quién sabe!, probablemente no, y menos por asuntos baladíes y tan singularmente personales. Pero ella así lo pensó. Y como dicen que la fe mueve montañas, a ella se le antojó moverlas. Como que por eso le gustan tanto las fábulas de Tito Monterroso, uno de esos hombres escritores que filosofó con sus estupendas fábulas.
Y metiendo la cuchara en este guiso, a mí me parece injusto que ya se haya muerto Monterroso: ¡debió ser eterno! (Como Juan Rulfo, o Edgar Allan Poe, o Cortázar... La lista puede ser casi infinita; mi paraíso está poblado de escritores, pintores y músicos, entre otros creadores).
En fin, la vida o el destino -no creo que Diosito sea tan caprichoso-, o ambos (vida y destino) nos deparan cada cosa, que no podríamos anticipar o prever. Por eso ahora que me encuentro en una encrucijada, quizás no como la de María Fernanda, pero sí bastante atravesada como una cruz, me inclino por la filosofía o por las paradojas, o las preguntas retóricas, que no les dirán mucho a otros, pero que a mí me divierte planteármelas:
¿Qué hago aquí y ahora? Bueno, ahora escribo o intento escribir un texto más o menos creativo y reflexivo... Sí, ya sé: volví a la broma, a la paradoja y el acertijo insulso con disfraz de que algo serio quiero decir, pero no acabo de decirlo. Creo que cuando parece que una no se toma muy en serio, es cuando más en serio está pensando. ¿Quién me dijo esto? Un sabio chino de la era de Confucio, que no corrió con la suerte de él para ser reconocido por cualquiera con dos centímetros de frente; pero sí era chino y sí fue un sabio, como que me llamo... ¿Cómo me llamo yo? No importa, puedo ser la sombra o el desdoblamiento literario de María Fernanda, eso no tiene la mínima importancia.
Lo que importa es que soy y existo, como diría más de un filósofo antiguo y renacentista... ¿Me siguen?, muy bien, vamos por el camino indicado, aunque no sea el correcto. ¿Qué es lo correcto, y qué no lo es? Invenciones de la ética y la moral, para mantenernos a raya o bajo su yugo; no lo creen así. Bueno, allá ustedes y sus conciencias. Perdón por el arrebato, los que pensamos o creemos que lo hacemos, también tenemos sentimientos encontrados.
Pero, volviendo al camino recto, del que quizás no debí salirme, para que me entienda todo mundo y no solo los más avezados o avispados en esto de los circunloquios y las paradojas, que tanto me gusta usar cuando escribo. Y, también cuando hablo o platico, lo sé, me conozco; que nadie pretenda descubrir el hilo rojo en mí: ¡por favor, no!
"Como decíamos ayer", para decirlo con Fray Luis de León, quien tenía la buena costumbre de iniciar sus clases resumiendo la anterior; y no hizo excepción tras varios años en prisión, al retornar a las aulas. Pues sí, ¿quién soy yo, para negarle a los ángeles y arcángeles el buen gusto por los brindis?, Y, qué hago aquí y ahora, además de tratar de escribir un texto al menos medianamente bueno para merecer que se le publique.
Por eso me pregunto, al ver que no me he olvidado de casi nada: "Qué hago enfrentando a la muerte en abogo por mi compañero de vida que me ha dado más amor y agradecimiento hoy, en la enfermedad, que en medio siglo de vida juntos". El amor cobra altura y nuestras charlas van de miradas que se cruzan y se entienden, a caricias en el rostro. ¿Qué hago aquí y ahora?... Doy fe de un testimonio que me trascenderá y aunque no deje huella, quedará cincelado en la mente y el corazón del hijo que me acompaña, "aquí y ahora".
Corolario:
Ahora comprendo por qué y para qué estudié Filosofía. Y entiendo, en toda su magnitud, el impulso de mi maestro -Dr. Bucio- porque estudiara Filosofía y no Letras. Estoy en el lugar preciso y en la hora justa, "para ser y existir".
Cuando un hombre...
Carlos A. Ponzio de León
El párroco se acercó al lecho de muerte para escuchar con cuidado. Era una recámara amplia, con una cama matrimonial y dos individuales. Ahí dormía toda la familia. El otro cuarto del hogar era una sala amplia con una cocina en una esquina y junto a ella, una mesa redonda de madera negra, siempre lista para comer, con cinco sillas alrededor. Pegado a una pared había un tocador viejo de madera roída, con un amplio espejo que no regresaba una imagen nítida a quien se mirara en él. Sobre el taburete del sillón junto a la cama, donde el sacerdote había tomado su lugar, se encontraban una biblia y un rosario de plástico, así como una atalaya de la misericordia. A los pies del enfermo había una estatua de la virgen con un santo devocional junto a ella. La mujer del hombre era creyente. Había acumulado aquellas imágenes comprándolas en tianguis de lo usado durante los últimos veinticinco años. A veces, de la Iglesia misma a la que acudía, que las ponía en venta a precios casi regalados cuando eran las pertenencias de algún sacerdote recién fallecido. La devoción de la mujer la hacía ir a misa de ocho de la mañana, todos los días; mientras que los sábados y domingos tomaba el camión hasta la catedral para escuchar la misa con coro y órgano. Ya había perdido la fe en todo, menos en Dios. Pero su esposo era reacio, no creía en nada de eso; aunque la respetaba con escepticismo. "Así es la mujer que elegí por compañera" y él, simplemente... no creía en Dios.
El sacerdote tomó asiento con su libro devocional y su rosario. Dijo algunas palabras al oído del hombre y se retiró un poco. "¿Hay manera de que pudiéramos tener algo de privacidad, doña?" La mujer se dirigió a la puerta de la casa y antes de cerrarla, giró su cuerpo para preguntarle al sacerdote: "¿Usted me avisa cuando pueda regresar, Padre?" "Yo le informo", respondió el de la sotana verde.
El joven sacerdote esperaría a que el viejo en cama dijera algo. Aguardaría cinco minutos. Si no se escuchaba nada salir de aquella boca enferma que tenía frente a sí, le ofrecería los Santos óleos y se retiraría. Mirando su reloj, pasaron sietes minutos en silencio: se levantó de su lugar y oró en silencio. Comenzó su procedimiento. Al acabar, se posó en el sillón nuevamente. Sentía un cariño muy particular por aquella mujer. Rezó y rezó, hasta que escuchó un sonido que parecía provenir del más profundo dolor humano.
Se acercó al enfermo. Le cuchicheó al oído: "Está con Dios, don Ramiro, Él lo escucha". El viejo volvió a proferir un sonido que de lejos parecía una especie de queja, pero que ahí, junto a él, claramente se distinguía como una frase impregnada de dolor: "Alabado sea el Señor". El silencio se convirtió en ventisca helada dentro de aquella recámara y le recorrió la espalda al sacerdote, quien respondió: "Alabado sea".
El joven traga-años volvió a sentarse en la silla y dijo algunas palabras en voz baja. Cuando terminó, tomó sus cosas y se dirigió a la salida. Abrió la puerta de metal, la cual hizo un rechinido. "Ya puede entrar, doña". La mujer estaba en lágrimas. Se acercó a abrazar al párroco. "¿Se va a salvar, Padre?". "Pídale a Jesucristo, con fe". "Usted se parece a Jesucristo, los sacerdotes tienen el poder", dijo la mujer.
El muchacho respiró profundo y le respondió: "No olvide que al Jesucristo bíblico lo creó Dios en un proceso que duró varios siglos e involucró a muchas personas, algunas de las cuales entregaron su vida por ello; que a Jesús el Nazareno lo concibieron la Virgen María y el Espíritu Santo; y a mí me concibieron mis padres. Pero los tres, por increíble que parezca, aquí estamos, vivos".
"Es que mi marido no cree en eso de los Santos, ni los Profetas, ni en Jesucristo, ni Dios". El sacerdote cerró sus labios discretamente. Pensó y pensó, antes de decir palabra. Miró a la doña con compasión y soltó un suspiro profundo. Le colocó su brazo derecho sobre el hombro mostrándole su corazón y le dijo:
"Cuando vea a un hombre de buena fe, sin fe: téngale respeto, porque podría ser uno de los preferidos del Señor. Ya que cuando una primera vida se ha perdido dramáticamente por esa misma fe, y se tiene una segunda oportunidad, es natural y comprensible que se crezca alejado de la fe".
El sacerdote miró la calle empapada, olorosa a tierra húmeda cercana y emprendió de prisa su camino de regreso.
« El Porvenir »