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El carretón del desierto

El carretón del desierto


Publicación:22-10-2023
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La música de Pedro Gilabert es comparsa precisa para una historia donde, como dice la pareja de títeres entre maizales al final, hay que seguir caminando

La película del cineasta Jorge Prior, que se presentó en el Festival de Cultura de la UNAM, arranca con la contundencia de un paisaje que nos engulle: ese verdor del arbusto bajo de la zona semiáridas del norte de México donde se trasluce el suelo arenoso y el cielo de un azul total es una sombrilla que no detiene al sol. En el largometraje documental El carretón del desierto, los cómicos errantes —como se definen Kasia y Jaime— recorrerán kilómetros y rancherías de San Luis Potosí, Zacatecas, Durango y el borde de Coahuila llevando espectáculos de títeres a plazas y claros para deleitar a niños y adultos. Una apuesta de vida inusitada en estos tiempos. Una pareja que defiende la libertad de una vida donde su pasión es el teatro de títeres. La familia Nudo los ha acompañado desde el principio cuando llevaban un solo títere en la mochila a la espalda y en lugar de ese carretón jalado por caballos eran sus piernas las que los llevaban aquí y allá. En la presa de Santa Gertrudis ya los adoptaron, son preseños, ahí es donde se estacionan de cuando en cuando y donde esperaron al caballo y la mula y el burro que también son su familia y que sin ellos sería imposible que esa carreta la hiciera de transporte, de casa y de escenario por las veredas de tierra del desierto mexicano. Al principio tenían que volver a Europa una vez al año y trabajar en restaurantes o bares para reunir el dinero que les permitiera financiar la vuelta a México y la travesía en el desierto. Después de cada función se coloca el bote donde la gente que quiera contribuirá con monedas o entregará una bolsa de frijol o de arroz, o los invitaran a comer. Kasia cuenta cómo al principio lloraba de hambre con la incertidumbre de cuándo llegarían a un lugar para poder comer algo. Pero han aprendido de la gente y del paisaje y tan pronto cazan una liebre, que Jaime cocina porque era chef en España, mientras ella se aboca al diseño de la función porque estudió arte dramático en su natal Polonia. Todo suena extravagante. Se conocieron en la India en un curso y después de estar un rato en España aterrizaron en la zona de Wirikuta y desde entonces no han dejado de caminar. Ahora sabemos que en el desierto nació su pequeño hijo, pero cuando Jorge Prior se enteró por una noticia en el periódico de esta errancia artística y se comunicó con ellos hace siete años aún no estaba en la familia. Con un reducido equipo de cámara, asistencia y sonidista, Prior hizo ocho viajes acompañándolos en el camino, en la fogata, en la función. También se le ocurrió que los títeres contarían parte de la historia de su extranjería en el paisaje mexicano. Por eso en la película se puede disfrutar una especie de monstruo de mar en un socavón del paisaje ocre dialogando con un insecto gigantesco o una biznaga con careta y manos de vara.

En el paisaje donde las yucas entretejen su ramaje, acariciándose en el silencio, el colorido carretón del desierto que la sensibilidad de Prior y de camarógrafos como César Gutiérrez Miranda, Rodrigo Rodríguez han sabido captar desgranan una melodía optimista. A contrapelo de las historias violentas de nuestra identidad contemporánea, El carretón del desierto nos muestra que también corren por las venas del país proyectos que nos acercan a lo primario, como los crepúsculos que en ese paisaje de escasa humedad pintan de otros colores el horizonte celeste. Una historia perseguida entre los avatares de la vida, por la necia voluntad de contar y escuchar a sus protagonistas, personajes inolvidables como los títeres que con humor y arte llevan la imaginación a apartados lugares, un estilo de película que ya caracteriza la mirada de Jorge Prior que, unos años antes, acompañando a los pastores de cabras en la mixteca, realizó Qué sueñan las cabras. Su preocupación parece ser la sabiduría desprendida de otras experiencias de vida, del diálogo con el paisaje, de una filosofía de lo primario, de una felicidad construida en la aceptación de los ciclos, la belleza de la naturaleza y la sencillez de la felicidad. La música de Pedro Gilabert es comparsa precisa para una historia donde, como dice la pareja de títeres entre maizales al final, para evitar la melancolía hay que seguir caminando.

Pronto estará en salas de cine y le aseguro, lector espectador, que no quedará indiferente. El paisaje, los personajes de carne y hueso y su extensión en los títeres formarán parte de una dulce memoria.



« Mónica Lavín »