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La exterminación del tiempo

La exterminación del tiempo


Publicación:10-03-2024
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Me reconocí en el espejo detrás de la cantina. La decoración del lugar: Un ojo. La imagen se encontraba por todos lados

      Febrero, en Monterrey, puede amanecer a siete grados centígrados y por la tarde llegar a cuarenta y uno. La gripa me impidió escribir este domingo. Les dejo dos cuentos de mi hijo (Olga de León).

      

Donde está Dios

Carlos A. Ponzio de León

      

      En un universo, fuera de este universo... hay un planeta enorme que es una molécula inmensa de carnaval, a la que llamaremos Parelthón. Es un tipo de cristal ardiente habitado por divinidades, entre ellas: Zeus, quien es padre de dioses: un tanto distinto al de la mitología griega; pero el Zeus que habita en Parelthón sí existe y está compuesto de masa, y energía que no es masa. No fue engendrado solo; sino por su padre, Cronos, quien es algo distinto al Cronos de la mitología griega: más poderoso. No entraré aquí en los detalles de los hijos de Cronos, sino en los de Zeus, quien engendró catorce hijos. El que tiene oídos, oiga, porque en nuestro mundo, los números doce y trece son imprescindibles y denotan significado importante: simbología que es creación sagrada:

      Doce son las horas del día y doce las horas de la noche. Doce son las notas musicales con sus grados cromáticos. Doce, los meses. Cinco grupos de doce minutos forman una hora. Doce son los colores primarios, secundarios y complementarios. La corona del Rey de Inglaterra tiene doce piedras. Doce son los signos y las casas de zodiaco. Doce son los animales del zodiaco chino. Para los antiguos alquimistas, doce era resultado de multiplicar los tres elementos básicos (mercurio, azufre y sal), con los cuatro elementos de la naturaleza: tierra, aire, fuego y agua. Doce: los apóstoles de Jesús. Doce, las tribus de Israel. Doce, las piedras preciosas del pectoral del sumo sacerdote. Hay doce puertas en la ciudad de Jerusalén y doce eran los ángeles que las custodiaban. Los 144 mil elegidos son doce veces doce mil. La multiplicación de los panes sirvió para llenar doce canastos de excedente. Para los antiguos rabinos, el nombre de Dios tenía doce letras. Doce son los profetas menores. Los diez mandamientos más los dos mandamientos ocultos, suman doce. Los dioses de los caldeos, romanos y etruscos se dividen en doce grupos. Odín, dios escandinavo, tenía doce nombres. En el Japón antiguo se adoraban a doce dioses y el creador principal estaba sentado sobre doce almohadas. Platón decía que había doce dioses en el Olimpo. Doce son las regiones que reconoce la tradición coreana. La Tabla de Esmeraldas de Hermes contiene doce proposiciones.

      Trece eran los apóstoles, con Jesús. Se dice que la crucifixión cayó en viernes 13. Trece son los espíritus malignos en la tradición espiritual judía. El rey de Babilonia se saltó la regla número 13 en el código de Hammurabi. Para los escandinavos, el espíritu del mal era el invitado número 13 en una cena de dioses. 

      Catorce fueron los hijos de Zeus, en Parelthón. Uno de ellos es nuestro Dios. Trece fueron sus hermanos. Doce son los que quedan. Nuestro mundo: modelado en la aritmética divina.

      Me levanto para poder contar, sin mucha habilidad, (no la necesaria), esto que a continuación les contaré. Pero antes, me dirijo al refrigerador por una cerveza fría; la destapo; doy un trago largo y reconfortante en la garganta... y en el segundo trago me la acabo. El envase: a la bolsa de basura para reciclaje. Destapo otra. ¿Usted también, querido lector? Lo espero... Aquí estaré para cuando vuelva.

      Un poco de poesía mientras tanto: Hachazo helado. Discordia. Error de juventud. Chispazo, desesperanza y gloria. Martirio. Venganza apocalíptica... En fin, aquí va:

      Yo, Carlos, acudí por engaño en busca de un antro que resultó ser una disco. La zona, para mi sorpresa, (la más lujosa de la ciudad para la juventud), estaba hecha añicos, semidestruida; ¿quizás en reconstrucción? Llegué a las puertas del lugar y encontré que hacía un año había cerrado. Caminé al bar de al lado. Eran casi las diez de la noche y los cadeneros me explicaron que aún no abrían. "Solo quiero tomarme una cerveza y un whiskey", les dije. Recomendaron un sitio setecientos metros más adelante. Me aventuro y llego. "¿Una persona?". Respondí que sí. "¿Le interesa la barra?". Concuerdo. Atravesé mesas donde los jóvenes hablaban y hablaban, en voz alta. Música a un volumen elevado. 

      Me reconocí en el espejo detrás de la cantina. La decoración del lugar: Un ojo. La imagen se encontraba por todos lados. 

      Recordé SUS palabras durante el camino en taxi. "No olvides esta noche". Sería esa la segunda ocasión, en mi vida, que escuchaba tal oración.

      Frente a la barra, luego de una ronda de cerveza y tequila, oí SUS palabras brutales: "Charlie, mis hermanos me traicionaron; me destruyeron; pero soy energía eterna. En esta forma nací con el Bing Bang y soy el universo vivo". 

      Escrito está: "Porque en él vivimos y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos" (Hechos 17:28).

      Contado está.

      

Contaminación de mares y ríos

Carlos A. Ponzio de León

      

      A Jacinto le habían prometido que al final del camino podría percibir sobre su rostro la brisa del paraíso; pero luego de tantas horas de camino; no estaba seguro de que lograría su sueño. Sus pasos parecían bumeranes: le pisaban la espalda, como lápida de acero que llevara encima y que quizás, antes de llegar a su destino, lo enterraría en medio del desierto, bajo el sofocante calor en el estado de Arizona. 

      Jacinto huía. Había matado al asesino de su hermano. Salió de El Salvador la noche en que enterró el cuchillo en carne viva. ¿El motivo? Su hermano le había declarado su amor a la mujer de otro, en Soyapango, donde tenían su fuente de ingreso como tlapaleros. Desde allá venía el pobre y triste de Jacinto.

      En autobús, el camino de San Salvador a la Ciudad de Guatemala lo hubiera realizado en menos de cuatro horas. Pero a pie y escondiéndose de la policía: le tomó seis días, dando paso tras pasito: a diario. Llegó a su primera parada, deshecho: como trapo listo para limpiar un retrete. Y aún le faltaría mucho más que asear, tendría montones de mierda de hombres blancos qué levantar en los baños de un hotel de Salt Lake City, a donde soñaba llegar... un mundo donde podría aclarar y lavar la sangre que le había ensuciado la vida.

      La vida que le quedaba.

      Un vuelo barato de Guatemala a Estados Unidos tomaría menos de nueve horas. Pero a pie: tuvo que trasladarse de Ciudad de Guatemala a Tecún Umán, a Arriaga, a Juchitán, a Sayula de alemán, a Ciudad de México, a Irapuato, a Tepic, a Culiacán, a Guaymas y a Nogales. Todo para perderse en la esperanza del retrete, que al parecer era mejor que no tener retrete qué limpiar. Dieciocho horas en auto. Eche cuentas, cuántas, a pie.

      Hay que cruzar el río. Buscar el punto exacto dentro de los 3,034 kilómetros de frontera. Un solo punto para penetrar, con cuidado, porque está infestado de matones. De culebras y alacranes y hasta de dinosaurios de otros tiempos.

      Tantos ríos que han sido cruzados por migraciones, como el mismo Nilo; o ríos que son selvas, como El Darién; o mares como el mar Atlántico: El descubrimiento de América: La plaga asesina de indios. Sello abierto: con las consecuentes enfermedades traídas del viejo mundo por Colón y sucesivos viajes: Aquí lo revelo: las sagradas contaminaciones de ríos y mares fueron eso: migraciones.

      Para Jacinto, en pleno siglo XXI y por una casualidad de venganza asesina, su viaje era el del sueño americano que inicia a las once de la noche y termina a las siete de la mañana. Había visto películas, se había alimentado de héroes de plástico, de pelirrojas de ensueño. En fin, de fantasías infantiles que se cargan sobre la espalda siendo adultos. Su espíritu arrinconado, hirviendo sobre lo que él creía era el deseo del Altísimo: un afán propio de mil kilómetros atravesados a pie y que hasta ese momento no habían servido para nada, excepto para quemarse la piel en el desierto. No podía maldecir a su guía y mucho menos a Dios: quizás Él no estaba al tanto de lo que le sucedía; esa podía ser la verdad.

      Jacinto y el grupo de nueve personas con el que viajaba se unieron a otro de treinta, todos centroamericanos. Subieron en la caja de un tráiler que los llevaría a Phoenix. Se acomodaron entre bolsas de manzanas y naranjas. Afuera, la temperatura alcanzaba los cuarenta grados. Adentro, se había elevado a cincuenta; apenas una hora después de haber partido.

      Jacinto notó que batallaba para jalar aire. No sabía si era el calor o si se estaban quedando sin oxígeno. El pecho se le hinchaba y las narices se le encogían. Él no lograba sentirse a gusto, sino que comenzó a vivir la misma palpitación que vivió cuando le enterró el cuchillo al asesino de su hermano. Nunca había creído en Dios, pero cuando finalmente, no pudo sostenerse, ni evitar que su cuerpo cayera de lado, cansado sin poder volver a enderezarse, comenzó a rezar como pudo... sin una frase coherente, sin esperanza de que fuera a alcanzar el cielo, y mucho menos el paraíso.

      Trece horas y cuarenta y cuatro minutos más tarde, el tráiler se detuvo y apagó la marcha. El chofer empujó la puerta del conductor y descendió. Se dirigió a la caja. Levantó la manija de aluminio y abatió. Bajaron casi cuarenta migrantes sedientos de aire, como habiendo llegado al cielo. Excepto Jacinto, cuyo cuerpo, desde hacía unas horas, venía inmóvil, recargado sobre una bolsa de manzanas que, para entonces, ya había reventado. Ese fue el tamaño de su infierno.

 



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