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La mecedora de la infancia

La mecedora de la infancia


Publicación:25-02-2024
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La vida enseña no solo buenas cosas, también nos enseña que ser y dejar ser, puede resultar una trampa del destino o de las elecciones que hagamos en el camino

Manos limpias 

Olga de León G.  

      Pocas, realmente pocas, son las enseñanzas básicas o primarias que aprendemos en nuestra infancia, a base de ejecutarlas diariamente, bajo la supervisión de nuestros padres, principalmente la madre, quien es la depositaria fundamental de nuestra educación en la infancia; del padre aprendemos por lo que en él vemos, por el ejemplo y de quien esté cerca de nosotros: siéntate derechito, no subas los codos a la mesa; come con los cubiertos, no con los dedos; da las gracias y pide todo "por favor"... entre las principales fórmulas de la convivencia y del bien vivir en sociedad.

Sam, como le decía la familia y amigos a Samuel, un niño de nobles sentimientos y nueve años, solía recordar tales enseñanzas y practicarlas, por lo general, a diario. 

      A la mañana siguiente, la familia viajaría por vacaciones de verano a casa de los abuelos maternos. Ellos vivían en el otro extremo del país, en una ciudad muy bella, tradicionalista, algo estancada respecto de las cosas modernas del Norte, pero muy tranquila: Mérida, Yucatán, la "Ciudad blanca". 

      Sam amaba a sus abuelos y ciertamente deseaba verlos, lo que no le agradaba mucho era que no disfrutaría de una playa; pues no había mar. Por qué, entonces, su madre insistió en que llevara traje de baño y toalla muy grande, como para ponerla en una hamaca... porque iremos a algún balneario o alberca, para que no extrañes la playa del año pasado; le había dicho con una sonrisa en el rostro, su madre.

      No fue sino hasta que llegaron y se instalaron en la casa de los abuelos, quienes para entonces ya vivían solos, que Sam recibió la grata noticia de sus padres de que, dentro de dos o tres días viajarían, llevando consigo a los abuelos, al Caribe, particularmente a Cozumel y, tal vez, también visitarían Tulúm y otros pueblos mágicos. El recorrido lo harían por carretera, en su cómodo camión-casa rodante en el que habían viajado desde su ciudad regia hasta Mérida: trayecto que hicieron en dos días, quedándose a dormir a medio camino, en un hotelito de la ciudad capital de la República mexicana, Cd. de México, antes, Distrito Federal. De regreso, se quedarían tres o cuatro días, para visitar a sus tíos que allí vivían y algunos museos que tenían planeado volver a recorrer. Iban en plan de "no prisas". Disponían de tres semanas para descansar de la rutina, del ajetreo diario del trabajo y las presiones del tiempo que impone una ciudad industrial grande, como en la que vivían, y de sus propias actividades laborales y de estudios. 

      Sam era hijo único, pero educado con esmero y suficientes valores, como para ser colaborativo y no un chico mimado ni egoísta; sino todo lo contrario. No obstante, poco sabía de los peligros y riesgos que implica la vida fuera de lo cotidiano y común, a lo que estaba acostumbrado.

      El primer día en casa de sus abuelos, tras la charla de sobremesa entre ellos y sus padres, a Sam le intrigó una frase que había escuchado del abuelo: "manos limpias". A propósito de un expresidente, cuando lo escuchó comentar con su papá, el yerno del abuelo: ese hombre, lo que menos tiene son las manos limpias. Está metido hasta en crímenes, no solo en raterías y corrupción.

      El tema de la corrupción no le era del todo ajeno... en la escuela y por donde quiera, radio, TV y charlas con amigos mayorcitos era de uso común. Pero, manos sucias o no limpias, lo aprendió en este viaje. No se referían a tenerlas lavadas con jabón y agua... Si bien no le resultaba muy claro, intuía su significado.

      Ese verano fue estupendo para todos, quizá un poco más para los abuelos, porque los vieron después de cuatro años de no visitarse ni unos ni otros. Los viejos quedaron encantados con el nieto, su hija y el yerno. Y para Sam, quien creció y maduró mucho con ese viaje. Aprendió que "manos sucias", implica una conciencia igualmente sucia. Y, que las pequeñas reglas aprendidas desde la primera infancia no son los mejores principios, sino los que proceden de hacer el bien a los demás, respetarse a sí mismo, respetando a los otros. Y que ser bueno, no basta, es necesario ser congruente entre palabra y acciones.

      La vida enseña no solo buenas cosas, también nos enseña que ser y dejar ser, puede resultar una trampa del destino o de las elecciones que hagamos en el camino a vivir con conciencia y sin miedos hacia lo desconocido... Finalmente, eso que no conocíamos, un día lo conoceremos o él nos descubrirá: mejor que no nos tome desprevenidos y tengamos nuestras manos, verdaderamente limpias: de palabra, corazón y hechos.

El que la hace...

Carlos A. Ponzio de León

      

      Yo estaba muerto de hambre: como la del hombre de las cavernas que es capaz de devorar un dragón, de probar un caldo de culebras o pimentar un metro cúbico de hiedra. No había comido en trece horas, desde las siete de la mañana, cuando desayuné un licuado de manzana con avena que, más que cubrir mi apetito, terminó por destaparlo dos horas después. 

      Salí temprano rumbo al centro y di las vueltas obligadas de los miércoles: la sesión de fotografías en el Museo Nacional de Arte, el revelado de negativos en un negocio de la calle de Donceles y la impresión de imágenes en un changarrito de 16 de septiembre. Se fue el día y ni oportunidad tuve de echarme un taco. Tenía cita en un salón de eventos, a las cinco de la tarde, en la colonia San Rafael. Arribé a las ocho de la noche. La música en vivo: salsa, se escuchaba desde dos cuadras antes de llegar. En la entrada, la anfitriona me recibió y me condujo a una mesa circular para doce personas, junto a la pista de baile. Mi lugar era el único vacío en ese momento. 

      La gente ya cenaba. Me acomodé e inmediatamente se acercó el mesero para decirme: "Se acabaron los platillos, señor, ya no hay nada de cenar, pero tenemos whiskey y ron; ¿qué le sirvo?" Y efectivamente, alcancé a ver cómo, dos mesas a lado, una mesera servía el último plato entre los invitados: a un viejo calvo cuyo rostro me pareció familiar. Yo me quería comer a la mesera, al menos. "Tráigame un whiskey", le dije al hombre con resignación, apretujando los dientes.

      Observé de lejos al viejo calvo: llamó a la mesera. Algo le señalaba en su plato, luego levantó el pollo con el tenedor y movió el dedo índice de un lado a otro. Ella alzó la vista buscando algo. Encontró al mesero que atendía mi mesa y lo llamó. El hombre se acercó y escuchó atentamente. Luego le dijo algo al viejo. El calvo soltó de un golpe su servilleta sobre la mesa y con la mano extendida, hacía gestos y ademanes exagerados, señalando su plato. (Yo estaba seguro de conocerlo, de haberlo visto antes). Al tiempo, el mesero asentía con la cabeza; finalmente, con firmeza, tomó el plato y comenzó a caminar en dirección a nuestra mesa. Rodeó medio arco hasta que llegó a mi lugar. "¿Gustaría probar el pollo en mole verde, el señor?", me preguntó. "¡Por supuesto!", le respondí inmediatamente. Entonces colocó el platillo frente a mi persona y me dijo: "En un momento le traigo cubiertos". Se alejó, rodeó la pista de baile y de una mesita redonda junto a la pared, trajo tenedor y cuchillo.

      No diría que comencé a cenar gustoso, sino que literalmente tragué como desaforado, sin leyes, casi sin masticar, atragantándome la carnita de la pechuguita del pollito y levantando con el cuchillito el molecito verde que estaba sobre el plato para lamerlo con toda la lengua, con el filo del cubierto rozando mis papilas mientras saboreaba a ciento veinte kilómetros por hora, transitando por la carretera libre de cuota a las siete de la mañana: sin tráfico que me detuviese. Para cuando el camarero regresó con mi vaso de whiskey, el plato estaba limpio como si ya lo hubiese lavado con agua y jabón para trastes. El mesero se fue con el plato a la cocina.

      Momentos más tarde, el viejo calvo hizo señas al aire. La mesera se acercó para atenderlo. Ella le mostró su rostro más serio y levantó la vista; luego, la mano. No tardó en arribar un hombre de traje que se plantó junto al viejo vertiendo autoridad por toda su redondez. Escuchó atentamente. Cuestionó a la mesera y ella señaló a mi mesero, quien venía hacia mí con otro vaso de whiskey. El jefe se dejó venir con decisión. Lo vi y me dije: "creo que esto ya valió...". El hombre de autoridad se detuvo a unos metros de distancia y llamó al caballero que me atendía. Pude ver que ambos trataban de guardar la compostura, pero escuché claramente... "¿Y el pollo del señor?", preguntó el jefe, señalando la mesa del viejo calvo. "No lo quiso. Se enojó y se lo di a este otro señor", respondió el mesero. Yo desvié la mirada, deseando que me tragara la tierra. "Había que llevarlo a la cocina para que le quitaran el mole y regresárselo al caballero de allá", mencionó discretamente el encargado de meseros y continuó: "En fin, el que la hace, la paga", murmuró mientras regresaba con el calvo.

 



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