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El campo de tiro

El campo de tiro


Publicación:17-03-2024
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Un día escuché decir que todos esos pensamientos que nos envían los amigos o familia, en realidad se los están diciendo a sí mismos

Lo mejor de la vida

Olga de León G.

¿Qué es lo mejor de la vida? Esta es una pregunta que ha de hacerse individualmente y con plena conciencia de que cada uno la responderá desde su ego y lo que a cada quien le haya tocado en suerte vivir, y que por una determinación personal y de su sino lo haya vivido de una u otra forma, distinta o diferente a la de cualquier otra persona. Parece un trabalenguas o enredo de mentes; pero, no lo es; ni es simple retórica, es un pensamiento profundo que se necesita dejar reposar y que navegue por la memoria.

 "Lo mejor de vivir es tener vida, amanecer cada día agradeciendo por la dicha de volver a ver la luz del sol. Pintar una sonrisa en el rostro y pasar el día contenta porque tienes todo para ser feliz. En tus manos está ver el vaso medio lleno o medio vacío... 

Las tristezas no existen, están solo en tu imaginación, tampoco las enfermedades, ni las carencias, ni los desatinos... Tú vives lo que quieres vivir. Como estas y muchas más sandeces o palabras huecas, no importa cuántas mejores intenciones y bendiciones las arropen, escuchamos y recibimos a diario; como si por decreto fuera posible, que cualquiera sea feliz, y quien no lo es, es porque no quiere serlo".

Un día escuché decir a una profesional de la personalidad y el carácter, que todos esos pensamientos que nos envían los amigos o familia, en realidad se los están diciendo a sí mismos. Recientemente, leí algo semejante y pensé: debe ser así. Y deje de preocuparme porque pudieran estar juzgándome, cuando solo se auto juzgan, aconsejan o dan ánimo a sí mismos.

Independientemente de que eso sea tal cual, así; es reconfortante saber que alguien te tiene presente, piensa en ti, y a su manera, te acompañan -sin obligación alguna- por la dura travesía que ahora atraviesas: Sé agradecido o agradecida.

Hoy, por ejemplo, escribo porque muero un poco más cada vez que no puedo hacerlo, por la razón o sinrazón, que sea. Escribir no es mi "modus vivendi", es el modo en que a mi vida le doy aliento, la sostengo y alimento: de ilusiones, esperanzas, con caricias y amor propio.

Ni siquiera importa (¿estaré siendo honesta?) si alguien leerá o no, lo que escribo, si empata o enfurece por lo que digo, si quisiera decirme sobre qué escribir o sobre qué no... Lo que le importa al que escribe es tener la ilusión de que sí, en efecto, alguien o muchos leen lo que se publica; y eso les remueve sus neuronas y los mete en el carro de la empatía o la discordancia, aunque el autor nunca se entere de lo que ellos piensan. 

Y, sin embargo, quien escribe sufre un poco por desconocer lo que ellos, los del otro lado, los lectores piensan. Tampoco mueren por no saberlo; pues siendo sinceros, supongo que todos tenemos un poco de temor al rechazo o a no ser aceptados como parte de su equipo, de su grupo ni de su estilo de vivir la vida: leyendo y juzgando: muy respetable estilo.

Poema a la nostalgia y la tristeza

Por un armonioso soneto, ¿qué diera? 

Por un verso sin cadencia ni metro,

mas, perfecto y sonoro, las estrellas.

Ese es el poema más triste 

que la nostalgia de ti me provoca.

Silencio delante de los lirios 

y detrás de ellos música fúnebre.

Paz murió pletórico de alabanzas, 

y fueron los aplausos el cortejo

que hasta el sepulcro lo acompañaron.

Sor Juana María de Asbaje y Santillana, 

la Décima musa que tanto amó 

e interpretó, 

desde su sepultura orando estará 

por el reposo del galardonado poeta.

Mas, he de aclarar y declarar que:

Mi poema no es a Paz, ni a Sor Juana,

lo que a Rulfo mi amor incondicional.

Mi poema es un collar de cuentas 

hechas de tristezas y nostalgias 

que en la vida he ido recogiendo 

al paso de los años, de mis muertos

y humildes sonetos que repartidos

quedaron entre tierras muy lejanas.

Hoy rindo tributo a mis lágrimas.

Las que volvieron fértiles mis tierras 

Secas y áridas de mi adolescencia.

Que rían los payasos y las focas

Que yo reiré cuando no haya ni un niño

Sin techo ni comida en su vivienda,

 sin baños en las escuelas, 

y libros, lápices y libretas 

en sus mochilas.

Reír no es tan simple como una mueca 

ni de pintar el rostro de alegría

cuando el corazón sangra y el cuerpo se dobla.

Recordando a Octavio Paz

Carlos A. Ponzio de León

Corría el verano de 1991; era de noche y me encontraba en el patio de la casa de un profesor de la universidad, junto con otros compañeros de carrera que cursaban semestres adelante de mí; bebíamos cervezas. Yo llevaba un año en la carrera de economía. Lupita Jones había sido ganadora del concurso Miss Universo y Octavio Paz había ganado el Premio Nobel de Literatura un año antes. Probablemente no eran coincidencias para México, pues durante ese verano iniciaban las negociaciones del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá.

Yo casi nunca me aparecía por los salones. Aprendía economía de los libros de texto y de explicaciones que me ofrecía un compañero querido de carrera, del último semestre, en los cafés, donde gastábamos los días en conversaciones de economía, música, literatura... o incluso abordábamos temas de física aplicada y psiquiatría. No éramos el único par ahí, en la mesa, sino que, durante el transcurso del día, arribaban amigos que estudiaban la carrera de música o que provenían de otros lados. 

Por aquel compañero de economía, cuya edad andaría por los 21 o 22 años, también me acerqué a la poesía de Octavio Paz y para la edad de mi joven amigo, reconozco que era un erudito en el tema. Su padre, un psiquiatra reconocido, había formado parte del grupo de chicos que rodearon a Paz poco después de que escribió Piedra del Sol. Conocía detalles personales de la vida y obra del poeta. Por él supe que Octavio Paz estaba convencido de que su llamado literario era divino y profético.

¿Qué clase de poema es Pasado en Claro (1974), compuesto por el Nobel del Literatura durante su estancia en Cambridge, M.A.? ¿A qué tipo de conocimientos tuvo acceso cuando escribió: "lo que no tiene nombre todavía / no existe: Adán de lodo, / no un muñeco de barro, una metáfora."? ¿Y cuando escribe: "Carlos Garrote, eterno medio hermano, / me dijo al derribarme / y era, por los espejos del insomnio / repetido, yo mismo el que me hería;"? 

Cuando mi madre supo de mi interés en el poeta, me regaló la colección de poemas Libertad Bajo Palabra. Poco después compré, o tal vez robé de alguna librería, el primer libro que me haría personalmente de él, con mi esfuerzo y bajo mi riesgo: Salamandra. Muchos años después, tomaría su poema Homenaje y Profanaciones para componer una obra homónima, para orquesta de cuerdas, piano y batería. Reconozco que su visión de lo poético, expresado en El Arco y La Lira, resuena en mis obras colaborativas y transdisciplinarias de cartas, música y pinturas. Pero nunca estuve personalmente con él.

Excepto una noche, tan brevemente como un par de minutos.

Corría el año de 1997. Concluía mis estudios de Maestría en El Colegio de México. Octavio Paz aún caminaba y se desvelaba un poco. La institución donde estudiaba yo, organizó una conferencia donde él y un poeta asiático, Nobel y amigo suyo, serían los conferencistas principales. La Sala Alfonso Reyes de El Colegio de México estaba abarrotada. ¿400 asistentes? Yo llegué en microbús, con mi mochila en la espalda y un solo libro adentro: Salamandra. Mi vieja edición de pasta amarilla.

Paz y su amigo contaron anécdotas, incluso hazañas en centros nocturnos de la Ciudad de México. Luego vino el brindis. Eran tiempos en los que yo bebía muy rara vez. No me encontraba en el lugar, por el vino tino. Observaba desde lejos a la gente que iba y venía del círculo donde Paz charlaba. Para las once de la noche, divisé que él y su mujer, Marie-José, comenzaron a despedirse. Salí del salón y me coloqué en un lugar alumbrado. Encendí un cigarrillo. No duró mucho.

Cuando vi salir a la pareja, esperé un poco. Luego temí que alguien pudiera tratar de alcanzarlos antes de que yo me acercara. Ya traía el libro en la mano. "Poeta, este fue el primer tomo suyo que adquirí. ¿Me la podría firmar?". "Ya es muy tarde, joven". "¡Octavio!", le dijo Marie-José. "Présteme su pluma", pidió el poeta resignado. Le entregué una bic. "¿Cuál es su nombre?". "Carlos Ponzio", le respondí. "Ese apellido lo conozco... con zeta, ¿verdad?". "Así es, Poeta". Extendió su mano y firmó el libro. "Ese apellido es de Sicilia", me dijo. "Así es", asentí. "Bueno, nuestro tiempo ha llegado, Marie-José", y la pareja continuó su propio camino... Un año después, el Poeta murió... Los mudos hablan.

 



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