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Días malos… y, días peores

Días malos… y, días peores
Días tristes ... y solitarios

Publicación:06-06-2020
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La sacaron de su casa con una capucha en la cabeza que le impedía ver quiénes la conducían afuera…

Secuestros

Olga de León G.

     La puerta estaba ligeramente separada, entreabierta, cualquiera que pasara cerca de la casa podía ver que no había iluminación por esa entrada ni en los primeros cuartos, y que las cortinas de las ventanas caían completamente, nada se veía a través de ellas. Pero, al fondo, un suave resplandor hacía marco a los movimientos que en el patio y jardín podían verse con algunas siluetas yendo y viniendo en forma horizontal de un lado al otro.

     De pronto, la casa se iluminó por completo: fuera y dentro de ella, las cortinas se abrieron, y la música sonó con algunos estruendos altos en las bocinas. La fiesta había comenzado.

     La agasajada bajaba la escalinata del segundo piso hacia la sala, y la gente reunida antes en silencio, en el enorme jardín, comenzó a aplaudir y a coro, todos gritaron: ¡Felicidades, Susy! La joven que cumplía diecinueve años no lucía ningún atuendo especial, vestía como cualquier sábado por la noche, en la que iría al Antro, a una Disco o a casa de alguna amiga y de ahí a donde los novios las invitaran.

     Era su cumpleaños, sí, pero no esperaba pasarlo en casa de sus padres. ¡Oh, sorpresa! …y, ¿desilusión? Tuvo que aguantar, resistir, para no hacer alguna grosería a su familia ni a los invitados. En lo que se fue adaptando y mientras caminaba -siendo detenida para el beso en la mejilla, un abrazo o un “muchas felicidades”-, se percató de que sus amigos estaban también allí. Habían sido cómplices de la fiesta sorpresa de sus padres. Solo se preguntaba: ¿Por qué, ninguna de las tres amigas más cercanas, le advirtió? Ni su novio… Le pareció extraño y sospechoso, ¿tramaban algo?, pero, ¿qué?

     A los pocos minutos, las amigas con sus novios y el de ella, Juan Pablo, la rodearon y le hicieron señas e indicaciones de que no manifestara molestia: “-Resiste, -le dijo Carla. -Al rato nos escapamos”. Y todos se miraron, la vieron y sonrieron en abierta complicidad de algún plan.

     Los padres de Susana pronto se olvidaron de la hija por departir con sus invitados y ver que estuvieran todos bien atendidos por el servicio de “catering”.

     A las doce en punto de la media noche, llegó el mariachi. La gente se entusiasmó aún más, y empezaron a pedir que tocaran y cantaran algunas de sus canciones favoritas. Media hora más tarde, Susy fue empujada de donde estaba y llevada hasta la puerta entreabierta de su casa, la que permitía ver parte del jardín, pero no todas las habitaciones de la planta baja.

     La sacaron de su casa con una capucha en la cabeza que le impedía ver quiénes la conducían afuera… Sin embargo, obviamente pensó que eran sus amigos y su propio novio. Percibió el olor de la loción que usaba Juan Pablo, y eso permitió que ella accediera a caminar hacia la calle: -Ya sé, dijo la joven… este era su plan… y rio abiertamente.

     No el que olía como Juan Pablo sino otro, más alto y fornido, le soltó un golpe en el rostro cubierto aún por la capucha y le dijo a los que iban empujándola: dense prisa… súbanla al coche. Ya arriba del auto, Susana comenzó a llorar, iba bastante asustada, les pidió que la regresaran a su casa, que no les diría nada a sus padres y que podía darles lo que ellos quisieran de dinero y joyas.

     Junto a ella, en el asiento trasero se sentó el que olía como Juan Pablo, entonces, Susana con gran congoja le preguntó, asumiendo que era su novio: ¿por qué haces esto? Ese joven, arrepentido, estuvo a punto de abrir la portezuela recién arrancaban la marcha, y aventar fuera a la chica, para que escapara. Pero, el que iba adelante, de copiloto, lo notó y lo amenazó: Resiste, o tú también te irás al carajo.

       

Atropellos

Carlos A. Ponzio de León

     

      Desde la sala observo la cama “queen size” en la recámara, sin sábanas ni cobijas. Mi mujer las ha metido a lavar, luego de haberme acostado yo anoche con la ropa ensangrentada. No era mi sangre, sino de la de un hombre al que atropellé en el camino de regreso a casa.

      No lo vi cruzar. Lo golpeé con el frente izquierdo del carro. Como cada noche, regresaba del trabajo bebiendo una cerveza oscura, conduciendo mientras escuchaba música. Suelo tocar canciones que oía en mi juventud, sobre todo de películas. Pero desde hace poco me viene por oír cosas modernas, y ayer traía “bad guy” de Billie Eilish.

      Compro los discos digitales en i-Tunes. Me gusta tenerlos en mi i-Pod, sentir que son míos. Me alcanza para eso y más: no tengo hijos que me roben el salario, ni a los que tenga yo que pagarles la escuela o la comida.

      En el camino a casa, el bombo y el bajo de “bad guy” retumbaban en mi corazón como ladrillos estrellándose contra un muro. Conducía recordando la última vez que mi mujer me había golpeado: mejillas, brazos y pecho: hace dos meses, cuando me achacó que la estaba engañando con una compañera del trabajo.

      Pero luego vino la parte de la canción que me gusta, donde una especie de flauta alienígena toca una melodía casi aguda. Entonces, el silencio, y luego la voz de Eillish diciéndome “bad guy”. Una voz como enterrada debajo de un cerro. Muy distinta a la de Ariana Grande en “7 rings”. Aunque las dos canciones usan bombos que siempre me llevan a conducir con ese ritmo: ladeando el auto de un carril a otro, y a pensar que un día le regresaré a alguien los golpes que me ha dado mi mujer, quiero pegar escuchando el sonido del bombo de estas canciones que ahora están de moda, como se oye también en “Old Town Road” de Lil Nas X y Billy Ray Cyrus.

      Al sentir la aporreada del auto, me detuve poco a poco. Fue como pisar un bordo gigante y golpear un poste. En medio de la calle oscura, en el carril central, sin orillarme -pues con el confinamiento de la pandemia dichosa, después de las once de la noche no hay nadie: ni taxis, ni Ubers, ni nadie de nadie- ahí, me bajé.

      Intenté hablarle al hombre y no respondió. Lo moví y no se quejó. Pensé que el asfalto no era el lugar adecuado para un cuerpo. Lo levanté en brazos y no me costó trabajo pues el tipo era delgado y, debo reconocer, yo soy robusto como una revolcadora de cemento.

      Apenas lo recosté en el asiento trasero del auto, comenzó una llovizna que en menos de cinco minutos se convirtió en tormenta. Mi plan para dejarlo en el río al sur, a la salida de la ciudad, se desvaneció como grano de sal en un vaso de aguardiente. Con el agua no podría acercarme a Cuchillitos, la zona donde nadan los cocodrilos. Las llantas podrían atascarse en el lodazal.

      Así es que conduje despacio. Tranquilo y pensando. Pero no pensé mucho y me vine a la casa. Debo decir que, aunque es el primer hombre que atropello, no ha sido el primero que aniquilo. Antes de mi actual trabajo como mensajero en una empresa que construye edificios, fui gatillero de un cártel en Tierra Caliente. Cociné en ácido decenas de cuerpos en Guerrero. Maté con escopeta, fusil, pistola y hasta con machete. Hasta que un día, ese trabajo se acabó. Nos agarraron a casi todos los que quedábamos vivos. Quince años después, salí libre; pero sin dinero.

      Me mudé al norte con mi mujer y enderecé el camino. No está en mis planes volver a pisar prisión. Ni quiero tener nada que ver con abogados, lo dejan a uno pobre. Pero aquí en esta ciudad, no se puede hacer mucho con un atropellado. Hoy no fui a trabajar; me reporté con temperatura. Y aquí estoy, esperando en la sala de la casa, escuchando el bombo de “Talk” con Khalid, a que se haga de noche para ver si hoy sí me puedo ir al río a dejar al hombre como comida para los cocodrilos.

      Y las horas casi no pasan. Me dan mareos y quiero irme a dormitar a la cama, pero mi mujer no me deja si no están las sábanas puestas. Me he bañado y ella ha tirado, mientras tanto, la ropa de ayer a la basura. No entiende que me va a costar volver a conseguir el uniforme en el trabajo. Que les diga algo, que se ha encogido y que ya no quepo, o que la lavadora la echó a perder. Mi mujer no entiende que tal vez me pidan que se los lleve tal como está; que me van a despedir si no lo hago.

      Es un atropello lo que ha hecho mi mujer. Ella cree que, con mis antecedentes penales, será fácil encontrar otro trabajo.



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