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Corazas frente a la vida

Corazas frente a la vida


Publicación:03-04-2021
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Trozos y cantos del alma

Olga de León G.

      A veces más, otras menos, me resulta no sé si difícil o pesado, o ambos a la vez, producir un texto creativo que honre no a mi pluma sino a la expectativa de mis pocos seguidores: casi todos familia y muy cercanos amigos, a los que jamás desearía defraudar.  Este último año que recién terminó, o quizás debo decir -fiel a los hechos- el último año y medio, la inercia se volvió roca, montaña adherida a la tierra que pisan mis dedos cuando escribo.

      Que los Días Santos se me vuelvan solo gracias, y todas caigan sobre las nubes que me ocultan las verdades internas y las que están ante mis ojos y más allá del horizonte… 

      Quiero decir lo que siento… ¿a partir de mañana? Sí. Cuando la lluvia se haya ido y la tristeza se vuelva enojo. Porque enojarse también es bueno, cuando con mentiras y engaños, pretenden ocultarse los que llegaron como mensajeros de verdades y bondades para todos nosotros: los ingenuos; mas no ignotos.

      Es mandato imperioso ver ya ese actuar honesto prometido. 

      Que mi dolido corazón y fallida esperanza empiezan a dejar escapar el estertor de su muerte; y …de mi desesperado sentimiento.

Pedazos de vida 

Muerte de un ángel terrenal

El ruido en la habitación blandía el alma,

como cuchilla que se clava en el pecho,

sin derramar una gota de sangre.

Solo el dolor, el dolor solo

daba constancia del fantasmal y mortal hecho.

Y aunque el rojo tiñera cielo y suelo,

habría nunca jamás una sola huella:

ni de agonía o dolor, al resucitar.

Relámpagos de mayo en septiembre y

tormentas reales de octubre se interpusieron

…entre los dos.

Ni su odio o desamor la mancilló.

Virgen la tomó y angelical murió

Un ángel de la tierra

Antes de su tiempo

Hasta el cielo… en un instante

A la puerta de San Pedro llegó.

Recuerdos del ayer

Dormida sobre la alfombra del verde césped

su cuerpo reposa plácidamente.

Tiene la paz entre sus manos

y el fuego ardiente en el corazón.

Nada la perturba, ni la despierta

Duerme el sueño que soñó.

Y sueña con el que ayer la amó.

Canción de cuna

“Dulce niña de mi corazón, 

niña de porcelana fina,

muñequita que me llegó

de París...

Duérmete ya, hay que soñar”.

Cierra tus ojos pizpiretas 

…de mirada alegre y feliz.

Qué si tú no los cierras, 

entonces, yo no podré soñar. 

Oye mi canto cual verso de cuna.

Te cantaré suavemente, 

 suave y dulce como susurro

de golondrina viajera en verano:

“Dulce niña de mi corazón,

niña de porcelana fina,

muñequita que me llegó 

de París…

Duérmete ya, hay que soñar”.

Mañana, mañana los rayos del sol vendrán, 

y todos brillantes y alegres 

por la ventana se asomarán.

Duerme mi niña linda, duérmete ya...

Un mar rojo frente a mis ojos.

Si el río suena es porque agua lleva,

dice un refrán. Y, se llena el cántaro,  

en aguas tranquilas o bravas.

Tus ojos no lo ven 

ni tus oídos atentos escuchan

lo que el río te cuenta.

Que murió Jesús en la cruz

por salvar nuestra alma

eternamente pecadora:

que escapa de mísera cárcel 

para ir en busca del perdón.

El río no se marchará,

aunque tus ojos no lo vean.

Está incrustado en esa roca

en la que tu pensamiento 

y profanos sueños reposan.

Esperando el milagro de la vida

que Tú, un día, nos prometiste:

“Resucitaré y estaré siempre 

con ustedes, hijos míos”.

El río suena… escucha el estertor

de las ilusiones  muertas.

La inmensa hermandad

Carlos A. Ponzio de León

     

      Rebeca esperaba caminando de un lado a otro en la cochera, con sus brazos en la cintura, mirando las grietas en el cemento del piso, desesperada. Su madre bajaría para acompañarla al centro, a la cita que Rebeca tenía con el chico que le gustaba desde hacía unos meses. Irían a tomar un café. Pero ya iba media hora tarde y el joven le había enviado varios mensajes. “Ya llegué”. “¿Aún estás en tu casa?”. “¿Te tardarás todavía mucho?” A nadie le agrada esperar. El asunto la ponía a ella de muy mal humor. Otro encuentro echado a perder. Pero no tenía otra opción, porque no iría sola. 

      Volvió a abrir su bolso y revisó que adentro estuviera la pistola de descargas eléctricas. Alcanzó a distinguir el aparato negro con cincuenta mil voltios. Tenerlo ahí, sin embargo, no reducía el temor que sentía de sufrir otro ataque en cualquier momento. Su miedo iba en aumento día con día, como tráiler que acelera bajo la pendiente de la carretera, sin frenos.

      “Esto me ha rebasado”, pensó al descubrirse apretando los dientes. “Estoy perdiendo a mis amigos”. Sacó el celular y buscó en internet el gimnasio de artes marciales mixtas que se encontraba cerca de su casa. “¿Tienen clases de defensa personal para mujeres?”, preguntó dulcemente a la persona que respondió a su llamada. “¿Qué costo tienen?”. El lunes siguiente estuvo ahí, en punto de las seis de la mañana, con sudadera y pants y un par de zapatos deportivos. Volvió a hacer ejercicio, luego de meses de inactividad.

      Ella solía correr, así lo había hecho durante toda su juventud hasta antes del incidente, un jueves. Como cada mañana, llevaba puestos los audífonos del iPhone mientras escuchaba música de Depeche Mode y The Cure. Corría sobre la banqueta, de manera paralela al andador peatonal central en la avenida principal de su colonia. Cinco kilómetros de ida e igual distancia de regreso. 

      En uno de los trayectos, un auto se le emparejó. El conductor bajó el vidrio del copiloto. Algo le gritaba el hombre. Ella no hizo caso. “Ahorita se va”. La insistencia duró varios minutos y por varias cuadras. Hasta que el auto aceleró y se detuvo delante de ella, abriendo la puerta del copiloto. A Rebeca le temblaron las piernas y por poco pierde el paso cuando vio que el tipo sostenía un cuchillo en la mano. Ella aceleró. Al ser ignorado, el hombre volvió a subir al carro para alcanzarla. En la siguiente cuadra le cerró el paso atravesando el automóvil en la calle, subiendo una llanta a la banqueta.

      Rebeca giró inmediatamente a la derecha y corrió por su vida. El estrépito de la ciudad desapareció por un instante, para estallar segundos después frente al rostro de Rebeca. El tiempo giró sobre su propio eje, ciento ochenta grados, observando cómo la chica desaparecía por entre una malla que iba a dar a un baldío. Corrió por varios minutos a toda velocidad, metiéndose por calles donde el tránsito iba en sentido contrario a su huida, hasta que logró ver su casa de lejos. Miró atrás: No vio a nadie. Quería respirar y no podía. Rebeca se detuvo y estuvo a punto de desvanecerse.

      A partir de aquel lunes que llegó al gimnasio, Rebeca aprendió de Jiu-Jitsu, de Box, Muay Thai, Taekwondo y Judo. Fortaleció todos sus músculos, y su técnica de defensa y la de combate. Estudió distintos tipos de puñetazos, de patadas, rodillazos y codazos. Pudo combatir de pie o tirada en el piso. Aprendió a derribar y a aplicar llaves, luxaciones y estrangulaciones. Cuando llegó el momento, sin embargo, se resistió a luchar en combate. Bajó del cuadrilátero diciéndose: “Esto no es para mí”.

      El profesor entonces se ponía a combatir con ella en los entrenamientos, y le pedía hacer lo mismo a otros alumnos. “En la urbe, no hay reglas”, comprendió rápidamente Rebeca, cuando se enteraba que alguno de los aprendices había tenido alguna lucha callejera de la cual no había salido del todo bien librado. Hasta que un día, en una de las batallas de entrenamiento contra su profesor, pudo aprovechar un descuido de su contrincante para aplicarle una asfixia con las piernas. El maestro, totalmente indefenso ante la fuerza que había desarrollado su alumna, tuvo que dar los manotazos necesarios sobre el piso, para rendirse y sobrevivir. Quedó impresionado. “Estás lista para combatir”, le dijo en cuanto pudo recuperar el aliento.

      “Voy a ir sola al concierto de Depeche Mode”, le dijo Rebeca a su hermana, “No tienes que acompañarme. Ya no tengo miedo”. Sería la prueba definitiva. Volvió a echar la pistola de descargas eléctricas a su bolso; pero, esta vez, subió sola a un camión de transporte urbano para luego abordar el metro. Llegó al Foro Sol. Ingresó y ahí, encontró a la multitud frente a ella, primero como un enorme leopardo al que no debe molestársele si no se quiere correr peligro. Luego, aquello se volvió un gentío de voces suculentas, listas para ser derribadas por los muros. Hasta que, finalmente, cuando la música comenzó, la afluencia se convirtió en una hermandad iluminada: la que tanta falta le hacía a Rebeca: una que sería capaz de defenderla ante cualquier peligro que sobreviniera.



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