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Opinión Editorial


Un diálogo de café


Publicación:01-07-2024
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La semana pasada recibí la llamada de un antiguo amigo, profesor del nivel de educación superior.

La semana pasada recibí la llamada de un antiguo amigo, profesor del nivel de educación superior, quien durante la campaña política reciente se manifestó en contra de Morena y del presidente. La mente de mi amigo es claramente la de un fanático, no importa si es religión, deporte o política, comienza a hablar de manera desesperada y no hay quién lo pare, su nivel emocional se incrementa en la medida en que su discurso se extiende, así que después de un tiempo es imposible argumentar con él; aun así, acepté una invitación que me realizó para ir a almorzar a un restaurante cercano.

Ayer por la mañana llegó el día de la reunión, eran cerca de las 8:30 horas, ingresé al estacionamiento de la plaza comercial y me estacioné. Entré al local, había mucha gente, la persona de recepción me pidió que esperara un momento mientras se desocupaba una mesa. El bullicio comenzó a incomodarme considerando que para las reuniones sociales siempre hago uso de un dispositivo auditivo aumentativo que es útil para no perder el hilo de la conversación. Sin embargo, cuando los niveles de decibeles son altos, realmente me molestan, aunque pueda regular el nivel de entrada del sonido.

En ese momento comencé a desesperarme, el ruido era insoportable, intenté salir, pero el recepcionista me sujetó del brazo e impidió mi salida: “No se puede ir, señor, ya tenemos la mesa lista”; me liberé como pude y estaba a punto de marcharme cuando lo vi entrar. Estaba igual que hace 30 años que lo conocí, obviamente es un decir, realmente se veía más delgado, con las canas y arrugas inevitables, la imagen de fiel vasallo permanecía intacta; lo saludé con el ánimo de alguien cercano, como si nos hubiéramos visto ayer.

Las sillas eran bastante firmes, no tenían ningún tipo de movimiento que revelara el maltrato o el exceso de uso. Definitivamente era un inmobiliario para uso rudo y se sentía relativamente nuevo. No alcanzamos ni a repasar el coloquio obligado del “¿cómo estás?”, “¿cómo está la familia?” … Nada, mi amigo con su ánimo atropellado, casi tartamudeando, me impidió que hablara, deseaba comunicarme algo que verdaderamente le acongojaba.

Debo reconocer que mi vocación política me ha impulsado siempre a la acción, andar escuchando a la gente, sí lo practicaba para lograr acuerdos como parte de un diálogo político, pero eso de escuchar por escuchar, como los psicólogos, definitivamente no es lo mío; y no estaba allí para fungir el rol de psicoterapeuta y menos gratis, así que me apresté a interrumpirlo lo antes posible.

“Vamos hacia una dictadura, el viejo ese está loco, quiere convertirnos en una Venezuela, pero no, Dios lo va a castigar…”

No lo escuché mucho tiempo más, así que fui al grano y le pregunté: “¿y qué piensas hacer?”

“Voy a abandonar el país, me voy a jubilar y a ver a dónde me voy…”

Realmente pensé que estaba exagerando, cuando mi figlia Carolina me habla de Montreal, o mi figlio Arturo de Vancouver, sí me preocupo, porque sé que ellos que son jóvenes sí tienen el valor de emigrar, pero una persona en edad de jubilación difícilmente se anima a desarraigarse de manera voluntaria.

“Esto va para una dictadura peor que la del PRI, va a ser como la de Porfirio Díaz, que perseguía a los opositores y a los periodistas, y los metía a la cárcel para que escarmentaran…”

Pedí unos huevos con machacado, con tortillas de harina y un café lechero.

“Con las reformas va a acabar con el principio de representación proporcional, va a desaparecer a las minorías… es que el viejo no se acuerda cómo llegó al poder, ya se le olvidó…”

La carne estaba suave, y la salsa roja con chile piquín exquisita y muy picosa.

“Estamos viviendo la tiranía de las mayorías, pero eso fue lo que pidieron, una autarquía… el pueblo mató a la democracia, eso fue lo que pasó el pasado 2 de junio…”

El mesero con su brazo extendido, sujetando la cafetera, vertió desde lo alto un chorro de café lechero que cayó justo en la taza, el vapor emergió formando volutas que ascendían con un intenso olor achocolatado.

“Pienso jubilarme este año, ¿qué lugar me recomiendas en Estados Unidos para dar clase en alguna universidad?”

Realmente no lo había pensado, así que le recordé que San Antonio, Austin y Houston tienen importantes centros educativos de nivel superior. Luego me extendí un poco hasta llegar a otros lugares también pertenecientes a México antes de 1848, le mencioné Colorado y Utah.

Como no lo vi muy convencido, le sugerí todavía más al norte: Canadá. Pareció interesarse un poco más, así que le recomendé Vancouver, Calgary, Montreal, Ottawa, Quebec, y luego me fui hacia poblaciones más pequeñas, como Whitehorse, Moncton y Sherbrooke.

Mi amigo terminó sus “Huevos Nuevo León”, se le veía al igual que yo, un tanto enchilado. Realmente el chile piquín había hecho de las suyas, estábamos igualmente irritados, jalando aire por la boca de manera desesperada, con escurrimiento nasal incontrolable, y pidiendo unos vasos con agua para aminorar los efectos del picante.

“Canadá está muy lejos y muy frío, se me hace mejor Texas”.

Me agradeció la información sobre las otras opciones que le había planteado, yo entendí que el tema del desarraigo es menor, por ejemplo, en San Antonio que en Salt Lake City, y eso cuenta.

Nos despedimos y caminé hacia el estacionamiento, subí a la camioneta, y antes de encenderla mi amigo se acercó a la ventanilla, utilicé la función one touch para deslizarla de una sola pulsación.

“¡Se va a arrepentir el viejo ese, Dios lo va a castigar por todo lo malo que ha hecho!”

Aplané el pedal del freno para colocar la palanca de cambios en modo de reversa, pero mi amigo seguía sujetando con ambas manos mi antebrazo.

“¡Que no le sorprenda maestro- su mirada se mantenía fija proyectada sobre mi sien izquierda- que el karma de la desgracia caerá sobre la silla presidencial!”

Comencé a inquietarme, urdí en la bolsa de la camisa y encontré el boleto del estacionamiento. Mi amigo el profesor seguía hablando como chachalaca asustada.

Inserté el modo de reversa para salir de allí, y mi amigo sujetó mi cuello presionando de manera intimidante.

“¡Tú también eres un comunista, siempre lo fuiste, y por eso apoyas al viejo ese!”

Mi cerebro entró en pánico cuando mi amigo jaló mi dispositivo auditivo y estiraba con fuerza mi oreja izquierda como si fuera de hule, después intentó morderla. Instintivamente coloqué la palanca en drive y pisé el acelerador.

“¡Malditos comunistas van a acabar con el país!”

Pasé por la caseta del estacionamiento a toda velocidad y tumbé la barrera de metal de acceso vehicular. Me incorporé a la avenida Leones y manejé sin parar hacia el poniente hasta llegar a mi hogar.

Afortunadamente desde entonces no he recibido ninguna llamada de mi antiguo amigo.



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