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Opinión Editorial


Monterrey Rebelde 1970-1973


Publicación:09-06-2020
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El discurso contestatario fue el símbolo que remarcó su identidad, la diferenciación frente a la cosmovisión hegemónica y dominante

     Habían transcurrido tres años de la masacre del 2 de octubre de 1968, dos años de la reforma constitucional para establecer la ciudadanía a los 18 años de edad y un año de que por primera vez los jóvenes sufragaron a esa edad, cuando el 10 de junio de 1971 el grupo paramilitar Los Halcones disolvió la marcha estudiantil de apoyo a la autonomía de la Universidad de Nuevo León.

          A 49 años de la Matanza del Jueves de Corpus en el barrio San Cosme de la Ciudad de México, la lucha sigue para exigir castigo a los responsables, aunque mañana no será posible la marcha luctuosa por las calles de Monterrey para conmemorar a nuestros mártires estudiantiles, debido al Covid-19.

          La lucha por la justicia seguirá hasta lograr un México más democrático, libertario y en paz, tal y como lo plantea Héctor Daniel Torres Martínez en su tesis “Monterrey Rebelde 1970-1973. Un estudio sobre la Guerrilla Urbana”, la cual realizó para obtener el grado de Maestro en Historia en el Colegio de San Luis AC y de cuya introducción compartimos el siguiente extracto:

          “En México la década de los ‘60 y ‘70 del Siglo XX dio paso a la irrupción de la movilización social a través de nuevos actores en el espacio público: los jóvenes. El discurso contestatario fue el símbolo que remarcó su identidad, la diferenciación frente a la cosmovisión hegemónica y dominante.

          Dichos sujetos provenientes de clases medias que habían tenido acceso a una educación superior representaban una postura crítica y alternativa al Estado. Encarnaban una propuesta del cambio social. Sus demandas abarcaron desde una mayor participación política hasta cuestionar la simulación del sistema democrático, así como reivindicaciones, demandas y luchas, motivos por los cuales decidieron abandonar la vía democrática de las instituciones y pasar a formar parte de organizaciones político-militares. Este contexto nacional y local implicó la ruptura generacional y las universidades vigiladas.

          En el México posrevolucionario a cada periodo presidencial se le imprimió un particular estilo de gobernar. Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970) y Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) asumieron una postura caracterizada por el autoritarismo. Aunque tal faceta no sólo se explica por su personalidad, sino por la situación en que se encontraba el sistema político.

          Lo anterior conllevó a un ejercicio del poder en una década de intensas convulsiones sociales. Tal perspectiva se contraponía con los cambios que se estaban articulando a nivel mundial, de sectores juveniles que a través de los movimientos estudiantiles fueron ‘la puerta de entrada a la segunda mitad del Siglo XX’. En este periodo se generó una coyuntura generacional no sólo al interior de la sociedad mexicana, sino de manera global, en la cual la obediencia y legitimidad del sistema político y las formas culturales de vida comenzaron a ser cuestionadas. La rebeldía fue el sello distintivo de la juventud. En el país la irrupción de estos actores, en gran medida, fue producto de la expansión de las clases medias; resultado de prosperidad y crecimiento en materia económica.

          No obstante, el régimen presidencial puso un énfasis muy particular en las diversas universidades del país como posibles focos de disidencia. Estos centros representaban un espacio para la formación de opiniones críticas acerca del sistema político. Motivo por el cual la policía política del Estado se dedicó no sólo a vigilarlas, sino también a infiltrar cuerpos policiales (vestidos de civil) al interior de las mismas. En las altas esferas del poder se consideraba que en las manifestaciones estudiantiles subyacían agitadores internacionales que pretendían desestabilizar al país. El uso de la violencia se justificaba como respuesta obligada a los peligros de la ‘Guerra Fría’ mundial.

          Esta visión permeó también en el ambiente regiomontano. Se puede precisar con nitidez que desde el gobierno de Eduardo Livas Villarreal (1961-1967) había una atmósfera anticomunista auspiciada por la poderosa cúpula industrial, que con intranquilidad notaban una “infiltración roja” por asignarse cargos a connotados comunistas. Por consiguiente, las diferentes corrientes estudiantiles dentro de la Universidad de Nuevo León (UNL), particularmente las tendencias de izquierda recibieron un ‘tratamiento especial’ por parte de los aparatos de inteligencia del Estado: la Dirección Federal de Seguridad (DFS) y la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales (DIPS)”.

          Hoy podemos señalar que el ‘tratamiento especial’ consistía en la infiltración policíaca en direcciones estudiantiles, células guerrilleras y represión selectiva a dirigentes, así como intimidación, persecución, secuestro y tortura a familiares, además de represión a movimientos estudiantiles, obreros, magisteriales, campesinos y urbano-populares mediante asesinatos, desapariciones y cárcel por mencionar los ‘tratamientos’ contra las izquierdas.



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