Opinión Editorial
Éramos felices
Publicación:01-05-2023
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Íbamos al río, descalzos. Chapoteábamos con mis primos y primas cuando la ocasión lo permitía, en Cadereyta.
Íbamos al río, descalzos. Chapoteábamos con mis primos y primas cuando la ocasión lo permitía, en Cadereyta. Mi madre y mi tía Socorro se esmeraban en preparar la taquiza para el titipuchal de chamacos ¿éramos muchos? Quizá, pero lo que sí quedaba claro, era que además de ruidosos, teníamos batería de larga duración. Y se nos iba la mañana y parte de la tarde contando cosas, comer, volver al agua cuando pasaba la hora reglamentaria, hasta que agotados, regresábamos a la casa de mi tía.
Así fueron algunas vacaciones que con gran cariño atesoro. Éramos felices, y no lo sabíamos.
Fue durante las visitas a la casa de la abuela María, donde adquirí el gusto por la lotería y el amor por los gatos.
Era llegar y prácticamente, antes de saludar, correr por la casa para buscar a "reina", la felina de mi abuela. Era, debo decir, una mascota que se dejaba querer, abrazar, cargar y nunca me propinó un rasguño. Murió por cosas de la edad y creo fue la primera gatita por la cual lloré, aunque la abuela siempre contó con otros michis que me hicieron la infancia feliz, ya que en casa las mascotas, al menos felinas, nos eran permitidas.
Con el primo José Luis, mi tía Ángeles, la abuela, mis hermanos y mi madre, se armaba la jugada, y aunque no ganara, la pasábamos de lo mejor. Éramos felices y no lo sabíamos.
De cuando en cuando visitábamos a mis padrinos de bautizo, Roble y Leopoldo. Eran tardeadas de juego con los primos y nunca hubo momentos de aburrimiento, como tampoco había consolas de videojuegos o celulares 5G que distrajeran la convivencia o la conversación.
Fue en casa de mi padrino, que fue locutor de radio gracias a una armoniosa y grave voz, que conocí la música de Beethoven. Seguíamos siendo felices y no lo sabíamos.
Para mis hermanos Irasema, Arturo y Francisco, como para mí, quedarnos en casa tampoco era motivo de tragedia. Al llegar de la escuela, comíamos lo que Doña Hope, mi madre, nos hubiera preparado y todo nos sabía a gloria; al menos para mí, lo más abrazable, si me permite el término, de aquellos años mozos, era la sopita de fideos –que sigue siendo mi favorita-.
Tras hacer la tarea, salíamos disparados a convivir con los vecinos, ya sea un partido de futbeis, al avión, al Stop.
Ni qué decir de los picnics dominicales en familia, o los paseos a La Alameda, al cine. Felices siempre lo fuimos, pero no lo sabíamos.
Claro, no todo fue juego; hubo regaños y castigos, tardes de no salir por estudiar para los exámenes, lágrimas, pero, en definitiva, el balance fue muy, pero muy positivo, porque siempre nos sentimos arropados por el amor de nuestros seres queridos.
Muy en el fondo, todos seguimos siendo niños o niñas.
A propósito del Día del Niño y de la Niña, hoy, echando un vistazo a mis ayeres, bendigo lo que la vida y quienes nos rodearon, nos dieron. Como diría en su canción Violeta Parra, en la inolvidable voz de Alberto Cortez "gracias a la vida que me ha dado tanto".
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