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Pequeño homenaje a Julián Guajardo

Pequeño homenaje a Julián Guajardo


Publicación:12-09-2020
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A Julián Guajardo lo conocí en persona hace seis años, en una reunión de un partido político que, por aquel entonces, apenas se formaba

Los Suplicantes 

Carlos A. Ponzio de León

            Mi corazón está conectado a un arroyo seco, por donde fluye humo espeso: la vacía necesidad de reconocimiento, de amor que, a veces, uno no se puede dar a sí mismo. Mis labios se humedecen con sangre dilatada, que brota del dolor del trabajo diario, que nadie ve, pero con el que busco alcanzar mis sueños, para llenar la falta de amor en el mundo. ¡Ay, de todos nosotros los que nos damos cuenta de nuestro andar descalzo en el ardiente asfalto regiomontano, de nuestra insaciable sed que intentamos apaciguar bebiendo a sorbos, agua del río seco!

      A Julián Guajardo lo conocí en persona hace seis años, en una reunión de un partido político que, por aquel entonces, apenas se formaba y comenzaba a atraer a artistas y a intelectuales de izquierda: no muchos, en el asfalto que rodea al Cerro de la Silla. Yo no tenía intenciones de asistir al mitin, pero mi padre me convenció para que lo acompañara cuando me dijo: Ahí va a estar Julián Guajardo, el Director de Teatro.

      Yo había escuchado su nombre por primera vez veinticinco años atrás, en tiempos de la carrera de música. Un compañero que estudiaba piano y quien también actuaba, y que había hecho algún papel en el Teatro de la Ciudad, lo conocía. Fue por aquel entonces, con la energía típica de juventud e inspirado por un viaje de varios días que había realizado al pueblo de Agualeguas con un par de amigas y otro amigo, que escribí una obra de teatro en un acto. El tema: el viaje poético y suicida de tres conocidos personajes del arte: La Gioconda, Fausto y Gregorio Samsa.

      Cuando terminé, la obra me la leyó un conocido literato regiomontano. Recibí sus buenos comentarios: gentiles, y la archivé. Pero cuando supe que iba a poder platicar con Julián Guajardo, un hombre de teatro, veinticinco años después, me dirigí inmediatamente a mi archivero metálico de aquel entonces en casa de mis padres, y la busqué como quien busca oro en California. hasta que se encuentra: aún legible la tinta azul de su escritura a mano en hojas blancas papel bond.

      A la reunión de aquel partido, que se celebraría en el patio del despacho de un amigo abogado de mi padre, había que llegar con una bebida de alcohol. Mi padre, despistado sobre el asunto y yo, llegamos sin nada. Su colega le entregó una botella en la mano para que ingresara al patio con ella y la dejara en la mesa de centro. Llegamos justo a tiempo para el discurso de quince minutos, la foto oficial y el inicio de la tamalada.

      Cuando vi que Julián Guajardo había terminado de comer, me le acerqué para conversar. Resultó ser un hombre sumamente afable y dispuesto a escuchar. Hablamos sobre su trabajo en los noventas del siglo pasado, que era el que yo había conocido, sobre los colores del cielo de esa tarde, y él platicaba con entusiasmo sobre su buena relación con su hija. Finalmente le confesé de mi obra de teatro de los dieciséis años y él, con admirable cortesía, me dijo que la leería.

      Días después regresé a la Ciudad de México con el manuscrito en la maleta. Lo transcribí a la computadora y me fue evidente que requería de edición. Traté de editar la obra sin dañar mucho el espíritu de juventud con que había sido escrita. “Mándesela a mi hija, estos son su correo y su número telefónico”, me había dicho el Maestro Guajardo. A las pocas semanas tuve listo el texto. Ella se lo imprimió a él.

      Cuando hablé con el Maestro Guajardo por teléfono, lo primero que me preguntó fue: ¿Está pensando en producirla? Le dije que no. “Mire, acá en Monterrey, la gente solo va a ver a la Nena Delgado. Con este lenguaje tan poético en su obra, a muy poca gente le interesaría. Se la mostré a un amigo, y lo mismo opina”. Aunque Julián Guajardo no me entusiasmó sobre los alcances comerciales de mi pieza de juventud, me alagó el hecho de que la hubiera recibido en sus manos, que la hubiese leído, y que incluso se la hubiese mostrado a alguien más.

      Un par de años más tarde, terminé trabajando con gente de teatro, y editando cerca de seiscientos monólogos representados en escena por un actor. Aprendí tantas cosas que, con la partida de Julián Guajardo, se me han vuelto como arcilla que se me quiere secar entre las manos. Platicando con mis amigos, me dan ganas de realizar una reunión de Zoom con ellos, para que cada uno le hablemos al Maestro Guajardo, que le consultemos lo aprendido y que en sueños nos revele, lo que él piensa.

      Tal vez diría: “¡Anime a sus actores a ir a terapia! Si el actor tiene problemas para mostrar aspectos de sí mismo fuera del escenario, tendrá mayores problemas para expresarse ahí. Es que aprender a actuar requiere encontrarse, para luego liberarse. Porque, ¿qué nos impide a actuar? El temor a hacer el ridículo, el temor al rechazo, al fracaso, a violar, al interpretar a un personaje como a un villano, la imagen que tenemos de nosotros mismos”.

      Y tal vez continuaría: “La sociedad nos hace aceptar solamente los aspectos positivos de nuestro ser, y no los negativos. Pero la actuación requiere abordar todas las emociones; en la escena, las emociones negativas y las positivas tienen igual valor. A final de cuentas, el talento del actor se mide por su capacidad para crear un momento significativo, lo cual requiere expresar la totalidad de lo que se siente. Y para ello, el actor necesita saber cómo se siente en todo momento, solo así podrá relajarse, escribir en la página en blanco y lidiar entonces con las emociones de su papel”. 

      “A usted, a veces le gusta trabajar con no profesionales. Enséñelos a explorar. Que saquen las actuaciones de dentro de sí mismos. sin imitar a los grandes actores que admiran; eso solo los entorpece y les impide contribuir genuinamente a la obra, con algo de sí mismos. ¿Sus actores se estresan? ¡Esa es la prueba de su talento! Cualquier estímulo los afecta; son extremadamente sensibles; eso es oro, ¡y usted lo ha encontrado!”

      Mi corazón está conectado a un arroyo seco, por donde ahora fluye humo negro. Es la necesidad de conocimiento, de amar a través del sentir de otro. Mis labios se secan con palabras que no encuentran escenario, y que ya no podrán beber: ni agua seca, ni tierra salada, ni gotas de lluvia que de pronto lleva, el río seco.

Aves en el cerezo

Olga de León G.

      La lluvia se evapora más rápido que el vuelo del pajarillo en celo que se niega a abandonar a su pajarita amada sobre la rama del cerezo en flor, y que la golondrina ha escogido para pasar el fin de semana: le encanta su dulce aroma y que sus alas queden impregnadas de él. Amor de pajarillos que envidiarían las mismísimas aves de Aristófanes, cuando en su obra “Las aves”, buscan la paz en medio de un mundo de disputas y conflictos. Y, en un arranque de desesperación, a Aristófanes se le ocurre que el lugar ideal  sería edificado en el viento, para estar por encima de los hombres y así dominarlos. 

      Huir de las ciudades, buscar la felicidad fuera de ellas es recurso político y literario de su autor para criticar la ambición y las guerras. Quien busca poder, así sea para hacer el bien, nunca estará exento de la calumnia ni del escarnio, instrumentos del mediocre que no lo alcanzó en la contienda abierta.

      Algunos se guardan muy bien de tales males, como que sus aspiraciones jamás andan ni anduvieron por tales vías o veredas. Lo suyo fue amor al arte y entrega total a su labor dramática. A este grupo perteneció Julián Guajardo. A quien dedico hoy mis modestos prosa y verso. 

    POEMA

Mis ojos cansados de mirar hacia el norte,

miran ahora al sur, y el corazón salta.

Un viento helado recorre la ciudad,

viaja de lado a lado 

como queriendo borrarlo todo.

La melodía que lleva en sus entrañas 

tiene ritmo de tragedia helénica 

y cadencia de drama francés.

Cuando muere un príncipe

o un ilustre ciudadano,

miles de almas se vuelven

rosas blancas y alcatraces que forman

una monumental y prístina valla

ante el difunto insigne.

Quién distinguir podría

cuándo cubrir las calles 

de un blanco divino y celestial,

y cuándo dejar que así no sea.

Vida y obra hablan por los que se van.

He visto cortejos funestos 

vestidos de festín y gloria falsos.

Y algunos de quienes pocos amaron:

Brillando sobre el firmamento 

y el suelo que los vio nacer.

Río seco inundado de pétalos

que cual final divino,

recibirá en su lecho al modesto hijo.

Metrópolis y capitales: ¡todo devoran!

Mas la tierra árida, 

la de los ríos secos,

guarda en sus entrañas secretos

de teatro, drama y comedia,

de quienes siempre austeros

prefirieron forjar escuela

y dejar ejemplo en el teatro 

creativo y verdadero, de la vida eterna:

Descanse en paz, Guajardo Julián,

Maestro, actor y director.



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