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Jinetes y amores en el cielo

Jinetes y amores en el cielo


Publicación:09-10-2021
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La vida es una rueca de la fortuna, suele decir la gente, y no se equivocan en casi nada

Cabalgando a Justicia

Carlos A. Ponzio de León

      

      El ruido de una avioneta le hizo mirar al cielo. “Circo Armendáris”, alcanzó a leer en la estela de humo que el aeroplano iba dejando tras su vuelo. Recordó los algodones rosas de dulce, que se venden en los circos. Pero él cuidaba de su dieta como si cultivara un bonsái: agua y verduras por la mañana, tarde y noche. Nueces entre comidas. Nada de carnes rojas, ni grasas, ni panes, mucho menos pensar en beber alcohol. Su principal ejercicio, además de montar su viejo caballo pura sangre, era saltar la cuerda: treinta minutos al día, cien saltos por minuto. Descansaba los lunes. Así hacía desde los once años.

      Amaba la arena en la pista del hipódromo, como si fuera la de la orilla del mar. El sonido de cualquier trompeta se le metía por los oídos hasta hacerle vibrar el corazón a setenta kilómetros por hora. Las butacas junto a la pista de carreras, cuando estaban llenas, le causaban el furor de un reguilete que relincha fuego. Los establos eran lo único que rivalizaba con la emoción de paz que sentía al visitar a sus padres en Hidalgo. En la casa de ellos, extrañaba los caballos al irse a dormir. Su trabajo no era el correr carreras, no profesionalmente, sino solo caminar a los animales después de sus competencias. Pero su sueño sí era, un día, atravesar la línea de meta jineteando su viejo caballo: bautizado con el nombre de “Justicia”, desde que un tío se lo regaló, luego de ganarlo en una apuesta.

      Una vez que concluyera su carrera de jockey, pensaba, se iría a los Estados Unidos, correría en Kentucky. Tendría mucho por aprender del jinete mexicano Víctor Espinoza. Guardaba cada noticia que de él se reportaba en los periódicos. No deseaba superarlo, ni lograr su riqueza, solo asimilar lo suficiente de él, para tener su trabajo soñado. Acá, en la Ciudad de México, cuidando caballos, el dinero no le alcanzaba a la familia. Ni le llegaba la oportunidad que deseaba. “Eres demasiado alto para ser jinete, no vas a dar el peso”, era lo que escuchaba. Pero él siguió cuidando caballos, hasta que tres años después, le permitieron entrar a la escuela de jockeys, sin compromiso de que se graduaría. Ahí montaba caballos mecánicos y aprendió a balancear su cuerpo perfectamente, a golpear con el látigo el anca del animal. Pero la noticia de que en algún momento se graduaría, nunca llegaba. Veía a los compañeros ingresar a la escuela, quedarse dos años y comenzar a jinetear profesionalmente los fines de semana. Algunos ganaban lo suficiente como para ir juntando para su casa y carro, mientras ayudaban a sus familias.

      Hasta que una semana de abril, a los diecinueve años y cuando la temporada del hipódromo estaba en apogeo, el instructor en turno le dijo al verlo entrar al salón: “¿Estás enfermo? Tas muy demacrado. Súbete a la pesa”. El aspirante a jinete se desnudó totalmente. 59 kilos. “Nunca vas a bajar lo necesario, y ya pareces muerto de lo flaco”. Esa noche llegó a su cama con los ojos enrojecidos, sintiendo que su vida se la llevaba una ola hasta mar adentro, para luego empujarla al fondo del océano en medio de un remolino. Agotado, se soñó de niño. Caminaba por una senda rodeada de butacas atiborradas de público. Del lado izquierdo, había un arroyo lleno de cocodrilos que lloraban de hambre, a lágrimas sueltas que les rodaban por la piel escamosa hasta metérseles entre los dientes. Del otro lado, se encontraba una fila de carritos de madera con vendedores de algodones de dulce, de muchos colores, más de los que podían apreciarse en el arcoíris.

      Despertó sin sueño, descansado como siempre, a las seis de la mañana. Saltó la cuerda durante media hora y se metió a la regadera. Pero en lugar de llegar al hipódromo, fue a meterse al parque frente a su casa. Sentado en una banca, comió un pan dulce que había comprado en la tienda de la esquina. Luego caminó por la banqueta y se metió en la bocacalle que iba a dar a un inmenso terreno baldío.

      Alcanzó a ver dos caballos a lo lejos, amarrados a un tronco junto a la carpa del circo. Cruzó la reja. “¿El dueño?”, preguntó al enano que limpiaba la caseta de boletos. “Ese”, respondió el hombrecillo, señalando al viejo barbudo que se acercaba a ellos. “¿Qué sabes hacer?”, preguntó el patrón luego de escucharlo. Veinte minutos más tarde, se despidieron. 

      Tenían un mundo por andar juntos: el jinete cabalgando a Justicia, y el circo recorriendo el país, entreteniendo los sueños de los niños.

El columpio en el árbol

Olga de León G.

      A través de la ventana, a un lado de su cama, contemplaba el Jardín de niños al que asistía, que estaba justo a una cuadra, y media vuelta más, de su casa. Desde allí alcanzaba a ver ese frondoso y grande árbol, del que pendía un columpio improvisado con una llanta de automóvil, vieja y sin la cámara, pintada de rojo. Lo habían colocado las maestras del jardín, pretendiendo que los niños no treparan por el árbol pues, mientras ellas no vigilaran esa área, algún niño podía escalarlo y, eventualmente, caerse.

      La niña nunca se columpió en él, era demasiado propia. Pero, dos de sus amiguitos, quienes en realidad se disputaban el afecto y atención de la niña, sí lo hacían. Incluso eran los más proclives a treparlo… En cierta ocasión la niña los castigó con su “desprecio” no hablándoles durante el recreo, por haberse peleado entre ellos: el más fuerte (el vaquerito de cabello castaño) le había lanzado un golpe al otro (el de cabellera rubia y ojos azules): ambos fueron, durante esa etapa, sus enamorados. ¿Qué sucedió luego en sus vidas? Solo ellos lo saben. Nunca reaparecieron en la vida de aquella niña de cuatro años, por la que sufrían y peleaban su amor.

      La vida es una rueca de la fortuna, suele decir la gente, y no se equivocan en casi nada. La niña creció y siguió creciendo su carácter con firmeza y apego a sus principios de libertad, apego a las normas aprendidas desde la casa y defensa de la verdad y la justicia. Pero, el mundo no es igual para todos, ni todos tienen semejantes principios como brújula…

      El amor también la acompañó siempre, aunque no resultara el ideal para ella en más de dos o tres ocasiones. Nunca se rindió ni se volvió una mujer amargada. Tenía grandes aliados para ser feliz: su vocación, su amor por el arte, el pensamiento y la conducta humana. Se dedicó de lleno a la docencia y poco a poco su alma y su espíritu fueron recuperándose y volviendo a tener fe en los humanos: “no por uno, dos o tres, he de pensar que todos los hombres son malos o fraudulentos, simplemente no fueron lo que yo vi o creí ver en ellos; Ni yo, la mujer que ellos esperaban tener para siempre”, se dijo, contundente y firme.

      Un día, decidió que debía alejarse de su entorno e irse al extranjero; mas no podía irse a cualquier parte, el idioma era su barrera, aunque ella hablaba perfectamente con los pies, piernas, brazos y manos; con el lenguaje universal: la danza clásica. Y, por si fuera poco, tenía otra ventaja como aliada: la psicología y su moderación. ¿Qué haré?, se preguntó poco antes de tomar la decisión hacia dónde viajar en busca de su destino.

      Entonces, recordó la vista que le ofrecía cada mañana su ventana, el gran árbol y el columpio improvisado… Pero, también recordó que jamás había visto que visión ofrecía el árbol desde la rama más alta… Quizás eso era lo que ella debía hacer: buscar un gran árbol y mirar desde las alturas… O, ¿el suelo y sus raíces?… O, acaso, ¿debería probar la sensación del viento y el vértigo desde el vuelo en el columpio?…

      Debo ver el mundo o debo concentrarme en lo que tengo a la mano: ¿ir tras la aventura, o robustecer lo conocido?

      La joven mujer se fue con sus sueños y aspiraciones al mundo de los elegidos para dar. Siempre dar, a sus padres, a los otros, a los demás, todo el amor que guardaba en su corazón.

      Hasta que un día, otra ventanita se abrió para ella. No tenía un árbol, sino bosques y caminos en llanos y montañas, y vio lagos y mares, y cielos rojos y azules, grises y brillantes. El amor se asomó a verla y ella lo reconoció. Supo que era el que siempre esperó, a pesar de no haberlo reconocido, la primera vez que él la llamó y le dijo: soy yo. 

      No sé qué más sucederá con su historia, pero sé que un día, esa niña subirá al columpio en el árbol… Y podrá ver, desde allí: ¡un mundo diferente!

      



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