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Hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo

Hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo


Publicación:29-05-2021
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“Id y haced discípulos a todas las gentes...”. Este es el mandato misionero que Jesús dejó a sus apóstoles antes de ascender al cielo

“Id y haced discípulos a todas las gentes...”. Este es el mandato misionero que Jesús dejó a sus apóstoles antes de ascender al cielo. El mandato consiste en “hacer discípulos”. La noción de “discípulo” supone un “maestro” y una enseñanza. En Israel el discipulado consistía en seguir al maestro para aprender de él no sólo una doctrina, sino sobre todo la forma de vida coherente con esa doctrina. Así es como los apóstoles fueron discípulos de Jesús.

“Hacer discípulos”. Pero ¿de quién: de Jesús o de los apóstoles? La respuesta correcta es: de ambos. En efecto, no se puede ser discípulo de Jesús sin ser discípulo de sus enviados. No se puede escuchar a Jesús y adoptar a Jesús como maestro, sin adoptar como maestros a aquellos a quienes él mismo envía hoy como pastores. Así lo declaró Jesús cuando dijo a sus apóstoles: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha; el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza” (Lc 10,16). Esto mismo lo tiene claro San Pablo: “Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo” (1Cor 11,1). Es como decir: Sed discípulos míos y así seréis discípulos de Cristo.

Por su parte San Juan escribe: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn 1,3). Se puede tener comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, pero no sin la comunión con el apóstol. Es imposible alcanzar a Jesús si no se tiene comunión con los pastores. Fuera de la comunión con los legítimos pastores, ciertamente nos podemos formar una idea sobre Jesús; pero esa idea es una creación nuestra y es, por tanto, insuficiente o falsa.

El mandato de Jesús habría tenido sentido completo si él hubiera dicho: “Haced discípulos... enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado”. Ya hemos dicho que no se trata de enseñar sólo una doctrina, sino enseñar “a guardar lo mandado”, es decir, una forma de vida. Pero Jesús indica otro requisito, ¡y lo pone en primer lugar!: “Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. El bautismo es un requisito previo, porque él nos habilita para “guardar lo mandado” por Jesús. En efecto, lo mandado por Jesús es el amor: “Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros” (Jn 15,12). Es esto lo que hay que enseñar a guardar para hacer un discípulo de Cristo. Pero “el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios” (1Jn 4,7). El amor es un acto sobrenatural, el amor pertenece a la naturaleza divina. Ningún ser humano puede poner un acto de amor si no recibe una participación de la naturaleza de Dios, es decir, si no nace de Dios. Por eso si lo mandado por Jesús es el amor, entonces nadie puede guardar lo mandado por Jesús si no ha nacido de Dios. Y este es el efecto propio del bautismo. Por eso Jesús indica el bautismo como requisito previo para ser discípulo suyo. Para ser discípulo de Jesús hay que ser “hijo de Dios”. De lo contrario nunca podremos adoptar su forma de vida.

La expresión "hijo de Dios", usada corrientemente, corre el riesgo de ser carente de sentido. Cuando afirmamos que somos hijos de Dios, ¿entendemos lo que estamos diciendo? O, dicho de otra manera, ¿sabemos quién es Dios? Es imposible entender lo que significa ser hijo de Dios si el concepto de Dios que manejamos es una fórmula filosófica, por muy exacta que ella sea. La definición de Dios como “ipsum Esse subsistens” (“el Ser mismo subsistente”) es verdadera y exacta. Pero es imposible que un ser humano pueda sentirse “hijo” de ese Ser.

Nuestra conciencia de ser “hijos de Dios” y la conducta consecuente son el punto de llegada de la revelación de Dios en sí mismo. Este punto de llegada es el que expresa San Juan en su primera carta: “Queridos, mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Por eso el mundo no nos conoce: porque no le reconoció a él. Ahora somos hijos de Dios...” (1Jn 3,1-2a). A ningún ser humano se le habría ocurrido llamar a DiosPadre” y llamarse a sí mismo “hijo de Dios” –estamos hablando del Dios único y verdadero-, si el mismo Dios no se hubiera revelado en la historia de la salvación. San Juan llama “mundo” al conjunto de los hombres que no reconocen a Dios en su manifestación histórica, sobre todo, en Jesucristo; por eso el mundo es radicalmente incapaz de entender que alguien pueda ser verdaderamente hijo de Dios. Un concepto solamente filosófico de Dios no basta.

El punto culminante de la revelación de Dios es Jesucristo. Pero toda la enseñanza y la vida de Jesús consiste en dar a conocer a su Padre, como el único Dios verdadero; y esto lo hace dándose a conocer a sí mismo como el Hijo, que es ese mismo Dios. Pero este conocimiento del Padre y del Hijo no podría ser comunicado al hombre si no actuara discretamente en su corazón el Espíritu Santo, que es ese mismo Dios. Por acción del Espíritu Santo nos hacemos uno con Cristo, y en Cristo somos hechos hijos del Padre. Esto es lo que dice San Pablo de manera admirable: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer..., para que recibiéramos la condición de hijos. Y, como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...” (Gal 4,4.5.6.7).

Dios es uno solo y trino; una sustancia divina y tres Personas divinas. Ser bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” significa adquirir una relación vital con cada una de esas Personas: hijos del Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo. La vida eterna consiste en conocer y amar la Trinidad; esta es la felicidad eterna y no hay otra mayor.

 





« Felipe Bacarreza Rodríguez »