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El misterio antes oculto, ahora revelado

El misterio antes oculto, ahora revelado


Publicación:01-01-2022
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Tradicionalmente se ha asociado la solemnidad de la Epifanía con la venida de los magos de Oriente que, guiados por una estrella, llegaron a Jerusalén

La solemnidad de la Epifanía del Señor tiene su día propio el 6 de enero. Pero en los países en que este día no es feriado, se traslada al domingo siguiente al 1 de enero.

Tradicionalmente se ha asociado la solemnidad de la Epifanía con la venida de los magos de Oriente que, guiados por una estrella, llegaron a Jerusalén preguntando: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo”. Según el evangelista San Mateo, esta es la primera manifestación de la identidad del niño Jesús que se concede a alguien, fuera de María y José, se entiende. Los vecinos y conocidos ciertamente saben que ha nacido un niño, pero nadie sabe quién es este niño. Epifanía significa “manifestación luminosa”. Es la forma como se hizo saber a esos hombres lejanos que había nacido alguien destinado a cambiar la historia del mundo. No se trata de cualquier “Rey de los judíos” –Herodes también se atribuía este título-, sino de un Rey que es anunciado por una estrella y que mueve a estos hombres a venir desde tierras tan lejanas “a adorarlo”.

Es un misterio, que el Evangelio quiere subrayar, el hecho de que el conocimiento de Jesús se haya concedido a unos hombres de países lejanos antes que al pueblo de Israel. Durante siglos Israel había anhelado la venida del Salvador con expresiones como esta: “¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses...!” (Is 63,19). Los profetas invitaban a Jerusalén a alegrarse por la esperanza de esa venida: “¡Arriba, resplandece, que ha llegado tu luz, y la gloria del Señor sobre ti ha amanecido!” (Is 60,1). Pero cuando esa luz verdaderamente llegó, lo hizo en forma desconcertante, jamás imaginada por mente humana alguna; imaginada sólo por Dios. Por eso, cuando los magos insinúan que ya está aquí, “el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén”. Los mismos sumos sacerdotes y escribas del pueblo estaban ignorantes de este hecho. Muchos años más tarde, San Pablo, escribiendo a los efesios, afirma que a él le ha sido revelado este misterio: “Que los gentiles sois coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio” (Ef 3,6). Por nuestra fe en Cristo, nosotros nos identificamos con esos magos de Oriente y somos un testimonio vivo de que ese misterio, antes oculto, ahora está patente.

Dios quiso que el acceso de los magos a Jesús fuera el resultado de una colaboración entre su revelación directa –la estrella aparecida en el cielo- y su revelación por medio de los profetas: “Y tú Belén de Judá no eres, no, la me-nor... porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo Israel” (Miq 4,1). Sin esta profecía de Miqueas, llegados a Jerusalén, los magos no habrían sabido hacia dónde seguir. Pero, puestos en el camino de Belén, “la estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta que llegó y se detuvo en el lugar donde estaba el niño”. Con su actitud demuestran su convicción sobre quién es este niño: “Vieron al niño con María su madre y, postrándose, lo adoraron”.

La visión de ese niño es todo lo que un hombre puede aspirar. El anciano Simeón después de haber visto a ese niño, exclamó: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo morir en paz” (Lc 2,29). No debemos pasar por alto que esa visión del niño es siempre “con María, su madre”. De esta observación concluye San Agustín: “Como el mundo era indigno de recibir al Hijo de Dios inmediatamente de manos del Padre, se lo entregó a María para que el mundo lo recibiese por ella” (De symbolo, c. 2). De manos de María debemos recibirlo también nosotros.



« Redacción »